La política electoral, si bien no debe desestimarse, no puede ubicarse en el centro de ninguna acción política radical seria, orientada a cambiar las instituciones que sustentan el sistema político, desmantelar las ideologías hegemónicas y fomentar el tipo de conciencia de masas en que habría de basarse un cambio social y político desesperadamente necesario.
Traficants d´ànimes
Pòrtic,
Barcelona,
383 págs.
Ramón Campderrich Bravo
No puede cabernos en la cabeza que siendo Dios un ser infinitamente sabio, haya dado un alma, y sobre todo un alma buena, a un cuerpo totalmente negro.
Montesquieu, Del espíritu de las leyes, cap. IV, libro XV
Existe a día de hoy una amplia historiografía acerca de la esclavitud moderna y contemporánea que consta de cientos de libros y miles de artículos científicos. Esta historiografía se ha centrado principalmente en dos fenómenos históricos del mayor calado: el papel del comercio atlántico de esclavos en la formación del capitalismo en los siglos XVII y XVIII y el movimiento abolicionista antiesclavista iniciado en el último cuarto del siglo XVIII, el cual contribuyó poderosamente a poner fin a la propiedad legal de unos seres humanos sobre otros en América en el último cuarto del siglo XIX —a esclavitud acabó allí con su abolición en Cuba (1880) y en Brasil (1888)—. En contraste con esa justificada atención prestada a esas dos cuestiones, un asunto extraordinariamente importante relacionado con la esclavitud en la edad contemporánea ha sido subestimado en gran medida por los historiadores hasta hace poco [1]: la trata ilegal transoceánica de esclavos en el período comprendido entre la primera ley británica que prohibió el tráfico de esclavos atlántico —aprobada en 1807— y las últimas capturas de barcos dedicados a ese infame tráfico, a finales de la década de 1860. No obstante la larga retahíla de tratados contra la trata firmados entre Gran Bretaña y los estados europeos y americanos a lo largo de seis décadas, más de dos millones y medio de personas procedentes del África occidental subsahariana fueron introducidas de contrabando en las plantaciones norteamericanas, caribeñas y brasileñas. Aunque reputados hombres de negocios, miembros de familias reales, propietarios de plantaciones, financieros, políticos, marinos y aventureros de las más diversas nacionalidades, británicos incluidos, participaron en dicho contrabando y se beneficiaron de él, los franceses, portugueses, brasileños y españoles fueron quienes tuvieron un mayor protagonismo en la trata.
El ensayo del antropólogo barcelonés Gustau Nerín [2] se ocupa de la implicación de los españoles en el contrabando de esclavos africanos. La monografía de Nerín no pretende ser, sin embargo, un estudio completo de esa implicación, sino sólo de dos aspectos de la misma especialmente relevantes: la compra de esclavos africanos vía factorías dedicadas a este negocio en África y su transporte a las costas americanas. Queda, por tanto, aún pendiente de un estudio exhaustivo el fenómeno de los indianos esclavistas, esto es, de aquellos españoles y descendientes de españoles que se enriquecieron en el siglo XIX con la explotación de plantaciones trabajadas predominantemente con mano de obra esclava [3].
En 1817, Gran Bretaña impuso a la corona española un tratado contra el comercio de esclavos, tratado que fue renovado y ampliado en 1835. Al igual que los demás tratados bilaterales firmados entre Gran Bretaña y cada uno de los estados europeos y americanos en la primera mitad del siglo XIX —la excepción más relevante fueron los Estados Unidos, que vieron en un tratado así una inaceptable imposición de la antigua metrópoli—, los tratados de 1817 y 1835 contenían la prohibición dirigida a los nacionales y los buques españoles de tomar parte en el negocio del tráfico transoceánico de esclavos y conferían a la armada británica el derecho no recíproco de inspeccionar cualquier navío español (el llamado ‘derecho de visita’), así como la potestad de capturarlo si la autoridades británicas lo consideraban un barco negrero. Los tratados también creaban tribunales mixtos anglohispanos y un sistema de arbitraje para ‘juzgar’ los navíos interceptados, es decir, decidir qué hacer con ellos. Obviamente, este tipo de tratados no comportaba la abolición de la esclavitud dentro de las colonias europeas, incluidas las colonias británicas, en las cuales se mantuvo la esclavitud hasta la década de 1840, sino sólo la prohibición del tráfico internacional de esclavos. La esclavitud continuó siendo la base de las economías de plantación de las islas del Océano Índico y el Caribe —en lo que respecta a España, Cuba y Puerto Rico—, Brasil y el sur de los Estados Unidos hasta el último tercio del siglo XIX.
Tras la firma de los tratados contrarios al comercio de esclavos, se suponía que su suministro para la explotación de las plantaciones americanas y del Índico, una actividad estimada perfectamente legal por los británicos y, en cualquier caso, un asunto interno de cada estado conforme a las reglas del derecho internacional, se mantendría sin problemas gracias a la demografía, pues los hijos de los esclavos heredaban de sus padres la condición de esclavos, y las transacciones llevadas a cabo en los mercados locales. Sin embargo, el continuado crecimiento de la demanda de productos de plantación durante el siglo XIX (azúcar, algodón, tabaco, caucho, café, té, cacao…) hizo que el tráfico transoceánico de esclavos, ahora conducido en la clandestinidad, fuera un negocio muy lucrativo, a pesar de sus riesgos. El tráfico ilegal transoceánico de esclavos funcionaba más o menos de esta guisa: se instalaba una factoría esclavista en la costa africana, provista de instalaciones para el almacenamiento de los esclavos comprados y las mercancías con las que comprarlos; los reyes y jefes africanos vendían los esclavos a la factoría a cambio de esas mercancías [4]; se enviaba a los barcos negreros desde un puerto europeo o americano cargado con las mercancías utilizadas para el intercambio esclavista, eso sí, con una falsa indicación de su destino y naturaleza; los barcos se descargaban en la factoría, o cerca de la factoría, y los esclavos africanos comprados eran embarcados; finalmente, los esclavos eran desembarcados en playas poco controladas de América y llevados a las plantaciones cuyos dueños habían encargado el transporte de esclavos o vendidos a través de intermediarios en el mercado local haciéndolos pasar por nativos. Evitar los ataques de la armada británica constituía el principal desafío al que se enfrentaban los barcos y factorías negreras [5]. Como señala Nerín, un buen número de españoles, pobres y pudientes por igual, decidieron poseer factorías y buques negreros o trabajar en ellos, conforme a sus respectivas posibilidades, con el objeto de hacerse ricos o inmensamente ricos. Esos españoles sobre todo procedían, ellos o sus antepasados no caribeños, de las ciudades y pueblos costeros de Andalucía, País Vasco, Cataluña y las Baleares.
El lector puede encontrar en la investigación de Nerín una detallada y excitante narración de la vida y milagros de los ‘traficantes de almas’ del título, así que no es necesario detenerse aquí en este punto. Es de mucho mayor interés insistir ahora en algunas ideas esenciales acerca del decimonónico comercio transoceánico de esclavos apuntadas o sugeridas en el ensayo del antropólogo barcelonés, si bien en él no desarrolladas con la debida extensión. En primer lugar, es importante subrayar que el tráfico ilegal de esclavos de la primera mitad del siglo XIX era ya una actividad perfectamente globalizada, tan globalizada como pueda serlo cualquier actividad hoy en día. Por ejemplo: telas hechas en India se compraban en Inglaterra y se transportaban para adquirir esclavos a una de las factorías localizadas en Whydah (reino de Dahomey, Guinea oriental), donde un barco construido en Burdeos, con capitán español y una tripulación multinacional, esperaba a cargar, falsa bandera norteamericana ondeante, doscientos esclavos capturados en el corazón del África negra con destino a una playa cerca de Bahía (Brasil). Cierto, esta actividad globalizada no podía contar con las modernas tecnologías de la información, pero no por ello dejaba de ser tal.
En segundo lugar, el contrabando transoceánico de esclavos del XIX es un magnífico ejemplo de la estrecha relación entre economía legal y criminal tan característica del capitalismo (aunque no sólo de él). Los productos de plantación cosechados y recolectados por africanos ilegalmente mantenidos en situación de esclavitud en América eran objeto de comercio legal en los mercados europeos y americanos y las cuantiosas ganancias resultantes del tráfico ilegal de esclavos se transformaban en inversiones legales mediante el naciente sistema financiero mundial, como hacen en la actualidad los traficantes de drogas o armas.
En tercer lugar, la política antiesclavista británica y el movimiento abolicionista en que se sostenía ideológicamente son una sorprendente muestra de la ambigüedad del humanitarismo liberal de raíz ilustrada o, al menos, de las políticas que lo invocan. A primera vista, los partidarios de la esclavitud, los negreros, los dueños de las plantaciones y los estados que intentaban proteger sus intereses a espaldas de los ingleses son los villanos sin paliativos de la función, los abolicionistas y el gobierno de Su Majestad Imperial, con sus leyes, sus tratados y su flota, los abnegados héroes y las sociedades africanas las víctimas inocentes. Desgraciadamente —aunque por fortuna para quienes la estudian— la historia de las sociedades humanas es algo mucho más complejo. El gobierno británico instrumentalizó el movimiento abolicionista, con su aquiescencia, a efectos de conquistar el dominio de los mares frente a otros poderes europeos y extender su influencia política y militar a los cuatro continentes. Por consiguiente, sus esfuerzos a la hora de castigar a los negreros eran de todo menos desinteresados [6]. Por otra parte, los esclavos africanos, en su mayor parte, no habían sido secuestrados por europeos o americanos a resultas de ataques armados, como mucha gente cree, sino esclavizados por las elites aristocráticas africanas, que las vendían a los tratantes de esclavos de acuerdo con sus normas de moralidad positiva. No se debe olvidar que la esclavitud existía como institución legítima en África antes del contacto con los europeos. La anterior constatación no significa, por supuesto, que la demanda americana de esclavos no tuviera un nada desdeñable impacto en la evolución de la esclavitud en el África subsahariana, pues el incremento de esa demanda combinado con la codicia de las elites locales incitaron a estas últimas a emprender más guerras con la finalidad de conseguir más esclavos o a esclavizar a más personas con ocasión de las guerras que emprendían.
Por último, el ensayo de Nerín viene a recordarnos que el final de la esclavitud en América no equivalió al final del trabajo forzoso ni siquiera allí (no digamos ya en lugares como el Congo de Leopoldo II [7]). Muchos esclavos emancipados fueron obligados a permanecer en las plantaciones americanas en penosísimas condiciones, muy similares a las de su anterior esclavitud, en calidad de trabajadores ‘contratados’. Los ex esclavos no tenían derecho a rescindir sus contratos, que podían ser de por vida.
No quisiera concluir esta recensión sin recomendar a los nacionalistas catalanes más entusiastas la lectura del libro de Nerín. Buena parte de ellos parece profesar una religión cuyo primer dogma de fe afirma que la historia de Cataluña es una inmaculada experiencia de democracia avant la lettre, libertad y progreso, violentamente frustrada o corrompida por la viciosa influencia de la insensible cultura española o ‘castellana’ y que los catalanes siempre han estado entre las filas de lo mejor de la humanidad. El ensayo de Nerín acerca del comercio ilegal de esclavos del siglo XIX, lleno a rebosar de nombres y apellidos catalanes, les mostrará que la historia de los catalanes es de tonalidad gris oscura, como, por lo demás, la de cualquier otro grupo humano.
Notas
[1] Una excepción que merece ser destacada es la magistral historia del tráfico de esclavos obra de Hugh Thomas: The Slave Trade, Picador, Londres, 1997.
[2] A quien ya conocemos por su excelente Blanc bo busca negre pobre. Crítica de la cooperació i les ONG, La Campana, Barcelona, 2011.
[3] Entre los cuales destacaron, como es de dominio público, los indianos catalanes.
[4] En las costas de África oriental, con la intermediación de tratantes árabes o indios.
[5] En los dos primeros capítulos del libro de Nerín se puede encontrar una descripción de la trata ilegal. Estas líneas tienen como base dicha descripción.
[6] La ambivalencia ético-política del asunto no termina ahí. Muchos abolicionistas blancos, por no decir la mayoría, estaban embebidos de unos prejuicios racistas que ya anunciaban la futura ‘ciencia’ racial de la segunda mitad del siglo XIX en adelante. Dichos abolicionistas, por ejemplo, intentaban convencer a los propietarios de esclavos de la conveniencia de poner fin a la trata internacional con el siguiente especioso argumento: de continuar la trata, las sociedades de Norteamérica, el Caribe y Brasil experimentarían tal cambio demográfico que convertiría a los blancos en una exigua minoría a merced de un océano de negros, con independencia de su condición esclava o libre. En este mismo sentido, se puede señalar la diferente actitud de los abolicionistas blancos y de los negreros en cuanto a las relaciones interraciales. Estos últimos no tenían el menor reparo en mantener relaciones sexuales y hasta en casarse con africanas, lo cual, de paso, redundaba en unas mejores relaciones con los jefes y reyes proveedores de esclavos. Tampoco tenían problema alguno en reconocer como hijos legítimos a sus hijos mestizos, darles una educación esmerada, intentar introducirlos con todas las de la ley en las elites de las sociedades esclavistas y nombrarles herederos. Esta actitud para con los negros libres era impensable, algo verdaderamente repugnante, entre los abolicionistas blancos anglosajones, quienes solían opinar que los africanos no eran más que salvajes y la mezcla racial contraria a las leyes de la naturaleza. Sobre ello, véase el interesante trabajo de Marika Sherwood, After Abolition: Britain and the Slave Trade since 1807, I.B.Tauris, Londres, 2007.
[7] Imprescindible la lectura del libro de Adam Hochsschild, El fantasma del rey Leopoldo, Península, Barcelona, 2007.
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