La política electoral, si bien no debe desestimarse, no puede ubicarse en el centro de ninguna acción política radical seria, orientada a cambiar las instituciones que sustentan el sistema político, desmantelar las ideologías hegemónicas y fomentar el tipo de conciencia de masas en que habría de basarse un cambio social y político desesperadamente necesario.
Rafael Poch
La construcción europea es una casa de locos
Los gestores del europeísmo no saben cómo salir del manicomio
¿Qué es el europeísmo? Obviamente ya no es lo que los eurócratas venían diciendo. Para el sentido común de la gente normal “Europa” ya es sinónimo de deterioro de las condiciones de vida (recortes del estado social y precariedad) y de la impotencia que se deriva de la ausencia de soberanía nacional. Si quieres cambiar las cosas, es inútil actuar en tu país porque las decisiones vienen de “Europa”, una instancia inapelable y situada más allá de todo voto y soberanía.
La primacía del derecho europeo sobre el derecho nacional es una curiosa prisión. “No puede haber opción democrática contra los tratados europeos”, dijo el año pasado Jean-Claude Juncker, presidente de la Comisión. Es una construcción legal, pero no legítima porque fue establecida por el propio derecho europeo. Es un golpe de mano autocrático que ha sido tejido a lo largo de décadas entre la general indiferencia del público y que se impone sobre edificios nacionales que, con todas sus imperfecciones son resultado de ese juego institucional que llamamos “democrático”, es decir basado en la división de poderes, la elección, etc.
Hoy toda la construcción europea es una casa de locos. El europeísmo se ha vuelto loco. Nadie, ni en la izquierda ni en la derecha, sabe cómo salir del enredo del euro, cómo salir de la austeridad que conduce, en el mejor de los casos, a un estancamiento deflacionario a la japonesa, así que se sigue con lo mismo. ¿Cómo salir de la gran irracionalidad de este manicomio? Claro que hay una lógica en esta irracionalidad: maximizar el beneficio, supeditar lo político a lo financiero y demás, pero es obvio que no es sostenible. Es una lógica loca.
La analogía con los años setenta en la URSS, cuando se sentaron las bases de la autodesintegración del superestado de matriz rusa, es directa. Por más que la eurocracia no sueñe en secreto con ningún socialismo, como era el caso de aquella podrida estadocracia soviética que soñaba con privatizar sus dominios y hacerse con patrimonios heredables, la cuestión de la sostenibilidad de todo el asunto es manifiesta. ¿Cómo se ha podido llegar a eso? Treinta años nos contemplan. Salvo contadas excepciones, dos generaciones de periodistas y expertos en Bruselas han sido incapaces de explicarlo.
Todo esto viene a cuento de la actual revuelta francesa contra el proyecto de reforma laboral que el gobierno francés quiere imponer por decreto, a falta de mayoría en la sociedad y en el Parlamento.
Fue el 12 de septiembre del año pasado. Recién derrotada Grecia, que acababa de tragarse, en julio, algo mucho peor que lo que su gallardo referéndum había rechazado con el 62% de los votos. Y lo dijo en París el ex ministro griego Yanis Varufakis, en la Fiesta de L’Humanité: “Grecia es un laboratorio de la austeridad donde el memorándum se ha puesto a prueba antes de ser exportado. Todo lo que se ha experimentado con Grecia tiene en realidad a Francia en el punto de mira. La estrategia del gobierno alemán es alcanzar el dominio supremo sobre el presupuesto francés”, dijo.
El contenido de la reforma laboral francesa es trabajar más, cobrar menos, precarizar, dar más poder a las empresas y menos a los sindicatos. La indignación se dirige contra el gobierno francés, pero en realidad, Hollande y Valls, no hacen más que aplicar la lógica del europeísmo; la loca lógica de los tratados europeos, de la llamada “estrategia de Lisboa” y del euro.
Todo lo que la reforma laboral francesa contiene se desprende, literalmente, de directivas europeas, como ha explicado Coralie Delaume en un blog de Le Figaro «Las Grandes Orientaciones de Política Económica» (GOPE) y otros documentos de la Comisión marcan para la Francia del 2016; el “exceso de sus costes salariales” (cuando aquí en la seguridad social y en la enseñanza se gana menos que en España en términos reales) y de las cotizaciones patronales; el exceso del salario mínimo, la necesidad de reducir las “rigideces” del mercado de trabajo, etc., etc.
“La reforma del derecho laboral deseada e impuesta por el gobierno de Valls es lo mínimo que hay que hacer”, dice ahora Jean-Claude Juncker. Así lo impone el derecho ilegítimo de los tratados europeos, cuyo mandato ha sido tres veces rechazado en las urnas; en Francia y Holanda en 2005, y en Grecia en julio de 2015.
De todo esto se deduce que a la actual protesta francesa le falta poner el acento en una cosa a la que los franceses son, seguramente, los más sensibles de Europa: la reivindicación de la soberanía nacional robada, que es uno de los principales ingredientes del latente malestar francés. Solo recuperando las diversas soberanías nacionales, podría replantearse el “proyecto europeo” sobre bases ciudadanas, en caso de que valga la pena, es decir en caso de que pueda aportar algo a los retos del siglo.
Sea cual sea el resultado de la actual contestación francesa, las raíces estatales-nacionales de la libertad y la democracia, particularmente fuertes en Francia, hacen muy difícil que el robo de soberanía que practica el europeísmo no tenga consecuencias rebeldes.
[Fuente: «Diario de París», La Vanguardia]
29 /
5 /
2016