La política electoral, si bien no debe desestimarse, no puede ubicarse en el centro de ninguna acción política radical seria, orientada a cambiar las instituciones que sustentan el sistema político, desmantelar las ideologías hegemónicas y fomentar el tipo de conciencia de masas en que habría de basarse un cambio social y político desesperadamente necesario.
Juan-Ramón Capella
Un apunte para la resurrección
Creo que de las recientes elecciones generales se desprende que el pueblo de la izquierda está en fase de renacimiento o de resurrección.
Las elecciones no han sido el primer indicio: las concentraciones de indignados primero, las manifestaciones en varias ciudades los últimos tres años; el movimiento de las distintas Mareas, incluso el surgimiento de Podemos, y la renovación iniciada por IU con la candidatura de Alberto Garzón ponen de manifiesto un movimiento de fondo, ciertamente todavía débil.
Los resultados electorales no deben desanimar: de una parte porque muchísimos votos se han quemado, no se han traducido en escaños, debido a la ley electoral; de otra, porque las coaliciones en la buena dirección, en Madrid, Barcelona y otras ciudades, han obtenido resultados muy buenos, que hubieran sido mejores si Podemos hubiera decidido apostar seriamente por la unidad.
Pero el movimiento que surge es todavía débil. Que es débil lo muestran hechos como que Podemos encontrara motivos (debemos aprender a ver las razones de los otros, incluso cuando se equivocan) para no entrar decididamente en una vía cuando menos de coalición, o los reiterados problemas que han surgido en IU con las candidaturas de Madrid, y el todavía insuficiente impulso de IU hacia una renovación a fondo y verdadera.
En el resurgimiento de la izquierda la dotación simbólica, el bagaje cultural de IU, es un elemento que asegura su flotabilidad, su perdurabilidad, a pesar de todas las insuficiencias.
Si paso revista a debilidades prácticas, encuentro al menos dos:
Una es la tendencia a la división de la izquierda, que parece estar en sus genes: cuando alguna persona o grupo no está de acuerdo con quienes coyunturalmente son la mayoría, se va, se escinde. Pocos saben aguantar dentro aunque sea minorizados, con el agravante de que los motivos de disidencia, que en términos personales, subjetivos, pueden ser importantes, son como granitos de arroz para quien se toma la molestia de situar la coyuntura política en relación con la estrategia, con los objetivos de fondo, y un poco ilógicos además si se tiene en cuenta que el actuar humano ha de proceder por ensayo y error. Si la mayoría se equivoca, si se equivoca de veras, la minoría se convertirá en seguida en mayoría.
Éste es un problema importante. Cualquier mayoría, por su parte, debe aprender a escuchar a la minoría y a respetarla, por difícil que resulte (y resulta tanto más difícil cuanto menos experiencia se tiene de respetar y de escuchar). Pero la cuestión no es sólo importante para convivir con diferencias internas en cualquier organización política o social. Hoy es importante sobre todo porque tras la ruptura de las tradiciones, tras las derrotas reiteradas, con escasa intergeneracionalidad, la renovación de la izquierda nace en la división. Nadie tiene polvos mágicos que le digan cómo evolucionará esa división, o cómo se configurará la izquierda si se unifica generalizadamente. Habrá que aprender cada día a impedir que el estado de división perjudique al movimiento de renovación.
Por tanto hay que adoptar una actitud de mano tendida hacia los otros, pero sin que nadie pretenda remolcar a unos u otros hacia su propia posición de partida.
Una segunda debilidad de la izquierda, de toda la izquierda, es lo que podríamos llamar la escasez de cuadros.
Por escasez de cuadros aludo a un problema real, y trataré de explicarlo a partir de un ejemplo. Durante esos largos años de dominio neoliberal en las Facultades de Económicas han desaparecido en la práctica los grandes especialistas en Hacienda Pública, en Economía Política, en Política económica. Esas Facultades se han convertido en poco más que escuelas de negocios. Y es difícil encontrar —a diferencia de lo que ocurría en los años 70 a 90, p. ej.— economistas jóvenes capaces de tener análisis y reflexión propios sobre problemas sociales actuales. Si un milagro colocara hoy a la izquierda en el gobierno no sabría a quién responsabilizar de numerosas instituciones del estado; ni siquiera podría nacionalizar bancos, porque los técnicos bancarios sólo saben aplicar políticas y recetas neoliberales, y no hay otros.
Pues bien: se necesitan personas capaces de pensar alternativamente, solidariamente, en los ayuntamientos, en las asociaciones de vecinos, en los sindicatos, en todas partes. Personas jóvenes, capaces de echar horas a los problemas de la vida en común. Capaces de gestionar y de enseñar a otros a gestionar. Capaces de delegar. Y ello, a ser posible, sin profesionalizarse en la actividad política.
Esto, sin embargo, es asunto mucho más complejo de lo que permiten estas líneas, y debe ser abordado de manera específica. Otra manera de hacer política sería el tema que abordara la historia de los intentos nuevos, de los desastres organizativos, de las rigideces de los partidos y el problema de su tendencia a la burocratización. Dentro de este tema estaría todo lo relativo a la invención de instituciones y de formas nuevas. Instituciones y formas que nacerán de la práctica, que se inventarán en la práctica social.
No hay duda de que la propuesta de Unidad Popular de Izquierda Unida es un paso importante para la renovación. Y lo será si se comprende que la Unidad Popular no es necesaria sólo ni principalmente para las elecciones, sino para la política fuera de las elecciones.
Muchos años, desde la transición, de inserción de la izquierda en las instituciones, a pesar del ninguneo de los medios de masas y de la limitación de esa inserción, han dado de sí una consecuencia funesta: la pérdida de una concepción de la política basada en la generación de hegemonía.
Generar hegemonía no es directamente conseguir el dominio político. No consiste en conquistar poder, por ejemplo el poder de un alcalde o de un grupo municipal. Generar hegemonía consiste en conquistar las cabezas para el proyecto social que se defiende, esto es: consiste en convencer a las personas para que desde su propia cabeza elaboren y colaboren en la divulgación y defensa de las ideas de sociedad alternativa, en cada campo de actividad; hegemonía significaría que hubiera muchos médicos, escritores y artistas, enseñantes, estudiantes, actores.. y transportistas, trabajadores, colectivos antisexistas y feministas, etc., que hicieran suyo el ideario de transformación social alternativa, que supieran orientarse por sí mismos político-socialmente.
La inserción en las instituciones no se puede hacer a costa de la pérdida de hegemonía social, del olvido de esta tarea.
Porque los problemas que ha de afrontar la izquierda son graves e inmediatos. Para empezar, debe colocar en primer plano la necesidad de que decrezca la desigualdad. Eso significa no sólo impulsar una fiscalidad progresiva y dura con las rentas más altas, sino sobre todo tratar de promover actividad productiva en ámbitos dejados de lado por un capital que parece preferir expandirse fuera de España: promover todo el ámbito productivo ecológico y de las energías renovables en las empresas; promover la repoblación urbanizada del campo, las industrias de la salud y la investigación biomédica, etc. Todo ello sabiendo que la Unión Europea se ha convertido en un problema en vez de ser una solución. Y se debe estar por una redistribución que beneficie a los parados y a quienes no encuentran un primer empleo; y también contra los pseudocontratos que proliferan en la economía neoliberal.
Y la izquierda ha de hacer éstas y otras cosas sabiendo hacia dónde va. Aquí está toda la dificultad de la formulación de objetivos a largo plazo. Eso exige aprender de los fracasos del pasado. Aprender de verdad. Descartar todo lo equivocado en la ideología o en la «teoría» que los presidía.
En el pasado, antes de que se impusieran las políticas neoliberales, el estado keynesiano, al que se llamó muy apologéticamente estado del bienestar, introdujo algunos cambios redistributivos que significaron un primer desgarrón en la relación salarial capitalista: con los salarios indirectos en la sanidad y la educación los trabajadores empezaron a percibir bienes al margen de la relación salarial directa. Claro es que eso fue sólo una reforma del capitalismo para protegerle de sí mismo. Pero aparecieron también fórmulas de solidaridad forzosa como las que dieron lugar al sistema de pensiones. Ciertamente, todo ello lo gestionaban funcionarios de estado absolutamente respetuosos con la propiedad privada de los medios de producción. Pero así y todo esas brechas de solidaridad y redistributivas que el neoliberalismo se ha apresurado a tapar, y a echar abajo lo que tenían también de conquistas sociales, indican el camino a seguir. El camino de un socialismo de la solidaridad.
El mercado, el intercambio de bienes, ha existido en cualquier sociedad compleja. Lo conocían ya los antiguos babilonios. Lo que hace capitalista al mercado es la conversión en mercancía de la capacidad para trabajar de las personas, sin dejar a la inmensa mayoría de la población otra posibilidad de vida que la servidumbre del trabajo asalariado. Abrir brechas en este sistema, para que de la producción socializada contemporánea puedan vivir no sólo los asalariados sino también aquellos que no encuentran trabajo, o que tienen dificultades especiales, es avanzar en el socialismo de la solidaridad y en la lucha contra las desigualdades reproducidas socialmente. Pero eso es sólo el principio.
[Fuente: Mundo Obrero, nª 292, enero 2016]
6 /
1 /
2016