¿Cómo viven los vivos con los muertos? Hasta que el capitalismo deshumanizó a la sociedad, todos los vivos esperaban la experiencia de la muerte. Era su futuro final. Los vivos eran en sí mismo incompletos. De esa forma vivos y muertos eran interdependientes. Siempre. Sólo una forma de egotismo extraordinariamente moderna rompió esa interdependencia. Con consecuencias desastrosas para los vivos, ahora pensamos en los muertos en términos de los eliminados.
Albert Recio Andreu
La Europa de los mercados y la ciudadanía
Cuaderno de incertidumbre: 7
I
Europa fue una esperanza. Cuando menos, para gran parte de la población española que vivió el tardofranquismo. En la transición, el proyecto europeo fue el punto de encuentro de las dos corrientes contradictorias que modelaron el proceso. La corriente democrática, la que se expresaba en las movilizaciones y en los votos a la izquierda, la que pugnaba por conseguir derechos sociales, condiciones laborales dignas, oportunidades de progreso social. Y la corriente neoliberal, la que diseñaban los centros de poder económico, la que planteaba la liberalización y la internacionalización de la economía. Y es que los países centrales de la Unión Europea parecían haber conseguido un complejo equilibrio entre una eficiente economía capitalista y un estado de bienestar que garantizaba amplios derechos sociales.
El arrollador triunfo del PSOE en 1982 y su larga hegemonía política descansaron en que era la fuerza que mejor supo encarnar este contradictorio planteamiento. Y lo aplicaron con unas medidas que combinaron políticas neoliberales en muchos ámbitos con una tímida, pero no desdeñable, expansión de los derechos sociales. Una hegemonía que alcanzó incluso para colar sin casi debate la aceptación del Tratado de Maastricht, lo que marcó el inicio de una nueva fase europea y la práctica eliminación de cualquier proyecto social a escala continental.
La respuesta europea a la crisis ha acabado por hacer añicos aquel espejismo. En lugar de esperanza, en muchos países Europa es percibida como una amenaza.
II
El núcleo de problemas se encuentra en las instituciones económicas, así como en los intereses y concepciones que las han diseñado. Muy especialmente en la zona euro, pero también más allá.
Se ha producido la integración en un espacio económico de países con un muy diferente potencial económico —en tipo de empresas, en especialización productiva, en nivel tecnológico, en tamaño del mercado— sin incluir verdaderas políticas de solidaridad ni mecanismos de cooperación y reequilibrio. Imponer una moneda única fuerte (hasta no hace poco el euro se cotizaba un 25% por encima del dólar) a países con una economía atrasada era una apuesta por la desindustrialización de los mismos o por su conversión en colonias del centro, en base a bajos salarios y ausencia de políticas sociales generosas. De hecho, Alemania ya había experimentado una década antes lo que significaba unificar territorios diferentes bajo una moneda fuerte; el territorio de la antigua RDA aún no se ha recuperado del desmantelamiento de su base productiva. Y Alemania fue durante largo tiempo un país con muchos problemas, e incumplió las normas que había impuesto a sus socios. Darle total autonomía al Banco Central Europeo sin fijarle otro objetivo que el control de la inflación es orientar las políticas de los países menos desarrollados hacia la devaluación competitiva. No contar con un mínimo presupuesto comunitario que permita capear los temporales y promover un desarrollo del conjunto es garantizar problemas para muchos países, también para el conjunto de la unión.
Todo esto se dijo antes de Maastricht, antes del Euro. Por desgracia, los agoreros tenían razón. Dotar a la competencia de un status superior, respecto a otros valores y objetivos, es favorecer un desmantelamiento de derechos sociales, de control democrático. Y ello con el objetivo, éste sí totalmente quimérico, de alcanzar los modelos teóricos del mercado en competencia perfecta. Pero el fracaso del diseño no ha significado ninguna rectificación. El diseño sigue funcionando implacablemente caiga quien caiga. Los nuevos tratados en vías de elaboración —el TTIP, el TISA— no harán sino ampliar la sinrazón y la dictadura económica neoliberal sin aportar soluciones a la mayoría de la población.
III
Los acontecimientos de los últimos meses muestran claras evidencias del fracaso de la UE a la hora de construir un espacio de economía capitalista decente. La oleada de refugiados por las guerras ha bastado para que quede tocado una de los pilares del proyecto europeo: el derecho a la libre circulación y el derecho de asilo. Se ha dado una vuelta de tuerca a las restrictivas políticas migratorias y al indecente tratamiento de los flujos migratorios provenientes del sur. Y el derecho de asilo ha quedado en mero papel mojado. La confiscación de bienes a los refugiados y los campos de refugiados nos retrotraen a imágenes del pasado europeo más ignominioso.
El acuerdo con el Gobierno de Cameron para evitar el Brexit, por su parte, es una nueva estación de este calvario de los derechos humanos. Con tal de mantener el mercado abierto, se aprueban nuevas restricciones a los derechos sociales. Y se mantiene un status de privilegios para la City londinense, el gran centro coordinador de la depredación financiera mundial. Es la misma lógica que impide eliminar los numerosos paraísos fiscales existentes en el interior de la Unión (Luxemburgo, Holanda, Irlanda, Bélgica…). Más o menos, el “todo por la pasta”. Un todo del que es excluida una gran parte de la misma población local.
IV
Lo peor de todo es el proceso que está conduciendo a esta nueva regresión. Si la restricción de derechos se planteara en términos de “lucha de clases”, como es el caso los programas de ajuste aplicados en muchos países, tendría bastantes probabilidades de éxito una propuesta como la de “Democracy in Europe”, promovida por personalidades como Varoufakis y respaldada por sectores de la izquierda. El problema es que esta regresión se plantea en términos de intereses nacionales frente a la burocracia europea, o de mero mecanismo de defensa de lo nacional frente al exterior. El populismo de derechas ya ha triunfado en diversos países —Hungría y Polonia son los casos más evidentes— y avanza con fuerza en muchos otros. El temor al extranjero que se viene a aprovechar de nuestros servicios, a quitarnos el empleo, es otra versión del apoyo que tienen en los países del norte las políticas de austeridad que se aplican en el sur. Y la extensión de estos miedos constituye la base política sobre la que se dinamita lo positivo que podía tener un proyecto de unificación europea.
Hay en toda esta reacción una mezcla contradictoria de causas. De una, el impacto que en todas partes tiene el modelo de capitalismo desregulado a escala global. El desempleo, la inseguridad económica y laboral, los recortes en los servicios públicos, el bloqueo de la movilidad social, etc. generan un malestar creciente frente a unas políticas y unos gobernantes que una y otra vez se han mostrado, cuando menos, incompetentes o, cuando más, directamente responsables al no controlar los excesos del capitalismo. Pero si este desastre social no se traduce en demandas reformistas anticapitalistas (aunque sea en su versión más reformista) es porque al mismo tiempo opera en todas partes el elemento nacionalista.
El nacionalismo tiene en todos los territorios un largo recorrido. El estado-nación ha sido por mucho tiempo el contenedor institucional de la actividad económica, el espacio donde se ha desarrollado efectivamente la lucha de clases y donde se han consolidado instituciones que protegían a la gente de los peores efectos del capitalismo. Ha sido también el espacio en el que se ha formado la cultura política de mucha gente (aunque sea con elementos tan tontos como el del deporte de competición). Para mucha gente traducir sus vivencias en clave nacional es más fácil que hacerlo en clave de clase social internacional. Y la política europea diseñada como una política de competencia entre territorios no ha hecho sino reforzar esta cultura de lo nacional. Ello explica por qué el populismo excluyente tiene tanta capacidad de atraer, sobre todo cuando enfrente no existe una cultura cosmopolita asentada en movimientos u organizaciones sociales, ni tampoco una propuesta clara de cómo enfrentarse a la crisis del neoliberalismo y construir otro marco de relaciones sociales.
Los males de Europa los ha provocado el capitalismo global y las políticas neoliberales. Pero la respuesta social en clave xenófoba está provocando que una parte de la ciudadanía de a pie apoye movimientos y propuestas que no hacen más que agravar el mal y bloquear una salida progresista de la crisis europea.
V
La necesidad de crear un movimiento transnacional que abogue por una salida diferente es innegable. En este sentido, la propuesta de Varoufakis es oportuna y merece tener éxito. Aunque no está claro que la cuestión de salvar a Europa sea algo que realmente atraiga a la gente alejada de una política europea que en muchos países ha reforzado los males del capitalismo y donde se han reforzado los nacionalismos localistas. Por ejemplo, es difícil que se convenza a millones de alemanes de que la eliminación de parte de la deuda del Sur de Europa va en su propio beneficio. Un movimiento contra las políticas actuales debe ser, al mismo tiempo, anticapitalista y antinacionalista. Pero debe ser también un proyecto de construcción de futuro, de un nuevo horizonte donde gente de muy diversos orígenes sienta efectivamente que tiene un objetivo común. Y esto no se improvisa, ni, mucho menos se construye en cuatro días.
Todo ello requiere combinar a la vez una explicación diferente de la dominante del proceso que ha llevado hasta aquí, de la naturaleza de los problemas cotidianos de millones de personas, de cuáles son los problemas básicos a los que hacer frente, de qué propuestas políticas activar. Requiere construir discurso y organización. La crítica a la política europea es una parte sustancial, pero debe también incluir un análisis crítico de las nuevas formas organizativas e institucionales del capitalismo actual; la precariedad, la deslocalización competitiva o la financiarización no son sólo un producto europeo. En los desafíos no está solamente el de construir una Europa diferente. La crisis ecológica y los procesos migratorios provocados por las desigualdades planetarias y por la propia crisis ambiental exigen plantear un proyecto civilizatorio inclusivo a escala global.
Y es por ello que la solución no se puede limitar a una reedición de políticas expansivas keynesianas (aunque éstas pueden tener sentido en algunos casos), sino que debe plantearse una propuesta factible de reconducción hacia una sociedad sostenible. Y aunque el discurso esté bien elaborado, sin organización nada va a ser factible. No pongo en duda que en la propuesta del nuevo movimiento ya hay implícitas alguna de estas cuestiones. Pero sin afrontarlas claramente, con urgencia y con tesón, tomando consciencia de que se trata de una lucha de largo alcance que difícilmente conseguirá resultados a corto plazo, corremos el riesgo que vuelva a ser la enésima repetición de experiencias efímeras que tantas veces hemos experimentado los últimos años. Cambiar una sociedad nunca ha sido fácil. Y evitar que el derrumbe de un proyecto fallido como el europeo no se convierta en una regresión social aún mayor es un desafío que exige articular todas las fuerzas y las inteligencias alternativas que hoy andan dispersas en uno y mil proyectos fragmentados.
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2 /
2016