La política electoral, si bien no debe desestimarse, no puede ubicarse en el centro de ninguna acción política radical seria, orientada a cambiar las instituciones que sustentan el sistema político, desmantelar las ideologías hegemónicas y fomentar el tipo de conciencia de masas en que habría de basarse un cambio social y político desesperadamente necesario.
Mar Aguilera i Vaqués y Àlex Peñalver i Cabré
La conferencia de Paris de 2015 sobre cambio climático (COP21): cambios de actitudes y una oportunidad perdida
El pasado 12 de diciembre de 2015 concluyó en París la 21ª Conferencia de las Partes de la Convención Marco de Naciones Unidas sobre Cambio Climático (COP21). En ella se depositaron muchas esperanzas para poder frenar el grave proceso de deterioro de las condiciones ambientales, sociales y económicas del planeta. Prueba ello es que reunió hasta 30.372 participantes a lo largo de casi dos semanas (19.208 de los gobiernos, 6.306 de ONGs y 2.798 de medios de comunicación) y 150 jefes de estado el primer día, el 30 de noviembre. No había ocurrido nunca antes en la historia. In extremis, se consiguió llegar a un consenso de todos los 195 estados asistentes que ha culminado en los dos siguientes textos internacionales aprobados: la Decisión de París y el Acuerdo de París. La Decisión tiene efectos desde su aprobación por la Conferencia de las Partes el 12 de diciembre de 2015. Mientras el Acuerdo se adoptará en una sesión de alto nivel de Naciones Unidas en Nueva York el 22 de abril de 2016 y entrará en vigor cuando haya sido ratificado por el 55% de los estados que representen al menos el 55% de las emisiones.
Lo más relevante de la COP21 de Paris es que ha conseguido que, por primera vez, todos los estados (entre ellos, también, Estados Unidos y China que son los dos principales emisores de gases de efecto invernadero –GEI–) se hayan puesto de acuerdo para adoptar medidas contra el cambio climático y se hayan aprobado en el marco de Naciones Unidas los dos textos internacionales antes mencionados. Se trata de un acuerdo global, lo que era impensable hace seis años. En efecto, el mundo ha cambiado desde Copenhague en 2009, donde los estados se reunieron pero no llegaron a un acuerdo. Es una clara muestra de la necesidad de una respuesta mundial y de la inevitable transición hacia una economía no basada en el carbono. En particular, según el preámbulo del Acuerdo, “se reconoce la necesidad de una respuesta progresiva y eficaz a la amenaza apremiante del cambio climático, sobre la base de los mejores conocimientos científicos disponibles”. Y el art. 2 fija los siguientes objetivos principales: mejorar la mitigación del cambio climático estableciendo incrementos máximos de la temperatura en el planeta a finales del siglo XXI, aumentar la capacidad de adaptación al cambio climático, promover un desarrollo resiliente con el clima y de bajas emisiones de GEI y elevar las corrientes financieras hacia estos objetivos. Para conseguirlo se parte del principio de las responsabilidades comunes pero diferenciadas y las capacidades respectivas, en función de las diferentes circunstancias estatales.
Ahora bien, el contenido de los dos textos internacionales dista mucho de aportar mecanismos para conseguir los citados objetivos y poder dar una respuesta rápida, progresiva y eficaz a los retos que, de forma acuciante, plantea el cambio climático.
El primer aspecto a tener en cuenta son los efectos jurídicos de los dos textos internacionales. La Decisión no es ninguna norma jurídica ni es, por tanto, vinculante al tratarse de lo que se conoce como una norma de softlaw. Mientras el Acuerdo sí es una norma jurídica (hardlaw) con efectos que pueden ser vinculantes, excepto su preámbulo que tiene un valor declarativo. Pero tanto la Decisión como el Acuerdo están plagados de expresiones imprecisas y abiertas que dejan un amplio margen de apreciación a los estados, lo que, como veremos, dificulta conseguir los objetivos antes mencionados e incluso impide exigir el cumplimiento de los preceptos más importantes del Acuerdo. Éste ha sido el precio a pagar para conseguir el consenso de todos los estados.
En relación a la mitigación del cambio climático, el art. 2 del Acuerdo establece los objetivos de “mantener el aumento de la temperatura media mundial muy por debajo de 2 ºC con respecto a los niveles preindustriales, y proseguir los esfuerzos para limitar ese aumento de la temperatura a 1,5 ºC con respecto a los niveles preindustriales”. Lamentablemente, ha acabado imperando la propuesta más permisiva de incremento máximo de 2 ºC, si bien sorprende que no esté vinculada a los datos científicos que se vayan actualizando, sin que éstos puedan forzar, pues, a una revisión del acuerdo. En cambio el objetivo más riguroso de 1,5 ºC promovido, en especial, por los países más empobrecidos y afectados por el cambio climático, se ha convertido en una mera declaración de intenciones. Tan sólo la Decisión invita al Grupo Intergubernamental sobre Cambio Climático (IPCC) a emitir para el 2018 un informe especial sobre los efectos que produciría un incremento de 1,5 ºC y las trayectorias correspondientes que deberían seguir las emisiones mundiales de GEI.
Uno de los instrumentos más importantes para hacer realidad los objetivos de incremento máximo de la temperatura son las contribuciones determinadas a nivel estatal (las llamadas Nationally Determined Contributions –NDCs–). El Acuerdo establece la obligación de los estados de presentar este documento donde se deben concretar las medidas de mitigación. Pero es la Decisión la que especifica el 2020 como plazo máximo y su posterior revisión al alza como máximo cada cinco años desde esta fecha. No se trata de un instrumento nuevo sino que ya estaba previsto en anteriores decisiones. De hecho, antes de la COP21 de París, 187 países (de 195) ya habían presentado sus contribuciones previstas determinadas a nivel estatal (las llamadas Intended Nationally Determined Contributions –INDCs–) especificando sus compromisos de reducción de emisiones.
Ahora bien, parece difícil que la regulación aprobada de las NDCs pueda conseguir los objetivos de aumento máximo de 2 ºC de temperatura y, menos aún, de 1,5 ºC. Si bien es obligatorio que los estados presenten las NDCs, no se les puede obligar a modificarlos en el caso que no permitan cumplir con los objetivos de no superar estos aumentos de temperatura. Esto es muy grave porque, según los expertos, las previsiones de reducción previstas en las INDCs ya presentadas antes del COP 21 de Paris no evitarán el aumento de temperatura por debajo de 2 ºC sino que lo duplicarán, al poder alcanzar hasta los 3,7 ºC. De hecho, la misma Decisión de Paris admite que las emisiones previstas en las INDCs para 2025 y 2030 no son compatibles con los escenarios de 2 ºC, ya que comportan 55 gigatoneladas de GEI en 2030 cuando no deberían superar 40 gigatoneladas. La revisión de los compromisos al alza cada cinco años es inútil si dichos compromisos pueden incumplirse sin consecuencia alguna y, además, la primera revisión prevista para 2025 se hará demasiado tarde cuando estemos cerca de haber emitido ya una cantidad de GEI que implicaría superar el límite de 1,5 ºC. Por lo tanto, los esfuerzos de reducción de GEI deberían ser mucho mayores y el reto está en que los estados decidan presentar compromisos de reducción de GEI más ambiciosos antes de 2020 y en cada una de las revisiones posteriores, así como que los cumplan. Según el 5º informe Climate Change 2014 del Grupo Intergubernamental sobre Cambio Climático (IPCC), para lograr el objetivo de los 2 ºC las emisiones tendrían que reducirse entre un 40% y un 70% para 2050 respecto al 2010 y alcanzar el 100% a finales de siglo. Y si el objetivo es limitar la temperatura a 1,5 ºC, el nivel de reducción de emisiones para 2050 respecto al 2010 debería ser entre el 70% y el 95%.
Pero hay muchos otros factores que dificultan evitar un calentamiento superior a 2 ºC. Uno importante es la exclusión, en la última fase de la negociación, de las emisiones del transporte aéreo y marítimo. Pero el más significativo es que no se apuesta claramente por el objetivo fundamental de avanzar hacia una economía sin combustibles fósiles mediante, en especial, las energías renovables, como quedaba recogido en otros borradores, cuando se trata de la única solución posible para evitar el recrudecimiento del cambio climático. Ello lo demuestra el hecho que no se fije una fecha en que las emisiones mundiales de GEI toquen techo. El Acuerdo, simplemente, dice que las partes se proponen lograr que dichas emisiones alcancen su punto máximo “lo antes posible”, teniendo presente que los estados en desarrollo tardarán más en lograrlo. Y todo ello a pesar de que el G7 requirió el verano pasado que se optara por la retirada de los combustibles fósiles. También el Acuerdo establece que los estados se proponen lograr “un equilibrio entre las emisiones antropogénicas y las fuentes y absorciones por sumideros de los gases de efecto invernadero”. O sea, en lugar de la reducción de GEI, se deja la puerta abierta a otros mecanismos de compensación de las emisiones como los sumideros y sumideros de GEI. En esta línea, se mantienen los mecanismos de mercantilización del clima que permiten establecer un mercado de compra y venta de emisiones de GEI para cumplir con los objetivos de reducción de emisiones. Se echa de menos una valoración negativa o restrictiva de estos instrumentos de mercado cuando ya se ha constatado su fracaso tras Kyoto, al promover, más bien, la especulación en lugar de fomentar reducciones reales de emisiones. Tan sólo se recuerda, de forma genérica y tímida, la importancia de disponer de enfoques no basados en el mercado.
A pesar de que la adaptación al cambio climático es uno de los objetivos del Acuerdo, hay pocas novedades importantes y están totalmente condicionadas a la voluntad de las partes, como por ejemplo la presentación, cuando sea procedente, de planes de adaptación y su periódica renovación. Algo parecido ocurre con los mecanismos de financiación. El Acuerdo establece, de forma genérica, que los estados desarrollados deberían financiar la mitigación y la adaptación de los estados en desarrollo. Mientras es la Decisión la que especifica la cantidad mínima de 100.000 millones de $ anualmente desde 2020 y a revisar a la alza desde 2025. A parte de la insuficiencia de esta cantidad, esta financiación podrá destinarse, indistintamente, a cualquier mecanismo de mitigación y, por tanto, también a sumideros o capturas y almacenamientos de carbono, pudiendo dejar al margen las energías renovables. Si bien el Acuerdo reconoce la necesidad de un “mecanismo de pérdidas y daños” por los efectos más adversos del cambio climático, no concreta ningún instrumento financiero nuevo ni exige su inclusión en los NDCs dejando esta cuestión para posteriores acuerdos. Es lamentable que el Acuerdo preste muy poca atención al papel de los actores no estatales y de los gobiernos regionales, cuando tienen competencias muy importantes sobre el cambio climático. Y, finalmente, algunas cuestiones esenciales (los derechos humanos, la justicia climática, los refugiados climáticos, etc.) han quedado fuera del texto normativo del Acuerdo y sólo figuran, de forma genérica, en el preámbulo del Acuerdo y en la Decisión.
En cuanto a los instrumentos de control, seguimiento y cumplimento, debe valorarse de forma positiva que el Acuerdo contemple un mecanismo transparente de seguimiento del cumplimiento en virtud del cual, por ejemplo, se hacen públicas las NDCs. También que prevea un balance periódico, a partir de 2023 y cada cinco años, sobre la aplicación del Acuerdo para evaluar el avance colectivo realizado para conseguir sus objetivos. Aún así, uno de los aspectos más criticados ha sido la falta de mecanismos eficaces para garantizar el cumplimiento del Acuerdo. El mecanismo de cumplimiento es muy débil: tan sólo consiste en un comité de expertos de carácter facilitador y que funcionará de forma transparente, no contenciosa ni punitiva. Además, debe tener en cuenta las diversas capacidades y circunstancias de los estados parte. Se trata de un organismo de asistencia y ayuda a las partes, sin que este organismo ni ningún otro puedan adoptar medidas coercitivas ni sancionadoras para los estados incumplidores. Vemos, pues, el peor trato que el derecho internacional otorga al clima, si tenemos presente que muchos acuerdos comerciales contienen mecanismos de cumplimiento coercitivos y punitivos en virtud de los cuales el estado que incumple una cláusula puede ser demandado ante un tribunal de arbitraje.
En fin, Paris ha marcado un punto de inflexión a favor de una respuesta global de todos los estados en la lucha contra el cambio climático. Sin embargo, los avances concretos se han quedado muy cortos para afrontar los graves problemas que ya nos está planteando el cambio climático. Se ha perdido una oportunidad para adoptar soluciones reales y efectivas ante este gran reto ambiental con graves consecuencias sociales y económicas. Ahora, más que nunca, es necesario continuar presionando, sin más demora, para forzar a los gobiernos (locales, regionales, nacionales y estatales) y a la comunidad internacional para que adopten políticas claras en la reducción de los GEI y en la transformación hacia una economía no basada en los combustibles fósiles. Se trata de ir preparando el terreno hacia la Conferencia de las Partes COP 22 que tendrá lugar en Marruecos el 17 y 18 de noviembre de 2016.
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2016