La política electoral, si bien no debe desestimarse, no puede ubicarse en el centro de ninguna acción política radical seria, orientada a cambiar las instituciones que sustentan el sistema político, desmantelar las ideologías hegemónicas y fomentar el tipo de conciencia de masas en que habría de basarse un cambio social y político desesperadamente necesario.
Ramón Campderrich Bravo
¿Por qué leer «KL»?
Tengamos razón o no, tenemos que ganar. (…) Y cuando hayamos ganado, ¿quién nos preguntará por el método?
Hitler, en una conversación con Goebbels, junio de 1941
KL [*] es la primera historia completa del sistema de campos de concentración nazis. Desde el final de la Segunda Guerra Mundial, una innumerable serie de libros acerca de los más variados aspectos de los campos nazis ha visto la luz, pero no existía una síntesis detallada y profunda de la experiencia de los campos nazis en su conjunto con anterioridad a la aparición del trabajo de Wachsmann, por increíble que esto pueda parecer. Sin embargo, no es éste el único mérito del ensayo del historiador alemán, ni mucho menos. Su lectura no sólo es recomendable por la novedad acabada de apuntar que supone su aparición, sino también por otras razones. El objeto del presente escrito es ofrecer una aproximación a esas otras razones que hacen de KL una obra imprescindible para el conocimiento riguroso de la historia de los campos de concentración nazis, una historia que debería interesar a toda persona con un mínimo de sensibilidad.
La más relevante de dichas razones es la relativamente original perspectiva cronológica adoptada por el autor a efectos de organizar los resultados de su investigación. De esta manera, la historia de los campos de concentración no se presenta al lector como un ineluctable fenómeno estático preprogramado conforme a un plan ya establecido en sus trazos generales en Mi lucha, un defecto muy extendido entre las aproximaciones al nazismo desde el terreno de la ciencia política y la filosofía, sino como un complejo de acontecimientos dinámico y no predeterminado, aunque, desde luego, tampoco azaroso. Este modo de proceder permite tomar conciencia de las transformaciones experimentadas por el sistema de campos nazi durante los años treinta y cuarenta y del proceso de radicalización progresiva, con discontinuidades, que lo caracteriza.
Todavía tres lugares comunes o tópicos dominan el imaginario colectivo acerca de los campos de concentración nazis. Primer tópico: los campos de concentración nacieron con la Segunda Guerra Mundial; segundo tópico: los campos de concentración se crearon para la ejecución del Holocausto judío; y tercer tópico: los campos de concentración permanecieron inmutables a lo largo de su existencia. Los tres tópicos mencionados son, sencillamente, falsos, y así lo podrá comprobar con facilidad todo lector de la obra de Wachsmann gracias a su enfoque cronológico, como mostraré a continuación.
Los campos de concentración y su organización inicial (IKL, Inspektion der Konzentrationslagern) surgieron en 1933 como un instrumento de control político a través del terror, bajo la dirección de las SA durante los primeros meses tras su caótica fundación y, a partir de otoño de ese mismo año, de las SS. El decreto “para la protección del Pueblo y del Estado” de 28 de febrero de 1933, más conocido con el nombre de “decreto del incendio del Reichstag”, el cual suspendía los derechos fundamentales más importantes reconocidos en la constitución de Weimar y preveía la llamada ‘custodia protectora’ [1], constituía su base legal primordial [2]. Los primeros internos, encerrados en un campo improvisado cerca de la ciudad bávara de Dachau en marzo de 1933, eran militantes de los partidos comunista y socialdemócrata.
A mediados de los años treinta, los campos de concentración ampliaron su radio de acción a un variopinto conjunto de personas etiquetadas o bien de ‘asociales’ o ‘renuentes a trabajar’ [3] o bien de ‘criminales’. Todas ellas pasaron a engrosar la población de los campos, formada en un principio únicamente por los adversarios políticos. Entre los nuevos grupos de internos, se pueden destacar los siguientes: trabajadores desempleados de larga duración que rehusaban el servicio de trabajo obligatorio o llevaban recibiendo beneficios sociales desde hacía años, personas de ‘vida disoluta’ (vagabundos, mendigos, prostitutas, homosexuales, alcohólicos, adictos a drogas), criminales reincidentes, Sinti y Roma y testigos de Jehová. Por supuesto, no todas las personas que hubieran podido entrar en la categoría de ‘asociales’ o ‘criminales’, según la terminología nazi, dieron con sus huesos en un campo de concentración, pero todos ellos corrían el peligro de hacerlo y, ciertamente, muchos fueron internados. En esa época —mediados de los años treinta, para simplificar—, los líderes nazis no buscaban el asesinato sistemático de los internos. En lugar de matarlos, su objetivo esencial consistía en identificar a los supuestos ‘enemigos internos’ de la comunidad y purificar ésta mediante su separación temporal o exclusión permanente del resto del cuerpo social. Es una evidente muestra de este propósito la asignación estigmatizadora a cada tipo de interno de un color cosido en forma de triángulo a su uniforme a rayas. Así, los ‘criminales’ tenían que llevar en él un triángulo verde; los ‘asociales’, uno negro; a los homosexuales, les correspondía un triángulo rosa; a los ‘políticos’, uno rojo; los Sinti y Roma portaban el color marrón; los testigos de Jehová, uno púrpura [4].
Con el advenimiento de la Segunda Guerra Mundial en septiembre de 1939 y, en una medida aún mayor, con el inicio de la invasión de la URSS en junio de 1941, una dramática revolución sacudió los cimientos del sistema de campos hasta entonces existentes. Los campos se integraron en una gigantesca red de unos quince campos principales y cientos de campos satélites atestados de decenas de miles de internos registrados, quedando los prisioneros anteriores al comienzo de la guerra ampliamente superados en número por los ‘intelectuales’ y prisioneros de guerra polacos y soviéticos y los judíos europeos. Junto a este cambio en las dimensiones y composición del sistema de campos, se produjo una trágica transformación de sus fines. La finalidad central del KL pasó de la estigmatización y exclusión sociales a la aniquilación física en aras de la pretendida seguridad del pueblo alemán y las leyes de la ‘higiene racial’ (es decir, en aras de quiméricas razones eugenésicas [5]). Dicho con otras palabras, el KL devino un mecanismo de asesinato masivo mediante los más diversos procedimientos: inanición, agotamiento —’exterminio a través del trabajo’ en la jerga nazi—, enfermedades contagiosas extendidas por el hacinamiento y las rudimentarias instalaciones higiénico-sanitarias, fusilamientos, gaseado en camiones o cámaras y, como remate final, ‘marchas de la muerte’ de unos campos a otros en los últimos meses del conflicto mundial a medida que avanzaban los aliados. Fue durante los años de la guerra, en algún momento comprendido entre el verano de 1941 y el invierno de 1942, cuando se destinó algunos campos (en particular, Auschwitz-Birkenau, Chelmno/Kulmhof, Treblinka, Sobibor y Majdanek) al cometido del exterminio total de la ‘judería’ europea (la ‘solución final al problema judío’, en el siniestro lenguaje del racismo nazi). Tras una abrupta ralentización en la segunda mitad de 1943 y la primera de 1944, la maquinaria de exterminio en los campos volvió a funcionar a su máximo nivel en verano de 1944 para ‘procesar’ a la numerosa comunidad judía húngara, que hasta ese momento se había librado de la ejecución de los planes de exterminio nazis. La mayoría de las personas judías no fueron siquiera registradas, sino inmediatamente liquidadas en cuanto llegaban a los campos y sus cadáveres reducidos a cenizas en crematorios o en inmensas piras [6].
Una segunda razón por la cual la lectura de la obra de Wachsmann es aconsejable resulta de la claridad con que las funciones sociopolíticas del sistema de concentración en la Alemania del Tercer Reich se infieren del relato del historiador alemán, un asunto bastante postergado por los historiadores. Estas funciones ya han sido en buena medida anticipadas en los párrafos anteriores. Las dos funciones prioritarias efectivas de ese sistema fueron la de control social por medio del terror —la posibilidad de ser recluido en un campo por una conducta inapropiada en opinión de los dirigentes nazis constituía un riesgo constante— y la de cohesión interna vía identificación de un ‘enemigo interno’ y su exclusión social, esto es, la designación de un toda una gama de ‘chivos expiatorios’ sobre cuyas espaldas cargar la culpa de todos los males sociales y de todos los fracasos del régimen nazi. Éste, sin embargo, no se conformó con la marginación social o represión puntual del ‘enemigo interno’, algo relativamente frecuente en la historia de la humanidad, sino que llevó con una coherencia despiadada el fenómeno del ‘chivo expiatorio’ hasta la exclusión más radical y la aniquilación física (que, en el caso de los judíos, el enemigo por excelencia del pueblo alemán, debía ser total). Los KL estaban a cargo de estas tareas de exclusión radical y aniquilación. Una función subalterna específica dentro de esa función de cohesión social siguiendo métodos criminales consistía en el refuerzo de los lazos de lealtad entre la elite nazi, en particular, en el seno de las SS. Sus miembros practicaban una especie de moral invertida respecto a los supuestos y reales enemigos internos. La capacidad de ordenar, organizar y llevar a cabo los más desalmados actos de asesinato masivo de personas indefensas sin siquiera pestañear, lo que equivalía a romper con la moral básica común y acallar la mala conciencia asociada a la comisión de esos actos, fue juzgada una prueba de hombría, de virilidad, una manifestación de la moral de los ‘superhombres’. En realidad, esta moral ‘sobrehumana’ no era más que una moralidad mafiosa destinada a robustecer la cohesión grupa [7]. Una vez que todos y cada uno de los miembros de las SS tuvieran las manos manchadas de sangre, cabía esperar de ellos una inquebrantable fidelidad al liderazgo nazi hasta las últimas consecuencias.
El sistema de KL también tenía otras funciones subordinadas a las dos anteriormente indicadas. Así, los campos desempeñaron funciones económicas en un grado cada vez mayor, un aspecto sobre el cual la historiografía no ha insistido mucho. Los internos fueron empleados, con diferente intensidad según las fases de la historia de los campos de concentración, como mano de obra esclava, ya fuera para contribuir a la creación de un imperio económico de las SS, ya fuera al servicio del esfuerzo de guerra alemán. En este punto, conviene recordar la colaboración prestada voluntariamente por numerosas empresas privadas —Bayer, Siemens, IG Farben, Krupp [8]—. No obstante, no hay que engañarse en relación con la función económica de los campos: el autor alemán deja bien claro el carácter subordinado de su función económica a la finalidad básica de la ‘aniquilación a través del trabajo’ y, por tanto, el modesto impacto del trabajo prestado por los internos de los KL en la economía de guerra alemana (a diferencia de los millones de trabajadores extranjeros obligados a emigrar a Alemania durante la guerra). Por cierto, dentro de la aportación de los campos a la economía de la Alemania nazi, es preciso no olvidar jamás la macabra labor de expoliación de los internos realizada en ellos (privación de ropas, joyas, dinero, relojes, equipajes y demás efectos personales nada más llegar a los KL) [9], incluso de sus cadáveres (piezas dentales de metal y cabello, en lo fundamental).
Otra destacable función subordinada de los KL estuvo unida a la experimentación médica. Al cuerpo médico de las SS se le dio carta blanca para realizar toda clase de experimentos, por estrambóticos que fuesen, con los internos de los campos. Dos eran las finalidades perseguidas: por un lado, descubrir fármacos y técnicas que permitieran mejorar el rendimiento de los soldados alemanes (progresos en el tratamiento médico de los heridos, medición de los límites de resistencia del cuerpo humano en situaciones extremas); por otro lado, impulsar la eugenesia. Esta última finalidad trascendía las funciones presentes de los campos y se proyectaba hacia el futuro, hacia la ideación de una ingeniería social científico-natural capaz de moldear el mundo de acuerdo con los postulados ideológicos racistas del nazismo [10].
Por último, debe subrayarse la variedad de fuentes manejada por Wachsmann para construir su relato, lo cual facilita al lector acercarse al fenómeno de los campos de concentración nazis desde múltiples puntos de vista y, por consiguiente, tener una imagen más completa del mismo. No sólo ha hecho Wachsmann un amplio estudio de la literatura académica sobre el tema y de los archivos oficiales. También ha analizado con gran cuidado la documentación no oficial disponible, cosa no muy habitual entre los historiadores profesionales: novelas, memorias y diarios, tanto de las víctimas como de los perpetradores. Esta amplitud de fuentes arroja una luz esclarecedora sobre muchos aspectos de la experiencia de los KL que todavía permanecen oscuros, como, por ejemplo, las complejas relaciones de colaboración y competencia entre los diferentes grupos de prisioneros, el ambiguo rol de los Kapos, los líderes de bloque y los Sonderkommando en la administración cotidiana de los campos, el papel de las mujeres en su organización o la victimización secundaria de quienes padecieron los crímenes nazis tras su liberación.
Tal vez la única crítica seria que podría hacerse al autor es la falta de contextualización de su historia de los campos de concentración en el marco más general de la historia del Tercer Reich, a pesar de la promesa contenida en la introducción de colocar los campos nazis en un contexto histórico más amplio. La correcta comprensión del libro de Wachsmann presupone ciertos conocimientos previos sobre el régimen nazi que van más allá de lo que se puede encontrar en un manual general de historia del siglo XX, por bueno que pueda ser y que no cabe deducir del ensayo del historiador alemán. Pero este defecto puede ser suplido con alguna buena historia reciente del Tercer Reich, como la trilogía del historiador británico Richard Evans [11]. El estudio de los libros de Evans y Wachsmann proporcionará a quien lo haga un conocimiento bastante preciso de lo que fue el nazismo en el poder. Un estudio útil, ya que el Tercer Reich sigue representando la mejor advertencia del mal sin límites que el poder desembridado puede ser capaz de infligir a los seres humanos y, por tanto, nos conmina a mantener una necesaria actitud crítica y desconfiada frente a éste [12].
Notas:
[*] Wachsmann, N., KL. Una historia de los campos de concentración nazis, Crítica, Barcelona, 2015, 1100 pp. KL es la abreviatura de la expresión oficial alemana para designar los campos de concentración (Konzentrationlagern).
[1] Que pronto quedó asimilada a internamiento por tiempo indeterminado en un campo de concentración (y no sólo en una prisión).
[2] En efecto, los campos tenían una base legal, aunque impropia de un estado de derecho. Esta base legal no fue una invención exclusiva de los nazis, sino que fue aceptada con entusiasmo por sus aliados conservadores. El decreto fue firmado, según exigían las normas constitucionales, por el presidente Hindenburg. Los impenitentes defensores de la legalidad a toda costa y en toda circunstancia deberían tenerlo presente.
[3] Work-shy, en la versión original en inglés.
[4] La retorcida inventiva nazi terminó por idear la combinación de colores. Cuando los prisioneros de guerra rusos llegaron a los campos de concentración, a aquellos que fueron considerados judíos se les hizo llevar un triángulo rojo con una estrella de David amarilla dentro.
[5] Esta cuestión puede ser inspiradora para quienes estudian el denominado ‘transhumanismo’ o ‘poshumanismo’ del siglo XXI. Hay que tener en cuenta que, si bien el ‘eugenesismo’ racista nazi era quimérico, dado el estado de la ciencia y la técnica de la época, un ‘eugenesismo’ contemporáneo tecnócrata podría no serlo tanto, a la vista de los previsibles avances científicos a su disposición (siempre que estuviera acompañado, eso sí, de una ideología con un grado adecuado de brutalidad, lo que no parece tan disparatado: basta con hojear los periódicos estos días). En relación con esta cuestión, véase Andreassi Cieri, A., El compromiso fáustico. La biologización de la política en Alemania, 1870-1945, El Viejo Topo, Barcelona, 2015.
[6] Para quien este interesado en el tema, es indispensable leer la obra de referencia ya clásica de Raul Hilberg, La destrucción de los judíos europeos, Akal, Madrid, 2005.
[7] Creo que algo de esta moral de autodesignados ‘superhombres’ tienen los ejecutivos de las grandes multinacionales financieras, según se desprende del visionado de documentales estilo Inside Job o Confesiones de un banquero.
[8] El autor también hace referencia a la colaboración de Volkswagen, pero en aquellos tiempos era una empresa pública fundada por el régimen nazi con la misión, no cumplida, de proporcionar a cada familia alemana un automóvil. Con la guerra, se concentró en la fabricación de vehículos militares.
[9] Las autoridades de ciertos países europeos dan la impresión de haberlo olvidado en esta segunda década del siglo XXI cuando desapoderan de sus bienes a los refugiados que huyen de la guerra.
[10] Me remito aquí a lo señalado en la nota 5.
[11] La llegada del Tercer Reich, El Tercer Reich en el poder y El Tercer Reich en guerra, todos ellos editados en español por Península.
[12] Tomo la metáfora del poder desembridado de Gordillo, J.L., Leviatán sin bridas. Sobre la demolición controlada de las instituciones mentales que limitan el uso estatal de la fuerza, en Estévez Araujo, J.A. (ed.), El libro de los deberes. Las debilidades e insuficiencias de la estrategia de los derechos, Trotta, Madrid, 2013, pp. 61-94.
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