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Entrevista a Perfecto Andrés Ibáñez

En la lucha contra la corrupción estamos en situación crítica

Perfecto Andrés Ibáñez:

«Si nos atenemos a la máxima de Couture de que «el pueblo es el juez de los jueces», la situación de la Justicia en España es más bien desalentadora: los barómetros nacionales e internacionales coinciden en la abrumadora desconfianza de la ciudadanía respecto de aquella. Sin embargo, también hay jueces y fiscales independientes que contra viento y marea comparten los postulados de Von Ihering: «Todos tenemos la misión y el deber de pisotear la hidra de la arbitrariedad y de la ilegalidad donde quiera que se hace presente. Todo el que disfruta de las bendiciones del derecho debe contribuir con su parte para mantener el respeto a la ley. En una palabra: cada cual es un combatiente innato por el derecho en interés de la sociedad».

Curtido en estas lides durante sus más de 40 años como juez, Perfecto Andrés Ibáñez, magistrado emérito de la Sala Segunda del Tribunal Supremo y uno de los juristas más prestigiosos de nuestro país, ha publicado hace unos meses en Tercero en discordia (Trotta) sus lúcidas reflexiones sobre la Justicia, su difícil aceptación por los otros poderes del Estado y las fuertes resistencias de muchos políticos a su efectiva aplicación y desarrollo.

En Tercero en discordia, usted afirma que la Revolución Francesa fue un punto de no retorno en el largo camino al ideal del «gobierno de las leyes». ¿Por qué?

La Revolución Francesa fue en cierta medida una reacción contra el omnímodo poder de los jueces ancien régime. Por eso la Asamblea Constituyente resultó ser un interesante crisol de ideas en materia de reforma del proceso penal. A ella se debe también la consagración de uno de los ejes del moderno constitucionalismo en el artículo 16 de la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano, que mira a circundar el ejercicio del poder de límites de legalidad para evitar su degradación autocrática: sin garantía de derechos y separación de poderes no hay Constitución. Se entiende que Goebbels proclamase como tarea del nacionalsocialismo borrar 1789 de la historia.

En su lectura de pensadores de la Ilustración como Montesquieu, Constant o Tocqueville, usted pone de manifiesto que coinciden en la necesidad de controles externos de la política debido a una incapacidad de esta para controlarse a sí misma.

Son tres autores a los que se debe, cada uno en su estilo, una reflexión que es parte importante de nuestra actual cultura en la materia. La desmitificación del poder tiene una larguísima historia. Aristóteles, con menos experiencia que nosotros, ya vio en él un componente de «animalidad». Cierto, pues no hay poder bueno per se. El poder lleva inscrita en su ADN la propensión al abuso; y lo que pueda haber en él de bueno lo ponen las garantías, los frenos. Mi amigo Paco Fernández Buey, con su acerada lucidez, escribió (en 1993): «Sabíamos que el poder corrompe, pero hoy sabemos que también corrompe a los que fueron nuestros amigos», apuntando a esa dimensión connatural del poder que se expresa con implacable elocuencia en la acreditada transversalidad de la corrupción política.

¿Por qué los jueces en Europa no pudieron detener la llegada al poder del fascismo?

La justicia del momento en Europa era de estirpe napoleónica. Y Napoleón la había articulado según el patrón de la organización militar, integrando a los jueces en una estructura vertical gobernada por el Ejecutivo. En este (anti)modelo, la justicia era un simple instrumento de gobierno. Por eso los jueces se integraron de una forma natural en aquellas experiencias autoritarias. Hubo claro, excepciones, pero muy minoritarias. La administración de justicia en Alemania, Italia, España fue funcional a esas situaciones: prácticamente no hubo que tocar nada de las legislaciones orgánicas. Y es que el sistema producía, sencillamente, jueces del poder. En Tercero en discordia reproduzco una cita de Luis Vivas Marzal, un antiguo magistrado, de sinceridad encomiable: «Cuando en España no había más que una política, muchos de nosotros la hemos servido, incluso con entusiasmo». Quien así hablaba, en 1976, era uno de aquellos jueces sedicentemente apolíticos y, como es de ver, paradigma de la peor de las politizaciones.

En el año 2013, la Asociación de Magistrados chilena hizo una declaración pública pidiendo perdón por sus «omisiones» en la dictadura de Pinochet. ¿Hubo en España declaración pública de la magistratura por sus omisiones en la dictadura de Franco?

Ni por sus omisiones ni por sus acciones. Habría que aclarar, no obstante, que la implicación más directa fue la de la cúpula judicial y de algún sector activamente politizado de los jueces y fiscales, reclutados por el franquismo para cubrir puestos dentro de sus cuadros, incluidos los de la jurisdicción de Orden Público. Hubo una parte minoritaria de la judicatura, la fiscalía y el secretariado que, a finales de los 60, se organizó en la clandestinidad como Justicia Democrática .Lo hizo por entender que una jurisdicción digna de su nombre requería un contexto de estado de derecho. Algo ciertamente no sentido por la inmensa mayoría, que no se movió de su sitio hasta el momento de formar la Asociación Profesional de la Magistratura, para trasladar su hegemonía a la entonces nueva institución del Consejo General del Poder Judicial.

En su libro señala al sistema de oposiciones en la carrera judicial como una supervivencia del franquismo. ¿Por qué?

El sistema de oposiciones viene de antes del franquismo, pero a este le fue muy útil. Como procedimiento de selección no tiene nada de inocente: produce un tipo de juez fonográfico, formado en la memorización, asimilación acrítica que predispone a la pasividad. Desarrolla una única facultad, la memoria, pero no otras imprescindibles, como la capacidad de reflexión. Esto se refleja muy bien en un dicho de preparador de opositores: «Ahora a estudiar, que de pensar ya tendrás tiempo». Creo que como propuesta de método formativo es una aberración que no propicia el tipo de juez que precisa una sociedad como la actual, ni se corresponde con la especial complejidad de ordenamientos como el vigente. Esto no quiere decir que todos los profesionales de la justicia estén cortados miméticamente por ese recusable patrón, pero en lo que no lo estén, habrá sido gracias a su personal esfuerzo. Curiosamente, el sistema de selección se ha mantenido con las sucesivas mayorías políticas: debe haber un porqué.

Durante la campaña electoral, todas las asociaciones de jueces y magistrados firmaron un documento conjunto, ‘La Justicia no puede seguir siendo la gran olvidada’, reclamando atención y reformas. ¿Cuál es su opinión al respecto?

La situación actual es tremenda. Ahora, sobre todo, por la enorme carga de trabajo que pesa sobre un gran número de órganos judiciales infradotados. Y por el desánimo que el estado de cosas y las sucesivas erráticas políticas de la justicia han inducido en los jueces. Los problemas son muchos, debidos a la falta de un compromiso de la política con los valores constitucionales de la jurisdicción, a la falta de proyecto y al exceso de oportunismo.

¿Es plausible una solución al problema de la justicia a corto plazo?

Dificilísimo, por no decir imposible. Primero, por la demostrada ausencia de voluntad al respecto. Pero es que, además, no hay uno solo de los grandes problemas de la justicia cuya eliminación quepa en una legislatura, que es el horizonte de las políticas. Y en hipótesis, aunque se diera un cambio en las posiciones de partida, a la luz de la experiencia: ¿puede alguien imaginar un pacto político en aquella dirección, suscrito y mantenido con lealtad?

¿Es ineficaz la justicia en la lucha contra la corrupción?

Creo que no ha habido ineficacia, sino una eficacia limitada, por las propias limitaciones en la capacidad operativa de la instancia judicial. Y me parece que, vista esta retrospectivamente, se entiende mejor el acreditado interés en mantenerla bajo mínimos. Estamos en situación muy crítica. Con todas las formaciones políticas que han ocupado posiciones de gobierno, literalmente, en el banquillo; con amplísimas zonas del país devoradas por la corrupción. Y con una estadística de criminalidad de la que resulta que las instituciones y la política han competido durante años con la calle en la producción de delincuencia. Los datos son del Consejo General del Poder Judicial: 1.600 procesos por corrupción, 300 de ellos macroprocesos. Esto cuando se sabe que en esta clase de crímenes la cifra oscura suele ser grande. No hay quien dé más.

Volviendo a la pregunta, diré que la justicia penal, que no es muy eficaz frente a la delincuencia generada por la necesidad y la miseria, sí lo es, y mucho, cuando delinquir resulta ser una especie de lujo. Por eso, la persecución penal en este ámbito está también justificada por su real eficacia disuasoria.

En Tercero en discordia usted sostiene que la instancia jurisdiccional «se encuentra en la imposibilidad objetiva de procesar, en tiempo y con eficacia, toda esa magmática mole de gravísimas conductas desviadas, con la consiguiente carga de deslegitimación y de desgaste». ¿Por qué?

La de los sujetos públicos es una delincuencia de una complejidad extraordinaria. Primero porque se produce desde el poder, con muchos recursos. Segundo, porque mueve ingentes sumas de dinero, que hoy viaja en tiempo real a cualquier parte, con algunos golpes sobre un teclado. Tercero, porque cuando se delinque desde posiciones de poder son los propios autores o sus próximos los que disponen de la información relevante, y la destruyen o no la sueltan. Todo hace que los delitos de que se trata sean de muy difícil persecución, y que esta requiera mucho tiempo, lo que pone al alcance de los implicados un fácil instrumento de deslegitimación de la administración de justicia. Y con frecuencia eficaces vías de escape.

Según Soraya Sáenz de Santamaría el gobierno «ha puesto en marcha el plan más importante de la democracia» contra la corrupción. ¿Cuál es su opinión?

Se habrán introducido ciertas medidas legales, pero en absoluto el cambio sustancial y de raíz que se necesita, que tendría que empezar por la franca asunción de la responsabilidad de todo lo sucedido. Que el segundo de la lista del PP por Segovia [en las elecciones del 20 de diciembre del 2015] hubiera sido ponente en la elaboración legislativa de alguna de aquellas, mientras se enriquecía con el cobro de comisiones ilegales, es una buena metáfora de lo que hay. Pero es que, además, el estado de cosas tiene una raíz muy profunda, que permanece intacta: es el modo de ser actual del partido político y de la propia política que genera y de la que vive la que le ha llevado, entre otras cosas, a ser un agente de captación ilegal de rentas, como fuente de financiación. Un modo de operar esencialmente corruptor, que ha irradiando sus efectos perversos hacia las instituciones.

Usted apunta que el alto nivel de corrupción se debe a “gravísimos incumplimientos de precisos deberes legales, y antes o a la vez con un intolerable déficit de controles o con la pasividad culpable de ciertas instituciones”…

De no haber fracasado estruendosamente los mecanismos preventivos de control, parlamentarios y político-administrativos, constitucional y legalmente previstos, no se habrían producido las situaciones que padecemos. Hoy se han denunciado fracasos de esta índole en todo un cúmulo de instituciones, desde el Banco de España al Tribunal de Cuentas, pasando por la Comisión Nacional del Mercado de Valores, como instancias tocadas por la degradada política en acto. Lo sucedido en estos años en la Mallorca de Matas, en el País Valenciano de Camps, en la Andalucía de los Ere, en el Madrid de la Púnica, en la Cataluña de los Pujol y Convergencia, en la gestión municipal del urbanismo en tantos espacios del territorio, etcétera, etcétera, habla por sí solo.

Es claro que, en presencia de indicios de delito, la justicia tiene que hacerse cargo de toda esa fenomenología criminal. Pero es también obvio el coste y lo frustrante de la empresa, porque resulta imposible remediar a golpe de procesos tanto descalabro. La justicia penal está pensada para dar respuesta a ocasionales acciones delictivas producidas en medios públicos, en circunstancias de normalidad institucional, no para suplir los masivos incumplimientos de la legalidad registrados en toda una constelación de instancias oficiales y paraoficiales.

El primer capítulo de su libro es una recopilación de varios ataques por parte de la clase política a la instancia jurisdiccional.

La historia de estos años es elocuente. Empezó con el caso Linaza y la juez Huerta en un aparatosísimo supuesto de torturas donde ésta, no obstante lo irreprochable de su actuación, fue literalmente atropellada por la mayoría política. Esto marcó entre nosotros el inicio de una práctica de las «estrategias de ruptura» teorizadas por Jacques Vergès, ahora en versión de nuevo cuño. Este autor las había estudiado donde solían darse, es decir, en los medios de los sujetos antisistema, que se defendían, no en, sino contra el proceso, para hacerlo saltar, con la propia instancia judicial. Aquí, en estos años, hemos visto este modo de operar puesto en juego por sujetos políticos de primer plano. Su imagen, tirando contra actuaciones judiciales cargadas de razón legal, fundadas en sólidos indicios de delito, se ha convertido en una desoladora estampa de nuestro paisaje político. Sobre tal clase de actitudes en relación con los jueces, recuerdo un supuesto bastante ilustrativo. El de Rajoy tachando de «equivocada e injusta» —¡nada menos!— una sentencia como la del Tribunal Europeo de Derechos Humanos en el caso Parot que estaba ciertamente cantada. En vista de cosas así: ¿puede pedirse al ciudadano de a pie que respete las resoluciones judiciales?

¿Los ataques de la clase política a la independencia judicial tiene costes para la democracia ?

Durante mucho tiempo hablar de jurisdicción no era hablar de democracia. Pero hoy la democracia constitucional no se concibe sin una sólida justicia independiente. Ésta, como instancia de tutela de los derechos, es una condición sine qua non de democracia. La democracia, es obvio, se hace, en vía primaria, en las urnas, pero la garantía de los valores democráticos y de los derechos constitucionales frente a las ocasionales (o no tan ocasionales) desviaciones criminales de la política, no puede dejarse en manos de ésta. Exige límites claros de derecho y una instancia autónoma capaz de hacerlos valer. Por otra parte, cuando se enarbola la falacia infracultural del «gobierno de los jueces», la respuesta es por demás fácil: estos no tendrían nada que hacer en ese campo si la propia política se encargase, como es su deber constitucional, de mantenerlo limpio de ilegalidades. Así de simple, así de fácil.

¿Qué nivel de independencia tienen los jueces en España?

Creo que, aun sin ser el ideal, el estatuto del juez español garantiza un nivel razonable su independencia. En España, el marco legal permite a un juez ser tan independiente como él decida serlo. Lo que ha fallado de una manera gravísima, debido a su politización partidista, es el CGPJ como órgano de garantía de la independencia. La independencia es un principio incómodo, nunca asumido como valor en la política de composición del Consejo en los sucesivos mandatos, ni, consecuentemente, en la política de nombramientos y en las actividades de este. De ahí que la calidad de independencia dependa, sobre todo, de la predisposición del juez a complicarse la vida y de su compromiso con los valores constitucionales de la función. Son muchas las ocasiones en que los jueces implicados en causas de trascendencia política han echado de menos con sobrada razón un Consejo beligerante en la defensa de sus actuaciones. Y, es claro, una experiencia tan desoladora como la del Consejo en España no puede darse sin consecuencias.

¿En qué ha fallado el CGPJ?

El CGPJ en el modelo constitucional, en contra de lo tantas veces sugerido para justificar su colonización política, no encarna un poder del estado. Es una institución de garantía de la independencia de la jurisdicción, ésta sí instancia de poder, de un poder difuso, fundado en el derecho, que reside en cada juez que ejerce su competencia en el caso concreto. Al Consejo le corresponde gestionar con lealtad constitucional y sin ataduras el estatuto judicial, sin más interés que el de asegurar la calidad constitucionalidad de esa función frente a todos. Un momento de particular importancia dentro de ese papel es el de la línea de nombramientos, a través de la cual se propone y propicia un modelo ideal de juez. Para ello, el Consejo debería operar, con transparencia, con los solos criterios de capacidad y mérito. Pero no ha habido tal, nunca ha sido sensible a esos valores y sí, en cambio, al juego de diversas influencias, políticas y de otra índole. No hace falta que diga lo desmoralizador y desmovilizador que esto resulta para los buenos profesionales de la justicia, que son muchos. Este no es el único fallo del Consejo, pero me parece que sugiere bien lo que cabe responder a la pregunta sobre calidad de su papel real en estos años.

¿Qué solución propone?

El CGPJ fue frustrado en su función de garantía antes de nacer. La derecha judicial hizo, en 1980, un primer desarrollo constitucional fraudulento. A este siguió la ley orgánica socialista de 1985, que lo entregó directamente a los partidos. Y estos se apoderaron de él, contando lamentablemente con la colaboración de los propios jueces en los sucesivos mandatos. Con excepciones, ciertamente pocas. Ahora, ¿cuál es el problema? Pues que se han perdidos años cruciales para el desarrollo constitucional ambicioso necesario. El mal está hecho y no hay manera de rebobinar y poner el contador a cero, en el supuesto de que existiera alguna voluntad de hacerlo, que no la hay en absoluto. Lo demuestra la última reforma, que ha desnaturalizado más aún la institución, para mayor desolación de los jueces. Por eso, siendo realista, no veo solución. Aunque sí podría darse un cambio importante si, ya que no los políticos, los propios jueces experimentasen un cambio radical de actitud en la materia.

¿Está preparada nuestra Constitución para hacer frente a los poderes económicos?

El inaugurado en Italia con la Constitución de 1948, asumido luego en otras constituciones, creo que es un buen diseño, pensando en el tipo de poder político presente en ese momento. El problema es que este evolucionó enseguida con la entrada en escena del Ejecutivo intervencionista, para cuyo modo de operar en la intersección de la política con la economía no se habían previsto controles eficaces. Además, la reforma constitucional se había quedado a las puertas del partido político. Así, estas dos carencias, de democracia interna en los partidos y de controles preventivos desde el derecho para ese poder enorme, capaz de adoptar decisiones de extraordinario relieve económico, contribuyeron a formar el caldo de cultivo de la corrupción, que se ha apoderado del sistema. Para salir de tal atolladero haría falta refundar el Estado constitucional, poniendo su régimen de garantías a la hora de la verdadera realidad actual del poder, incluyendo un constitucionalismo de derecho privado, en la línea de lo sugerido por Ferrajoli para frenar a los que con razón trata de «poderes salvajes».

En cuanto a los poderes del mercado, en este momento, la smithiana «mano invisible» es como nunca una mano al cuello de los más desfavorecidos. La mano de una política directamente gobernada por la economía. Por ese poder financiero transnacional insaciable que se alimenta de auténticos sacrificios humanos. Pero el problema, como tantas veces, es quién pone el cascabel al gato. Al menos por ahora, no parece vislumbrarse un sujeto histórico a la altura de este papel imprescindible.

En el año 2013, el fiscal general de EE.UU. dijo que algunos banqueros que habían delinquido eran «demasiado poderosos para ir a la cárcel». ¿Es cierto?

El fiscal tenía razón, pero dentro de la lógica a la que acabo de referirme, y por la claudicación y la dependencia de la política. Si esta decidiera ser otra, dejar de ser el brazo ejecutor de las estrategias neoliberales, EE.UU., como la propia Unión Europea, podrían, con importantísimos apoyos ciudadanos, contribuir a dar un giro a la situación. El «no podemos» del fiscal yanqui es, en realidad un «no queremos». El mismo «no queremos» que reina en esta patética UE, la de un Juncker que, luego de haber orquestado un fraude fiscal de dimensiones planetarias, pasó a presidir la Comisión. Todo un símbolo.

En Tercero en discordia recuerda que «ningún derecho es para siempre».

Se sabe bien. La historia de los derechos es una historia de avances siempre limitados y frecuentes retrocesos, aunque algo quede. Y sí, ningún derecho está ganado para siempre, y la evidencia la tenemos ahora mismo en nuestras constituciones, vaciadas de contenido en aspectos importantísimos de su parte dogmática, sorteando los procedimientos previstos para su reforma. Luciano Gallino, un lucidísimo sociólogo italiano, habla de «golpe de Estado a plazos». Cierto. Hasta ahora,el golpe de estado clásico pasaba primero por desarbolar la parte orgánica de la Constitución. Pero sucede que la parte dogmática es, por lo menos, tan importante, y si nuestras constituciones tienen un cimiento, está en la pretensión de efectividad de los derechos fundamentales. Hoy estos empiezan a ser ya irreconocibles. Un buen ejemplo lo brinda el derecho al trabajo. Ganado con un esfuerzo ímprobo en decenios, está siendo desmontando sin tocar formalmente un precepto constitucional. De seguir esa marcha volveremos no tardando a la regulación del trabajo asalariado mediante los tres o cuatro artículos del Código Civil napoleónico.

Citando al filósofo Paolo Flores d’Arcais, usted señala que «una política de la legalidad sería hoy la más radical de las revoluciones posibles, además de la primera de las revoluciones deseables»…

Es algo bien real. Acabamos de ver a líderes con posiciones de poder, en campaña electoral, haciendo profesión de fidelidad a valores y principios, luego de haber hecho bien patente que las fuerzas que encabezan precisan de un coeficiente de ilegalidad para llevar a cabo políticas, que no soportan su propio derecho. Y no se trata de infracciones ocasionales, lo que tenemos ante los ojos, cualquiera que sea el punto cardinal hacia el que se mire, es una grave ruptura del orden jurídico. Por eso dotar de vigencia real, con sentido constitucional, a esa legalidad defraudada, sería algo radicalmente transformador. Por poner un ejemplo gráfico: ¿se imagina un sistema impositivo eficaz, progresivo y sin fraude, y una gestión de los recursos públicos así obtenidos no depredadora, igualitaria y racional, al servicio del interés común? Esto, que el revolucionario histórico habría tachado de «reformismo», tendría hoy el efecto de una revolución profunda. Así estamos.

 

[Este artículo pertenece a la revista Alternativas Económicas. Ayúdanos a sostener este proyecto de periodismo independiente con una suscripción]

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2016

La política electoral, si bien no debe desestimarse, no puede ubicarse en el centro de ninguna acción política radical seria, orientada a cambiar las instituciones que sustentan el sistema político, desmantelar las ideologías hegemónicas y fomentar el tipo de conciencia de masas en que habría de basarse un cambio social y político desesperadamente necesario.

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