¿Cómo viven los vivos con los muertos? Hasta que el capitalismo deshumanizó a la sociedad, todos los vivos esperaban la experiencia de la muerte. Era su futuro final. Los vivos eran en sí mismo incompletos. De esa forma vivos y muertos eran interdependientes. Siempre. Sólo una forma de egotismo extraordinariamente moderna rompió esa interdependencia. Con consecuencias desastrosas para los vivos, ahora pensamos en los muertos en términos de los eliminados.
Pierre Bourdieu
Textos sobre una dimensión europea de los sindicatos y los movimientos sociales
La historia social enseña que no hay política social sin un movimiento social capaz de imponerla (y que no es el mercado, como se trata de hacernos creer hoy, sino el movimiento social, que ha «civilizado» a la economía de mercado, contribuyendo en gran medida a su eficacia). Por consiguiente, para todos aquellos que quieren realmente contraponer una Europa social a una Europa de la banca y la moneda, flanqueada por una Europa policial y penitenciaria (ya muy avanzada) y posiblemente una Europa militar, la cuestión es saber cómo movilizar las fuerzas capaces de alcanzar ese fin, y a qué instancias pedir ese trabajo de movilización. Obviamente pensamos en la Confederación Europea de Sindicatos (CES), que acaba de dar la bienvenida a la CGT francesa.
POR UN MOVIMIENTO SOCIAL EUROPEO [1]
Pero nadie contradirá a los especialistas que, como Corinne Gobin, muestran que el sindicalismo, tal como se manifiesta en el plano europeo, se está comportando sobre todo como un «socio» ansioso por participar de forma decorosa y digna en la gestión de los negocios, mediante una acción de “lobbying bien temperado”, conforme a las normas del «diálogo» tan querido a Jacques Delors. Y tendremos que estar de acuerdo en que no se ha hecho gran cosa con vistas a dotarse de los medios organizativos para contrarrestar los deseos de la patronal (organizada, por su parte, en la Unión de Confederaciones de industria y empleadores de Europa, Unice, y dotada de un grupo de presión poderoso, capaz de dictar su voluntad a Bruselas), e imponerle, con las armas ordinarias de la lucha social, huelgas, manifestaciones, etc., verdaderos acuerdos colectivos a escala europea.
Por lo tanto, ya que no podemos esperar, al menos a corto plazo, que la CES se sume a un sindicalismo militante, es forzoso volvernos en primer lugar, y con carácter provisional, a los sindicatos nacionales. Sin ignorar, no obstante, los obstáculos inmensos frente a la auténtica conversión que habría que realizar en ellos para escapar, a nivel europeo, de la tentación tecnocrático-diplomática, y, a nivel nacional, de las rutinas y formas de pensamiento que tienden a encerrarlos dentro de los límites de la nación. Y esto en un momento en que, bajo los efectos de la política neoliberal y de las fuerzas de la economía abandonadas a su lógica, con la privatización, por ejemplo, de un gran número de grandes empresas y la multiplicación de “minijobs”, ubicados sobre todo en los servicios, por lo tanto temporales y a tiempo parcial, interinos y a veces a domicilio, están amenazados los cimientos mismos de un sindicalismo militante, como lo demuestran no sólo la disminución de la sindicación sino también la baja participación de los jóvenes, y especialmente de los jóvenes de origen inmigrante, que suscitan tantas preocupaciones, y que nadie —o casi nadie— trata de movilizar en este frente.
El sindicalismo europeo, que podría ser el motor de una Europa social, está aún por inventar, y puede que ello no ocurra sino a costa de una serie de rupturas más o menos radicales: ruptura con los particularismos nacionales, o incluso nacionalistas, de las tradiciones sindicales, siempre arrinconadas en los límites de los Estados, de los que esperan una gran parte de los recursos indispensables para su existencia y que definen y delimitan los desafíos y el terreno de sus reivindicaciones y de sus acciones. Ruptura con un pensamiento de concertación que tiende a desacreditar el pensamiento y la acción críticos y a valorar el consenso social hasta el punto de alentar a los sindicatos a compartir la responsabilidad de una política destinada a que los dominados acepten su subordinación. Ruptura con el fatalismo económico, alentado no solo por los discursos político-mediáticos sobre la necesidad ineluctable de la «globalización» y sobre el imperio de los mercados financieros (detrás del cual los políticos tienden a enterrar su libertad de opción), sino también la práctica de los gobiernos socialdemócratas que, al prolongar o reconducir, en los puntos esenciales, la política de los gobiernos conservadores, hacen aparecer esta política como la única posible. Ruptura con un neoliberalismo hábil en presentar los requisitos inflexibles de contratos de trabajo leoninos bajo la apariencia de la ‘flexibilidad’ (como por ejemplo en las negociaciones sobre la reducción del tiempo de trabajo y la ley de las 35 horas en Francia, que muestran todas las ambigüedades objetivas de una correlación de fuerzas cada vez más desequilibrada debido a la generalización de la precariedad y la inercia de un estado más inclinado a ratificarla que a ayudar a transformarla). Ruptura con el «social-liberalismo» de los gobiernos dispuestos a dar a las medidas de desregulación favorables a un fortalecimiento de las exigencias de la patronal la apariencia de inestimables conquistas de una verdadera política social.
Este sindicalismo renovado reclamaría agentes movilizadores animados de un espíritu profundamente internacionalista y capaces de superar las barreras de las tradiciones jurídicas y administrativas nacionales, y también las barreras sociales internas a la nación, tanto las distinciones en ramas y categorías profesionales como las barreras de género, edad y origen étnico. Es, en efecto, irónico que los jóvenes, y especialmente los de origen inmigrante, que están tan obsesivamente presentes en los fantasmas colectivos del miedo social, engendrado y mantenido en y por la dialéctica infernal de la competencia política por las voces xenófobas y de máxima competencia mediática por la audiencia, ocupen en las preocupaciones de los partidos y sindicatos progresistas un espacio inversamente proporcional a aquel que les otorga, en toda Europa, el discurso sobre la «inseguridad» y la política que este alienta.
¿Cómo no esperar o desear una especie de internacional de «inmigrantes» de todos los países que uniera a turcos, surinameses o cabilianos en una lucha que, asociada a la de los trabajadores nativos de los distintos países europeos, actuaría contra las fuerzas económicas que, a través de mediaciones diversas, son también responsables de su emigración? Y puede que las sociedades europeas tuvieran también mucho que ganar si estos jóvenes, que nos obstinamos en llamar «inmigrantes» cuando son ciudadanos de naciones de la Europa actual, frecuentemente desarraigados y desorientados, incluso excluidos de las estructuras organizadas de la protesta, y sin otra salida que la sumisión resignada, la pequeña o gran delincuencia, o formas modernas de revuelta como son los disturbios suburbanos, se transformasen, de objetos pasivos de una política de seguridad, en agentes activos de un movimiento social innovador y constructivo.
Pero también se podría pensar, para desplegar en cada ciudadano las disposiciones internacionalistas que son ya la condición de todas las estrategias eficaces de resistencia, en todo un conjunto de medidas, sin duda dispersas y heterogéneas, tales como el reforzamiento, en cada organización sindical, de instancias dispuestas para tratar con las organizaciones de otras naciones y encargadas especialmente de recoger y difundir la información internacional; el establecimiento progresivo de normas de coordinación, en materia de salarios, de condiciones de trabajo y de empleo; la institución de «hermanamientos» entre sindicatos de categorías profesionales equivalentes (es decir, para mencionar sólo los ya comprometidos en los movimientos transnacionales, los camioneros, empleados de transporte aéreo, etc.) o regiones fronterizas; el fortalecimiento, en el seno de las empresas multinacionales, de comités internacionales de empresa; el fomento de las políticas de contratación dirigidas a los inmigrantes que, de objeto y destino de las estrategias de partidos y sindicatos, se convertirían en agentes de resistencia y cambio, dejando así de ser utilizados, en el interior mismo de las organizaciones progresistas, como factores de división y de incitación a la regresión hacia el pensamiento nacionalista, incluso racista; la institucionalización de nuevas formas de movilización y acción, como las coordinaciones, y el establecimiento de vínculos de cooperación entre sindicatos de los sectores público y privado que tienen pesos muy diferentes según el país; el «cambio de pensamiento» (tanto del sindical como de otros) que es necesario para romper con una definición estrecha de lo «social», para ligar las reivindicaciones laborales a exigencias en materia de salud, vivienda, transporte, formación, ocio, relaciones entre los sexos, y para comprometer esfuerzos de re-sindicalización en sectores tradicionalmente carentes de mecanismos de protección colectiva (servicios, empleo temporal).
Pero no es posible tomar atajos en un objetivo tan manifiestamente utópico como la construcción de una confederación sindical europea unificada: tal proyecto es sin duda esencial para inspirar y guiar la búsqueda colectiva de innumerables transformaciones de las instituciones colectivas y de miles de conversiones de las actitudes individuales que serán necesarias para «hacer» el movimiento social europeo.
Si es sin duda útil, pensando en esta empresa difícil e incierta, inspirarse en el modelo del proceso descrito por E. P. Thompson en La formación de la clase obrera inglesa, hay que tener cuidado de llevar demasiado lejos la analogía y concebir el movimiento social europeo del futuro basado en el modelo del movimiento obrero del siglo pasado: los profundos cambios experimentados por la estructura de las sociedades europeas, entre los cuales el más importante es sin duda el declive, precisamente en la industria, de los obreros manuales respecto de los que hoy son llamados «operadores» y que, más ricos relativamente en capital cultural, serán capaces de diseñar nuevas formas de organización y nuevas armas de lucha, y de entrar en las nuevas solidaridades interprofesionales.
No hay requisito previo más absoluto para la construcción de un movimiento social europeo que el rechazo de todas las maneras habituales de pensar el sindicalismo, los movimientos sociales y las diferencias nacionales en estas áreas; no hay tarea más urgente que la invención de nuevas formas de pensar y actuar impuestas por la precarización. Base para una nueva forma de disciplina social, enraizada en la experiencia de la precariedad y el miedo al desempleo, que alcanza hasta los niveles más privilegiados del mundo del trabajo, la precarización generalizada puede ser el principio de una solidaridad de nuevo tipo, particularmente con ocasión de las crisis que se perciben como particularmente escandalosas cuando toman la forma de despidos masivos impuestos por el ansia de proporcionar beneficios mayores a empresas ya ampliamente beneficiarias.
Y el nuevo sindicalismo tendrá que saber apoyarse en las nuevas solidaridades entre las víctimas de la política de precarización, en la práctica hoy tan elevadas en profesiones con un alto capital cultural, así la enseñanza, la salud y las actividades de comunicación (los periodistas), como entre los empleados y obreros manuales. Pero habrá primero que trabajar para producir y difundir lo más ampliamente posible un análisis crítico de todas las estrategias, a menudo muy sutiles, con las que colaboran, sin saberlo necesariamente, algunas reformas de los gobiernos socialdemócratas, y que se puede resumir en el concepto de «flexiexplotación». Análisis tanto más difícil de llevar a cabo, y sobre todo de imponer a aquellos a los que precisamente debería llevar a acceder a la lucidez sobre su condición, por la razón de que las políticas ambiguas son también a menudo ejercidas por víctimas de estrategias similares, profesores precarios encargados de estudiantes marginados y condenados a la pobreza, trabajadores sociales sin garantías sociales encargados de acompañar y ayudar a las sectores sociales a los que están muy cercanos por su condición, etc. todos ellos inclinados a entrar y a arrastrar a los demás al campo de las ilusiones compartidas.
Y habrá, también y sobre todo, que terminar con otros prejuicios muy generalizados que, al impedir ver la realidad tal como es, desvían o desincentivan la acción para transformarla. Es el caso de los oposición que señalan los «politólogos » franceses, y los periodistas «formados» en su escuela, entre un «sindicalismo de protesta» —que estaría encarnado en Francia por SUD o por la CGT— y un «sindicalismo de negociación», erigido en norma de toda práctica sindical digna de tal nombre, de la que la DGB alemana sería la encarnación. Esta representación desmovilizadora impide ver que las conquistas sociales sólo pueden obtenerse con un sindicalismo lo suficientemente organizado para movilizar la fuerza de protesta necesaria para arrancar a la patronal y a las tecnocracias auténticos progresos colectivos, y para negociar e imponer a sus bases los compromisos y las leyes sociales con las que estos se corresponden de forma permanente (¿no es significativo que la misma palabra movilización esté cargada de descrédito para los economistas de obediencia neoliberal, tercamente adheridos a no ver sino una agregación de elecciones individuales en lo que realmente es un modo de resolución y de elaboración de conflictos y un principio de invención de nuevas formas de organización social?)
Son su incapacidad para unirse en torno de una utopía racional (que podría ser una verdadera Europa social) y la debilidad de su base militante, a la que no saben imponer el sentimiento de su necesidad (es decir, en primer lugar de su eficacia), los que, debido a la competencia por mejorar posiciones en el mercado de trabajo, impiden a los sindicatos superar los intereses corporativos a corto plazo mediante un voluntarismo universalista capaz de sobrepasar los límites de las organizaciones tradicionales y dar fuerza, integrando totalmente al movimiento de parados, a un movimiento social capaz de combatir y contrarrestar a los poderes económicos y financieros en el mismo terreno, ahora internacional, donde actúan. Los recientes movimientos internacionales, de los que la Marcha europea de parados es el ejemplo máximo, son las primeras señales, aún fugaces sin duda, del descubrimiento colectivo, dentro del movimiento social y más allá, de la necesidad vital del internacionalismo o, más precisamente, de la internacionalización de los modos de pensamiento y de las formas de acción.
CONTRA UNA POLÍTICA DE DESPOLITIZACIÓN[ 2]
Algunos de los objetivos de una acción política eficaz se sitúan en el nivel europeo, en la medida, por lo menos, en que las empresas y las organizaciones europeas constituyen un elemento determinante de las fuerzas dominantes a escala mundial. En consecuencia, la construcción de un movimiento social europeo unificado con capacidad para reunir los diferentes movimientos, actualmente divididos tanto a escala nacional como internacional, se impone como un objetivo indiscutible para todos aquellos que pretendan resistir de forma eficaz a las fuerzas dominantes.
Agrupar sin unificar
Los movimientos sociales, por diversos que sean en razón de sus orígenes, sus objetivos y sus proyectos, tienen en común toda una serie de rasgos que les dan un aire de familia. En primer lugar, y especialmente porque provienen casi siempre del rechazo de las formas tradicionales de la movilización política, y en particular de aquellas que perpetúan la tradición de los partidos de tipo soviético, estos movimientos tienen tendencia a rechazar toda clase de monopolización en favor de unas minorías, y favorecen la participación directa de todos los interesados. Próximos en ese aspecto a la tradición libertaria, tienden a plantearse formas de organización de inspiración autogestionaria, caracterizadas por la levedad del aparato y que permiten a los agentes reapropiarse el papel de sujetos activos en contra, en particular, de los partidos, a los cuales niegan el monopolio de la intervención política. Otro rasgo común es que se orientan hacia objetivos determinados, concretos e importantes para la vida social (vivienda, empleo, salud, etcétera) a los que intentan aportar soluciones directas y prácticas, cuidando de que tanto sus rechazos como sus propuestas se concreten en acciones ejemplares y directamente ligadas al problema abordado. La tercera característica típica es el rechazo de las políticas neoliberales, que tienden a la imposición de la voluntad de los grandes inversores institucionales y de las multinacionales. Última propiedad distintiva y común, la exaltación de la solidaridad, principio tácito de la gran mayoría de sus luchas, y el esfuerzo por ponerla en práctica tanto en la acción (asumiendo la protección de todos los desposeídos), como en las formas de organización de que se dotan.
La constatación de esta proximidad en los fines y los medios de las luchas políticas impone la búsqueda, no tanto de una unificación (sin duda ni posible ni deseable) de todos los movimientos dispersos, reclamada a menudo por los militantes, en particular por los más jóvenes – impresionados por las convergencias y las redundancias –, como por lo menos de una coordinación de las reivindicaciones y de las acciones, con exclusión de toda voluntad de apropiación: esta coordinación debería tomar la forma de una red capaz de asociar a individuos y grupos en condiciones tales que nadie pueda dominar o reducir a los demás, y de conservar toda la gama de recursos ligados a los diversos puntos de vista, experiencias y programas. Esa coordinación tendría como función principal apartar a los movimientos sociales de las acciones fragmentarias y dispersas y de los particularismos de las acciones locales, parciales y puntuales, y permitirles sobre todo superar las intermitencias o las alternancias entre momentos de movilización intensa y momentos de existencia latente o disminuida, sin caer por ello en una concentración burocrática.
Esa coordinación flexible y permanente debería apuntar a dos objetivos distintos: por una parte organizar, por medio de encuentros ad hoc y circunstanciales, series de acciones a corto plazo y orientadas hacia objetivos precisos; por otra, someter a discusión cuestiones de interés general y trabajar en la elaboración de programas de investigación a plazo más largo en el marco de reuniones periódicas de los representantes del conjunto de grupos implicados. Se trataría, en efecto, de descubrir y de elaborar, en la intersección de las preocupaciones de todos los grupos, objetivos generales a los que todo el mundo pudiera sumarse y colaborar, aportando sus competencias y sus métodos propios. Nada impide esperar que de la confrontación democrática de un conjunto de individuos y de grupos que reconocen unos presupuestos comunes, pueda surgir poco a poco un conjunto de respuestas coherentes y sensatas a cuestiones fundamentales, a las cuales ni los sindicatos, ni los partidos, pueden aportar una solución global.
Renovar el sindicalismo
No se puede concebir un movimiento social europeo sin la participación de un sindicalismo renovado capaz de superar los obstáculos externos e internos que se oponen a su fortalecimiento y a su unificación a escala europea. Es paradójico solo en apariencia sostener que la decadencia del sindicalismo se ha producido como un efecto indirecto y diferido de su éxito: gran cantidad de reivindicaciones que animaron las luchas sindicales se han convertido en instituciones que, al situarse como fundamento de obligaciones o derechos (los relacionados con la protección social, por ejemplo), han generado motivos de pugna entre los propios sindicatos. Transformadas en instancias paraestatales, a menudo subvencionadas por el Estado, las burocracias sindicales participan en la redistribución de la riqueza y garantizan el compromiso social, al evitar rupturas y enfrentamientos. Y los responsables sindicales, en los casos en que llegan a convertirse en meros gestores ajenos a las preocupaciones de sus mandantes, pueden verse arrastrados por la lógica de una competencia entre aparatos o interna al aparato, y defender sus intereses particulares en lugar de los intereses de aquellos a los que se supone defienden. Lo cual ha contribuido en parte a alejar a los asalariados de los sindicatos, y a disminuir la participación activa de los afiliados en la vida de la organización.
Pero estas causas internas no bastan para explicar la disminución en el número de los afiliados a los sindicatos y su menor actividad. Las políticas neoliberales también contribuyen a la debilitación de los sindicatos. La flexibilidad, y sobre todo la precariedad, impuestas a un porcentaje cada vez mayor de asalariados, y la transformación resultante de las condiciones y normativas laborales, contribuyen a dificultar toda acción unitaria, e incluso el simple trabajo de información, a pesar de que los vestigios de la protección social sigan amparando a una fracción de los asalariados. Esto explica hasta qué punto es indispensable y a la vez difícil la renovación de una acción sindical que supondría la rotación de cargos y el cuestionamiento del modelo de delegación incondicional, además de la invención de nuevas técnicas indispensables para movilizar a los trabajadores fragmentados y precarizados.
La organización de tipo enteramente nuevo que estamos tratando de crear habrá de ser capaz de superar la fragmentación de objetivos y de naciones, así como la división entre movimientos y sindicatos, para evitar tanto los riesgos de monopolización que amenazan al conjunto de los movimientos sociales, tanto sindicales como de otros tipos, como el inmovilismo que aparece a menudo debido a un temor casi neurótico a esos riesgos. La existencia de una red internacional estable y eficaz de sindicatos y movimientos, dinamizados por su confrontación en instancias de concertación y de discusión, debería permitir el desarrollo de una acción reivindicativa internacional que ya no tendría nada que ver con la de los organismos oficiales en los cuales están representados los sindicatos (como la Confederación Europea de Sindicatos), y que integraría las acciones de todos los movimientos enfrentados de forma permanente a situaciones específicas, y por tanto limitadas.
LOS INVESTIGADORES Y EL MOVIMIENTO SOCIAL [3]
Responsabilidades intelectuales
Si hoy es importante, si no necesario, que un cierto número de investigadores independientes se asocien al movimiento social, es porque nos encontramos confrontados a una política de globalización. (Digo bien «una política de globalización», y no hablo de «globalización» como si se tratara de un proceso natural). En gran medida esta política es mantenida en secreto en su producción y difusión. Y se necesita todo un trabajo de investigación para descubrirla antes de que sea puesta en funcionamiento. Y, además, esta política tiene unos efectos que se pueden prever gracias a los recursos de la ciencia social, pero que a corto plazo todavía son invisibles para la mayoría de la gente. Otra característica de esta política está producida en parte por los investigadores. La cuestión es saber si aquellos que a partir de su saber científico anticipan las consecuencias funestas de esta política pueden y deben permanecer callados. O si no hay en ello una especie de denegación de auxilio a personas en peligro. Si es cierto que el planeta está amenazado de graves calamidades, quienes creen conocer de antemano estas calamidades, ¿no tienen el deber de salir de la reserva que los sabios se imponen tradicionalmente?
En la cabeza de la mayoría de las personas cultas, sobre todo en ciencias sociales, existe una dicotomía que me parece funesta: la dicotomía entre scholarship y commitment —entre quienes se consagran al trabajo científico, que se hace según unos métodos sabios y para otros sabios, y aquellos que se comprometen y llevan su saber fuera—. La oposición es artificial y, de hecho, hay que ser un sabio autónomo que trabaje según las reglas del scholarship para poder producir un saber comprometido, es decir, un scholarship with commitment. Para ser un verdadero sabio comprometido, legítimamente comprometido, hay que comprometer un saber. Y este saber sólo se adquiere en el trabajo sabio, sometido a las reglas de la comunidad sabia. En otras palabras, hay que suprimir una serie de oposiciones que están en nuestras cabezas y que son maneras de autorizar renuncias: empezando por la del sabio que se recluye en su torre de marfil. La dicotomía entre scholarship y commitment tranquiliza la buena conciencia del investigador porque recibe la aprobación de la comunidad científica. Es como si los sabios se creyeran doblemente sabios porque no hacen nada con su ciencia. Pero cuando se trata de biólogos, esto puede ser criminal. Aunque es igual de grave cuando se trata de criminólogos. Esta reserva, esta huida hacia la pureza, tiene unas consecuencias sociales muy graves. ¿Deberían las personas como yo, pagadas por el Estado para investigar, guardar cuidadosamente el resultado de sus investigaciones para sus colegas? Es absolutamente fundamental dar prioridad a la crítica de los colegas de lo que se cree que es un descubrimiento, pero ¿por qué reservarles el saber colectivamente adquirido y controlado?
Me parece que hoy el investigador no tiene opción: si tiene la convicción de que hay una correlación entre las políticas neoliberales y las tasas de delincuencia, y todos los signos de lo que Durkheim habría llamado la anomia, ¿cómo podría no decirlo? No sólo no hay nada que reprocharle, sino que habría que felicitarle. (Quizás hago una apología de mi propia posición…).
¿Qué va a hacer ahora este investigador en el movimiento social? En primer lugar, no va a dar lecciones —como hacían algunos intelectuales orgánicos que, al no ser capaces de imponer su mercancía en el mercado científico, donde la competencia es muy dura, iban a hacerse los intelectuales ante los no intelectuales al tiempo que afirmaban que el intelectual no existe. El investigador no es ni un profeta ni un maestro del pensamiento. Debe inventar un papel nuevo que es muy difícil: debe escuchar, debe investigar e inventar; debe intentar ayudar a los organismos que se imponen como misión —cada vez más indolentemente, por desgracia, incluidos los sindicatos— la resistencia a la política neoliberal; debe imponerse como tarea el asistirlos proporcionándoles instrumentos. En particular instrumentos contra el efecto simbólico que ejercen los «expertos» comprometidos ante las grandes empresas multinacionales. Hay que llamar a las cosas por su nombre. Por ejemplo, la política actual de educación es decidida por la UNICEF, por el Transatlantic Institute, etc.
Así, los investigadores pueden hacer una cosa más novedosa, más difícil: favorecer la aparición de las condiciones organizativas de la producción colectiva en la intención de inventar un proyecto político y, en segundo lugar, las condiciones organizativas del éxito de invención de semejante proyecto político —que, evidentemente será un proyecto colectivo. Después de todo, la Asamblea Constituyente de 1789 y la Asamblea de Filadelfia estaban compuestas por personas como ustedes y como yo que tenían un bagaje de juristas, que habían leído a Montesquieu y que inventaron unas estructuras democráticas. De la misma manera, hoy hay que inventar cosas… Desde luego se podrá decir: «Existen los parlamentos, una Confederación Europea de Sindicatos, todo tipo de instituciones que se supone que lo hacen.» No voy a hacer aquí la demostración, pero hay que constatar que no lo hacen. Así pues, hay que crear las condiciones favorables para esta invención. Hay que ayudar a quitar los obstáculos a esta invención; obstáculos que en parte se encuentran en el movimiento social encargado de quitarlos —y especialmente en los sindicatos…
¿Por qué se puede ser optimista? Creo que se puede hablar en términos de posibilidades razonables de éxito, que este momento es el kairos, el momento oportuno. Cuando hacia 1995 manteníamos este discurso, teníamos en común el no ser escuchados y el ser tomados por locos. La gente se burlaba de las personas que como Casandra anunciaban catástrofes, los periodistas las atacaban y eran insultadas. Ahora, un poco menos. ¿Por qué? Porque se ha llevado a cabo un trabajo. Ha habido Seattle y toda una serie de manifestaciones. Y, además, empiezan a verse las consecuencias de la política neoliberal —que habíamos previsto en abstracto. Y ahora la gente comprende… Incluso los periodistas más limitados y más tercos saben que una empresa que no consigue un 15% de beneficios, despide. Empiezan a cumplirse las profecías más catastrofistas de los profetas de la desgracia (que simplemente estaban mejor informados que los demás). No es demasiado pronto. Pero tampoco es demasiado tarde. Porque no es más que un principio, porque las catástrofes no hacen más que empezar. Aún se está a tiempo de agitar a los gobiernos social-demócratas, para quienes los intelectuales tienen los ojos de Quimera, sobre todo cuando obtienen todo tipo de ventajas sociales de ello…
Hacer eficaces los movimientos sociales
En mi opinión, un movimiento social europeo sólo tiene posibilidades de ser eficaz si reúne tres componentes: sindicatos, movimiento social e investigadores —a condición, desde luego, de integrarlos, no sólo de yuxtaponerlos. Ayer decía a los sindicalistas que entre los movimientos sociales y los sindicatos de todos los países de Europa hay una diferencia fundamental que concierne a la vez a los contenidos y a los modos de acción. Los movimientos sociales han hecho existir unos objetivos políticos que los sindicatos y los partidos políticos habían abandonado, u olvidado, o rechazado. Por otro lado, los movimientos sociales han aportado unos métodos de acción que, una vez más, los sindicatos han ido olvidando, ignorando o rechazando poco a poco. Y en particular unos métodos de acción personal: las acciones de los movimientos sociales recurren a la eficacia simbólica, una eficacia simbólica que depende, por un lado, del compromiso personal de quienes la manifiestan; un compromiso personal que también es un compromiso corporal. Hay que arriesgarse. No se trata de desfilar hombro con hombro, como hacen tradicionalmente los trabajadores el primero de mayo. Hay que llevar a cabo acciones, ocupar locales, etc. Esto exige a la vez imaginación y valor. Pero añadiré: cuidado, no a la «sindicatofobia»; existe una lógica de los aparatos sindicales que hay que comprender. ¿Por qué digo a los sindicalistas cosas próximas al punto de vista que los movimientos sociales tienen de ellos, y por qué voy a decir a los movimientos sociales cosas próximas a la visión de los sindicalistas sobre ellos? Porque las divisiones que contribuyen a debilitar grupos que ya son muy débiles podrán superarse a condición de que cada uno de los grupos se vea a sí mismo como lo ven los demás. El movimiento de resistencia a la política neoliberal es globalmente muy débil y se ha debilitado a causa de estas divisiones: se trata de un motor que gasta el 80% de su energía en calor, es decir, en forma de tensiones, de fricciones, de conflictos, etc. Y que podría ir mucho más rápido y más lejos si…
Los obstáculos para la creación de un movimiento social europeo unificado son de distintos tipos. Existen obstáculos lingüísticos, que son muy importantes, por ejemplo, en la comunicación entre los sindicatos o los movimientos sociales -los patrones y los directivos hablan varias lenguas; los sindicalistas y militantes, mucho menos. A causa de esto se ha hecho muy difícil la internacionalización de los movimientos sociales o de los sindicatos. Existen, además, obstáculos relacionados con las costumbres, con los modos de pensar y con la fuerza de las estructuras sociales, de las estructuras sindicales. ¿Cuál puede ser ahí el papel de los investigadores? El de trabajar en una invención colectiva de las estructuras colectivas de invención que harán nacer un nuevo movimiento social, es decir, nuevos contenidos, nuevos objetivos y nuevos medios internacionales de acción.
Notas:
[1] Párrafos extraídos del artículo del mismo título publicado en Le Monde Diplomatique, junio 1999. Traducción de Javier Aristu y Paco Rodríguez de Lecea
[2] 12 setiembre 2000. Extractos de “Contra la política de despolitización”, recogido en P.Bourdieu, Intervenciones políticas, 1961-2001. Ciencia social y acción política. Coedición, Hiru y Editorial Cubana de Ciencias Sociales, 2004. Traducción de Beatriz Morales Bastos
[3] Mayo de 2001. Intervención en Atenas, bajo el lema Raisons d’agir- Grêce, durante los encuentros con los sindicatos y los investigadores griegos sobre temas como la Europa sindical, la cultura y el periodismo.
Pierre Bourdieu (1930-2002). Sociólogo francés, estudió con especial interés los nuevos fenómenos relacionados con el capital y el poder social. Autor de una extensa lista de obras y artículos donde trata las características y el funcionamiento del nuevo capitalismo a partir de la postguerra de 1945.
[Fuente: pasos a la izquierda]
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