La política electoral, si bien no debe desestimarse, no puede ubicarse en el centro de ninguna acción política radical seria, orientada a cambiar las instituciones que sustentan el sistema político, desmantelar las ideologías hegemónicas y fomentar el tipo de conciencia de masas en que habría de basarse un cambio social y político desesperadamente necesario.
Antonio Antón
La experiencia popular en la construcción del sujeto
Existen distintas teorías sobre el papel y la construcción del sujeto social y político, llámese pueblo, clase o nación. Aquí, tras desechar las doctrinas convencionales, vamos a evaluar las insuficiencias de la teoría marxista tradicional o determinista y los límites del discurso populista. Defendemos un enfoque relacional y dinámico que basa la construcción de un sujeto colectivo en la experiencia de la gente en sus relaciones sociales y económicas y los conflictos sociopolíticos, evaluada por su cultura, en nuestro caso, democrática y de justicia social (Antón, 2015).
No es adecuada la visión atomista, individualista extrema e indiferenciada, de carácter liberal o postmoderno que, fundamentalmente, contempla a individuos aislados y diferentes entre sí, sin vínculos con otros individuos y sectores de la sociedad. La visión funcionalista de la agregación de individuos, con la distribución en estratos continuos, también tiene insuficiencias. Igualmente, es unilateral el idealismo, presente en enfoques ‘culturales’, con la sobrevaloración de la subjetividad y el voluntarismo de la ‘agencia’ y la infravaloración de la desigualdad socioeconómica y de poder o el peso de los factores estructurales, contextuales e históricos.
El determinismo economicista o de clase es un idealismo
Nos detenemos en la crítica a la idea marxista más determinista o estructuralista, de amplia influencia en algunos sectores de la izquierda. No es adecuada la posición de la prioridad a la ‘propiedad’ (no la posesión y el control) de los medios de producción –la estructura económica– que explicaría la conciencia social y el comportamiento sociopolítico, así como la idea de la inevitabilidad histórica de la polarización social, la lucha de clases y la hegemonía de la clase trabajadora. El error estructuralista es establecer una conexión necesaria entre ‘pertenencia objetiva’, ‘consciencia’ y ‘acción’. El enfoque marxista-hegeliano de ‘clase objetiva’ (en sí) y ‘clase subjetiva’ (para sí) tiene limitaciones. La clase trabajadora se forma como ‘sujeto’ al ‘practicar’ la defensa y la diferenciación de intereses, demandas, cultura, participación…, respecto de otras clases (el poder dominante). La situación objetiva, los intereses inmediatos, no determinan la conformación de la conciencia social (o de clase), las ‘demandas’, la acción colectiva y los sujetos. Es clave la mediación institucional-asociativa y la cultura ciudadana, de justicia social, derechos humanos y democrática.
El determinismo es un idealismo. Es imprescindible superar ese determinismo económico, dominante en el marxismo ortodoxo con la influencia de Althusser (1967, y 1969). E, igualmente, el determinismo político-institucional o el cultural de otras corrientes teóricas, desarrollados, muchas veces, como reacción al primero.
En consecuencia, es importante la mediación sociopolítica/institucional, el papel de los agentes y la cultura, con la función contradictoria de las normas, creencias y valores. Junto con el análisis de las condiciones materiales y subjetivas de la población, el aspecto principal es la interpretación, histórica y relacional, del comportamiento, la experiencia y los vínculos de colaboración y oposición de los distintos grupos o capas sociales, y su conexión con esas condiciones. Supone una reafirmación del sujeto individual, su capacidad autónoma y reflexiva, así como sus derechos individuales y colectivos; al mismo tiempo y de forma interrelacionada que se avanza en el empoderamiento de la ciudadanía, en la conformación de un sujeto social progresista. Y todo ello contando con la influencia de la situación material, las estructuras sociales, económicas y políticas, y los contextos históricos y culturales…
Aquí adoptamos una visión relacional o interactiva, dinámica o histórica y multidimensional de la configuración de las clases sociales y su actuación como actores o sujetos a través de sus agentes representativos. Hay que partir de la experiencia y el comportamiento social sobre la base de intereses compartidos, demandas colectivas, relaciones sociales y expresión cultural. Estos aspectos son claves para la formación de las ‘clases’ o el ‘pueblo’ en cuanto sujetos colectivos, como pertenencia o identidad y práctica social, o sea los ‘agentes’ o sujetos sociopolíticos. No hay que quedarse en la clase ‘objetiva’ (en sí), considerando que la conciencia puede venir por añadidura de élites políticas, y desde ahí construir la clase (para sí); la existencia de una clase, un pueblo, una nación o un gran sujeto social debe comprobarse en la ‘experiencia’, en el comportamiento público, en la práctica social y cultural diferenciada, aunque no llegue a conflicto social (lucha de clases) abierto o esté combinado con consensos o acuerdos. La conciencia social se ‘crea’, sobre todo, con la participación popular masiva y solidaria en el conflicto por intereses comunes frente a los de las clases dominantes.
El papel de los intereses y las ideas
Veamos un ejemplo ilustrativo del papel de los intereses y las ideas en la construcción del sujeto político, valioso por su carácter sintético y procedente de una personalidad relevante de Podemos, Íñigo Errejón y desarrollado posteriormente (Errejón, 2016):
No son los ‘intereses sociales’ los que construyen sujeto político. Son las identidades: los mitos y los relatos y horizontes compartidos (Twitter, 2.04.2016).
Es cierta la primera expresión, los ‘intereses sociales’ (las condiciones objetivas) no construyen el sujeto político. Admitirlo sería prueba de un burdo determinismo económico. Los intereses o las condiciones materiales (por sí solos) no construyen nada y menos de una determinada dinámica social u orientación política. Es insuficiente el esquema de la relación entre ‘condiciones objetivas’ y ‘condiciones subjetivas’, y la preponderancia causal de las primeras sobre las segundas, aunque se introduzcan conceptos ambiguos como el de la determinación ‘en última instancia’ (de la infraestructura económica) o la ‘autonomía relativa’ (de la superestructura política e ideológica), que dan por supuesto la prioridad explicativa de la sociedad y su dependencia respecto de la estructura (económica).
Por otra parte, las identidades colectivas no son previas al conflicto, a la práctica social, y las que construyen el sujeto. Ellas mismas se crean en ese proceso y lo refuerzan. Los componentes subjetivos, los mitos, relatos u horizontes, son fundamentales para conformar un movimiento popular… en la medida que son compartidos por la gente. Entonces, con esa incorporación, se transforman en fuerza social, en capacidad articuladora y de cambio. Pero no es la subjetividad, las ideas (por sí solas), en abstracto, las que construyen el sujeto político. Sino que son los actores reales, en su práctica sociopolítica y de conflicto, en los que se encarnan determinada cultura ética y proyectos colectivos, los que se convierten en sujetos políticos y transforman la realidad. Así, esa segunda frase, sin esta precisión, denotaría una sobrevaloración de la capacidad articuladora del discurso, de las ideas transmitidas por una élite, en la construcción del sujeto político. La consecuencia es que se infravalora el devenir relacional de la gente, de sus condiciones, experiencia y cultura; el sujeto no se puede disociar (solo analíticamente) de su posición social y su identidad colectiva.
Es la gente concreta, sus diferentes capas con su práctica social, quien articula su comportamiento sociopolítico para cambiar la realidad. Y lo hace, precisamente, desde una interpretación y valoración de su situación social de subordinación o desigualdad, con un relato o un juicio ético, que le da sentido. Es la experiencia humana de unas relaciones sociales, vivida, percibida e interpretada desde una cultura y unos valores, y teniendo en cuenta sus capacidades asociativas, la que permite a los sectores populares articular un comportamiento y una identificación con los que se configura como sujeto social o político. Su estatus, su comportamiento y su identidad están interrelacionados mutuamente.
Para explicar la conformación de los sujetos sociales y el conflicto sociopolítico, hay que superar esa falsa bipolaridad abstracta (idealista), asentada por el marxismo determinista y estructuralista, y partir de la realidad de la gente, su experiencia y su interacción. Como dice uno de los mejores historiadores, el británico E. P. Thompson:
Ningún modelo puede proporcionarnos lo que debe ser la ‘verdadera’ formación de clase en una determinada ‘etapa’ del proceso… Lo que debe ocuparnos es la polarización de intereses antagónicos y su correspondiente dialéctica de la cultura (Thompson, 1979: 39).
En sentido estricto, los grandes sujetos colectivos se conforman en los procesos históricos con la participación en el conflicto social de sus componentes más relevantes y desde una posición e intereses específicos. Tienen un carácter relacional: la configuración de un bloque social o un campo sociopolítico se genera por la diferenciación social, cultural y política frente a otro (u otros).
El aspecto fundamental de la investigación sobre las clases o capas y grupos sociales en cuanto sujetos colectivos, de su papel como actor o agente social, debe empezar por el análisis de ese comportamiento sociopolítico de cierta polarización y su interpretación a la luz de sus valores o su cultura en determinado contexto.
Aquí, para definir el marco teórico, desechamos el enfoque determinista, dominante en muchos ámbitos, sociopolíticos y académicos, de partir de la situación material de la población, su situación objetiva, para deducir su conciencia social, sus condiciones subjetivas y, por tanto, su identificación de clase y su comportamiento social y político. La crítica a esta posición la expresa bien Thompson en esta larga y clarificadora cita:
Clase es una categoría ‘histórica’… Las clases sociales acaecen al vivir los hombres y las mujeres sus relaciones de producción y al experimentar sus situaciones determinantes, dentro del ‘conjunto de relaciones sociales’, con una cultura y unas expectativas heredadas, y al modelar estas experiencias en formas culturales… El error previo: que las clases existen, independientemente de relaciones y luchas históricas, y que luchan porque existen, en lugar de surgir su existencia de la lucha (Thompson, 1979: 38).
El determinismo, como decíamos, es un idealismo. Hace depender el proceso histórico de una causa explicativa, cuando la realidad es más compleja, multicausal e interactiva. El determinismo economicista, por mucho que priorice un factor material (las relaciones económicas y productivas) y su papel determinante en el desarrollo del resto de las relaciones sociales, es también idealista. Sustituye el análisis concreto, empírico, de la gente, de los pueblos o las clases sociales, en el que se combinan los diferentes componentes y tendencias sociales, por la aplicación de leyes generales abstractas que no facilitan la compresión de la realidad sino que la distorsionan. Es lo que le ha pasado al estructuralismo más dogmático de Althusser, de amplia influencia en la izquierda comunista europea. Explica también su dificultad para analizar y adaptarse a los cambios reales de estas últimas décadas, particularmente con los procesos de los nuevos movimientos sociales, de las nuevas energías populares por el cambio social y político. La utilidad y la credibilidad política y científica de ese marxismo, funcional para el estalinismo, como ya vaticinaba Thompson (1981), ha entrado en crisis, incluso como forma de legitimación de los supuestos representantes de la clase obrera.
Pero de un tipo de determinismo economicista (idealista), a veces, se ha pasado a otro idealismo, incluso en el llamado post-estructuralismo o postmarxismo, en que se desprecia las realidades materiales de la gente y las estructuras económicas, medioambientales o de seguridad y se sobrevalora el papel transformador de las ideas o la subjetividad individual. Es la posición culturalista, dominante en el último Touraine (2005; 2009; 2011) o en la discursiva de Laclau (2013), ambas como reacción a su posición estructuralista anterior, pero con la continuidad de un enfoque idealista, aunque de distinto signo. Por tanto, habrá que reafirmar el realismo analítico y desechar el determinismo, integrando la pugna de intereses y los conflictos de valores de la gente en una visión más relacional y dinámica:
Cada contradicción es tanto un conflicto de valor como un conflicto de intereses; que en el interior de cada ‘necesidad’ hay un afecto, una carencia o ‘deseo’ en vías de convertirse en un ‘deber’ (o viceversa; que toda lucha de clases es a la vez una lucha en torno a valores; y que el proyecto del socialismo no viene garantizado por NADA –por supuesto no por la ‘Ciencia’ o el marxismo-leninismo–, sino que solo puede hallar sus propias garantías mediante la ‘razón’ y a través de una abierta ‘elección de valores’ (Thompson, 1981: 263).
En conclusión, se ha abierto una nueva etapa sociopolítica. El cambio se conforma con la suma e interacción de tres componentes: 1) La situación y la experiencia popular de empobrecimiento, sufrimiento, desigualdad y subordinación. 2) La participación cívica y la conciencia social de una polarización (social y democrática) entre responsables con poder económico e institucional y mayoría ciudadana. 3) La conveniencia, legitimidad y posibilidad práctica de la acción colectiva progresista, articulada a través de los distintos agentes sociopolíticos y la conformación de un electorado indignado, representado mayoritariamente por Podemos y sus aliados.
Transversalidad e importancia de los valores igualitarios y democráticos
Consideramos positivo y necesario algo de doctrina, normativa, estrategia, ideas y valores o propuestas políticas que enlacen con la cultura ciudadana (o conciencia social) y una actividad articuladora de élites o representantes ‘populares’ (en la tradición marxista eran vanguardias). Los grandes valores o ideas clave (igualdad, libertad, solidaridad, democracia, laicismo…) de la historia ilustrada y la mejor izquierda democrática reflejan el esfuerzo colectivo y el proyecto transformador de amplias capas populares, forman parte de su experiencia y su cultura para cambiar las dinámicas de fondo de desigualdad, dominación y subordinación. No son significantes vacíos sino componentes fundamentales de un proyecto emancipador-igualitario, elementos de identificación para construir un ‘pueblo’ liberado de las oligarquías autoritarias.
La construcción de un sujeto sociopolítico, su identificación como pueblo (libre e igual), está ligada a su propio comportamiento y su experiencia articuladora del conflicto… por la igualdad y la libertad… frente a las oligarquías y el autoritarismo. En ese sentido, es similar y recoge las mejores tradiciones democráticas, igualitarias y emancipadoras de las izquierdas y otros movimientos de liberación popular. Están justificadas las reservas a la denominación ‘izquierda’ (política) al estar asociada a la última evolución socioliberal de la socialdemocracia (o al autoritarismo de los regímenes del Este).
Pero como dice Mouffe (2015), aludiendo a Bobbio, el valor de la igualdad es clave como identificación de la izquierda. Es una seña de identidad diferenciada del populismo de ‘izquierda’ frente al populismo de ‘derecha’. No hay ‘un’ populismo; sus rasgos comunes son lo secundario, y algunos de ellos similares a los de otras corrientes políticas. Hay, como mínimo, dos populismos, diferenciados por lo sustancial, su significado ético-político: democrático-igualitario o autoritario-segregador. Y el llamado populismo de izquierdas (al igual que la izquierda social) debe basarse en la igualdad, en la defensa de los derechos políticos, civiles, sociales y laborales de las mayorías populares.
El problema que tiene esa teoría populista es que, precisamente, debe construir un relato, un mito, para profundizar en la trayectoria igualitaria-emancipadora, de las mejores experiencias democráticas y populares. Dicho de otra forma, el eje izquierda/derecha, en cuanto a identificación política, es confuso, ya que incorpora dos realidades contraproducentes para una dinámica democrática y de igualdad: el giro socioliberal o centrista de la socialdemocracia y la tradición autoritaria de los regímenes comunistas del Este. Mucha gente asocia esa referencia izquierda (social) a una posición progresiva en la política económica y fiscal y defensora de los derechos sociales y laborales y el Estado de bienestar. Y es bueno que por ello se auto-ubique ideológicamente en la izquierda.
No obstante, es positiva la ‘transversalidad’ respecto de esa denominación como cuestión determinante en la identificación política y electoral. La cuestión es que no es irrelevante la identificación político-ideológica de la gente en torno al eje de fondo igualdad/desigualdad o, si se quiere, intereses de los de abajo y los de arriba, o bien, de la democracia y la oligarquía. En estos campos no es adecuada la transversalidad, como indefinición o posición intermedia entre los dos polos. La apuesta por un polo está clara: la igualdad, los de abajo, la democracia. Muchas personas pueden estar menos ‘ideologizadas’ en esos aspectos. Pero la línea de identificación alternativa pasa por su posicionamiento en esos campos democráticos-igualitarios frente a los grandes poderes regresivos. Es lo que en el actual proceso de indignación se ha conformado, superando, las viejas representaciones de las élites socialistas, liberales o comunistas.
Es fundamental la conformación ‘ideológica’ o cultural de la gente en ese eje de contenido sustantivo, hacia los valores y actitudes de un polo del conflicto (igualdad, libertad, democracia, intereses y demandas de la gente) y frente a otro (desigualdad, dominación, autoritarismo, privilegios de las oligarquías). En estos planos es negativa la transversalidad como indefinición ante ellos, eclecticismo o posición intermedia; al contrario, es positiva la educación y la identificación cívica con esos valores y estrategias fundamentales, basadas en los derechos humanos, la justicia social o la emancipación.
Eso quiere decir que la construcción de un sujeto emancipador (el pueblo) no se puede disociar de esa experiencia social y esa cultura igualitaria y democrática. La construcción del ‘pueblo’ no se puede quedar en la afirmación de un mecanismo identificativo (la polarización con el adversario) o el llamamiento a la importancia de los mitos y relatos, desconsiderando los intereses y demandas de la gente en la contienda política y su papel y significado.
Por ejemplo, una sobrevaloración del papel del discurso es la afirmación de P. Iglesias en el programa de TV La Tuerka, sobre Podemos y el populismo (noviembre de 2014): La ideología es el principal campo de batalla político. Por supuesto, es importante la batalla de las ideas, la hegemonía cultural y por el ‘sentido común’. Podemos ha conseguido ser reconocido como su representación política por una gran parte de la ciudadanía indignada. Y en ello ha tenido un papel central su discurso y su liderazgo. Sus propuestas han conectado con la experiencia y las aspiraciones de gente descontenta, han sabido presentarse como cauce institucional de esas demandas y se ha modificado el sistema político.
No obstante, esa base social, en gran medida, estaba ‘construida’, incluso con sus ideas clave, o sea, con una hegemonía cultural: más democracia, menos recortes y más derechos sociales (igualdad). La conformación de ese nuevo campo político ha sido posible por la masiva pugna sociopolítica de la ciudadanía activa española, democrática en lo político y cultural y progresista en lo social y económico, frente a las graves consecuencias de la crisis económica y las políticas de austeridad de las direcciones del PSOE y luego del PP, que habían quedado desacreditadas. El sentido común básico de justicia social y democratización, junto con el apoyo a dinámicas de cambio de progreso, ya estaba asumido por amplios sectores de la ciudadanía indignada. Su cultura, su relato y su identificación dentro de la polarización política (la gente descontenta frente a los poderosos) ya estaban asumidos por millones de personas y reafirmados por esa experiencia popular.
El nuevo paso del fenómeno Podemos (y confluencias) ha consistido en crear una nueva élite política como cauce de ese proceso popular y esas demandas cívicas, con suficiente representatividad y credibilidad. Ello permite promover y visualizar el cambio institucional, ofrecer nuevas oportunidades de cambio social y político y reforzar ese campo o sujeto sociopolítico. Esa tarea específica de representación política desborda el ámbito ideológico y, aun con el componente cultural aludido, es fundamentalmente político-institucional.
La formulación por el líder de Podemos de esa frase genérica de carácter teórico podría tener solo un carácter retórico (dentro de una campaña mediático-electoral prolongada) y convivir con una estrategia política más realista, como se puede deducir de su otra fuente de inspiración, la serie Juego de Tronos con su pragmatismo maquiavélico de las relaciones de poder. Pero, la prioridad jerárquica y determinante de esa expresión, precisamente para todo el periodo anterior y posterior, tiende a infravalorar, como si fuera secundario, el campo propiamente de las relaciones sociales y los conflictos políticos: el proceso real de construcción de ese movimiento popular; la articulación del amplio electorado indignado; el cambio del sistema político e institucional y la propia delegación ciudadana en unas élites representativas; así como las pugnas ciudadanas por sus intereses y demandas sociales, económicas y democráticas. Son aspectos políticos, socioeconómicos e institucionales que están pasando a un primer plano, como el propio P. Iglesias reconoció en el debate de investidura, y que tras el 26-J van a adquirir todavía una nueva y mayor dimensión en el campo de batalla político y europeo.
Papel del discurso y hegemonía
Antes hemos comentado una cita de I. Errejón, revalorizando el papel de los mitos frente a los intereses materiales. Veamos otro ejemplo: En la política las posiciones y el terreno no están dados, son el resultado de la disputa por el sentido (Errejón y Mouffe, 2015: 46). Es cierto que las posiciones políticas no son ‘naturales’ ni están predeterminadas por condiciones ‘objetivas’; están conformadas y sujetas a cambio por el comportamiento de la gente y los distintos sujetos activos. La cuestión es que son resultado no solo de la disputa por el sentido, sino por la pugna en las relaciones de fuerza y de poder, además y en conexión con la legitimación social o hegemonía cultural.
La acción por la hegemonía político-cultural o ideológica es importante. Aunque ya hay alusiones en el propio Marx, ese concepto lo ha desarrollado Gramsci (1978; 2011) y, ahora, Laclau (2013, y junto con Mouffe, 1987). Ambos resaltan la cultura nacional-popular, aunque con planteamientos distintos. Digamos que en la construcción del ‘pueblo’, el primero conserva un enfoque ‘determinista’ (posición objetiva de las clases sociales, lucha de clases) sobre el papel de eje hegemónico de la clase trabajadora, y el segundo, defiende una mirada ‘constructivista’ (discursos, significantes vacíos) en la configuración identitaria y hegemónica de ese pueblo.
Los cambios culturales y de mentalidad son fundamentales para las fuerzas progresistas cuya capacidad transformadora depende más del tipo de subjetividad, valores e ideas incorporados por las capas populares para desarrollarlos como capacidad de cambio social y político. No lo son tanto para los poderosos y las élites dominantes que cuentan con el control de los recursos económicos e institucionales, aunque también se vean influidos por el grado de legitimidad pública o consenso representativo respecto de su poder o el orden desigual existente. Desde una óptica popular, el cambio cultural precede, se combina y se refuerza con el cambio sociopolítico y de las estructuras económicas y sociales, con la experiencia cívica compartida en el conflicto social frente a unas relaciones de dominación. Como dice Thompson (1979: 38), los sujetos sociales surgen de la lucha sociopolítica, de su vida y experiencia en el conjunto de relaciones sociales, modeladas por su cultura.
Por otro lado, el discurso articulador de un proceso igualitario-emancipador no se construye con significantes vacíos, funcionales solo para cohesionar a la gente y ganar hegemonía. El sentido de esos significantes y la orientación de su papel constructivo son fundamentales. Y esos valores son clave para definir el camino y el proyecto. El asunto es que esos grandes objetivos globales y transformadores hay que rellenarlos con estrategias, programas y relatos y, sobre todo, con una experiencia popular, participación democrática o articulación masiva en el conflicto social y político… emancipador-igualitario.
El término izquierda además de confuso (ampara élites y actuaciones regresivas y prepotentes) es restrictivo (deja fuera a gente progresista, democrática y anti-oligárquica). La palabra ‘izquierda’ se puede resignificar, según propone Mouffe (2015), particularmente en el ámbito de la izquierda social, donde su significado está más asociado a la experiencia popular europea de tradición democrática y defensora de los derechos sociales y laborales de las capas populares, el papel de lo público y el Estado de bienestar. Pero en el campo político-institucional es más dificultoso, dada la deriva socioliberal de la socialdemocracia y su ambivalencia.
No obstante, sigue siendo positiva y fundamental la tradición igualitaria, emancipadora y solidaria de la(s) izquierda(s) democrática(s) europea(s), aunque no exclusiva de las mismas. La solución es triple: superar, renovar y reforzar elementos de esa tradición de izquierdas. Y, específicamente, levantar un nuevo relato, una nueva aspiración, con una nueva denominación. Pero no es suficiente una alternativa procedimental (polarización, hegemonía) o sociodemográfica (abajo/arriba). Debe incluir, para fortalecer su sentido democrático, emancipador e igualitario, esos valores ilustrados, progresistas y de izquierda y adecuarlos a la tarea de construcción de un movimiento popular (nacional-solidario) progresivo, es decir, cuya expresión enlace con sus demandas y aspiraciones de progreso. Ese ideario-proyecto está por desarrollar.
Es fundamental un discurso o un pensamiento crítico que, conectado a la experiencia democratizadora, de oposición a los recortes sociales y defensa de los derechos y demandas populares, pueda favorecer la construcción de una identificación popular democrática-igualitaria. Dicho de otro modo, el perfil del nuevo sujeto popular y cívico debe basarse en la igualdad y la democracia, aunque se distancie de determinadas posiciones ideológicas, completas y cerradas, de las izquierdas (u otras corrientes), hoy contradictorias y superadas o, bien, se acerque a otras tradiciones, algunas de la propia izquierda democrática, social o política. Se trata de profundizar el republicanismo cívico y el carácter social-igualitario de la democracia.
En definitiva, en la construcción de la identidad ‘pueblo’, hay que combinar los dos planos –intereses (populares) y discursos (emancipadores)– de la experiencia popular y la cultura cívica, junto con la afirmación (no la indefinición) del primer polo, progresivo, de cada eje: abajo / arriba; igualdad / desigualdad; libertad / dominación; democracia / oligarquía; solidaridad / segregación.
Bibliografía
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[Antonio Antón es profesor de Sociología de la Universidad Autónoma de Madrid y autor de Movimiento popular y cambio político. Nuevos discursos (ed. UOC)].
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