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Joaquín Juan Albalate

Las causas del paro en el sector privado y público

En términos contables, el paro es el resultado de restar al volumen de puestos de trabajo que existen en un espacio y tiempo determinados, el volumen de personas que ya están ocupados en esos puestos de trabajo, es decir, aquellos que no trabajan pero que buscan un empleo. Ahora bien, el volumen de puestos de trabajo en una economía capitalista depende, directamente, del volumen de producción e inversamente de la producción por trabajador empleado (es decir, a mayor productividad menos necesidad de nuevos puestos de trabajo), lo cual depende, a su vez, del número de horas trabajadas, de la intensidad del ritmo del trabajo y del tipo de tecnologías utilizadas (Recio, 1997: 26).

Sea como fuere, lo cierto es que, si existe paro, es porque quienes pueden y, en todo caso, «deberían» crear empleo, no lo hacen, al menos en la medida que exige la demanda de empleo de un determinado territorio, por lo que como sólo los empresarios y el Estado son los únicos que pueden crear puestos de trabajo de asalariados [1], la principal responsabilidad de que exista paro es, en todo caso, de estos dos agentes sociales.

Las causas del paro en el sector privado

Ciertamente, las causas de que no se cree empleo y, por tanto, de que pueda aparecer el paro en el sistema capitalista porque la demanda de empleo crece por encima de su oferta, son complejas y múltiples. Particularmente, en el caso del sector privado hay, sin embargo, una causa que predomina por encima de todas las demás para crear o no empleo y, en todo caso, descienda o no el paro. Cuando los empresarios deciden crear un puesto de trabajo en su empresa es porque están convencidos (disponen de la información necesaria), de que un empleo de más va a proporcionar un margen de beneficios superior al que se obtendría si no se contara con esa nueva persona. Es a partir de ese tipo de racionalidad que lo primero que suelen hacer los empresarios es conocer cuál es la situación del mercado de trabajo (local, regional, nacional y, si fuera necesario, internacional) para, mediante procesos de selección, encontrar el o los candidatos, aparentemente más idóneos y adecuados a las necesidades que exige el o los puestos de trabajo y que justifican tal búsqueda.

Ahora bien, este proceso es más complejo de lo que parece a simple vista. Para empezar, la decisión final de contratar (invertir en) un nuevo puesto de trabajo dependerá, en buena medida, de si existe la suficiente seguridad económica para el empresario (expectativas de ventas o de negocios más o menos seguras en un futuro más o menos cercano), y jurídico-política (inseguridad/seguridad normativa por modificaciones legislativas que puedan afectar al ámbito económico o laboral –como cambios en las políticas fiscales o monetarias nacionales o europeas, reformas laborales–), o incertidumbre política como resultado de cambios en la composición de las instituciones políticas nacionales, europeas o internacionales que, igualmente, pudieran modificar el contexto normativo-político de un país hacia un signo contrario a lo deseado por los empresarios. Todos ellos, factores generadores de escepticismo  ante un hipotético futuro económico incierto que podrían poner en peligro el supuesto «rédito» de dicha inversión y deparar, con ello, la no creación de ese nuevo empleo.

En realidad, se trata de saber si el mercado económico o/y financiero garantizará a un empresario que aquella inversión le proporcione un retorno de rentabilidad de ese capital invertido que sea, como mínimo, igual o superior al que podría obtener de, por ejemplo, el depósito de ese dinero en las instituciones financieras públicas o privadas u en otras fuentes de rendimiento (Bolsa, fondos de inversión, etc.). Es en ese contexto y con la información que dispone el empresario sobre el mercado de trabajo, que éste podrá valorar si asume el riesgo de contratar a un nuevo trabajador o, por el contrario, prefiere no arriesgar ese capital y destinarlo a otros cometidos menos «arriesgados» que puedan compensar, al menos en parte, la no inversión en el empleo pendiente de cubrir o, simplemente, diferir en el tiempo esa decisión a la esperar de una coyuntura más favorable para el empresario, siempre que la urgencia por reponer el puesto lo permita.

De otro lado, las fuentes de información sobre el mercado de trabajo actual hace años que indican que las prioridades para encontrar empleo han cambiado radicalmente. Cada vez es más usual que, existiendo parados que buscan empleo, los empresarios desistan de contratarlos porque, como también aduce la vigente teoría neoclásica, aunque posean las cualificaciones profesionales exigidas por aquellos, carecen de la flexibilidad que esos demandan para afrontar la citada incertidumbre económica y financiera. De ese modo, factores de rigidez como el salario mínimo, el subsidio de paro, las cotizaciones sociales, los convenios colectivos, etc. (Navarro, 2011: 94), se han convertido en los principales impedimentos para el ejercicio de la libertad de empresa y para la propia competitividad internacional de ésta y, en definitiva, para que la supuesta nueva vía para alcanzar el pleno empleo se materialice.

No obstante, lo cierto es que ese camino hacia ese nuevo pleno empleo aún está muy lejos de lograrse, al menos en países como España, al estar ésta sostenida en la precariedad, en el trabajo temporal o parcial, en salarios a la baja –como la misma OCDE puso ya de relieve en 2012– cuando no en el trabajo sumergido o ilegal y a costa de un número de accidentes laborales y enfermedades profesionales intolerable para cualquier sociedad que se quiera llamar democrática.

Las causas del paro en el sector público

Por su parte, la creación de puestos de trabajo por parte del sector público sigue una lógica un tanto distinta a la del sector privado. Aquí la lógica se sostiene en la decisión política –y no en la del mercado, aunque cada vez esto sea menos cierto– que es la que estima si hacen falta más o menos empleados públicos (funcionarios o contratados laborales). La coyuntura económica influye, pero menos que en el sector privado, porque de lo que se trata es –al menos así era hasta finales del siglo XX– de tener los recursos humanos necesarios para cubrir las necesidades socioeconómicas asociadas al Estado de Bienestar de la población de un país.

Sin embargo, desde la perspectiva neoliberal –que es la que rige también, aunque «suavizada», en la gestión del personal en el sector público actual en España– cuando el Estado no crea empleo es porque los partidos políticos que lo controlan deciden, directa o indirectamente, reducir el gasto corriente y/o las inversiones públicas. Desde esa perspectiva, se ha impuesto el criterio de que el Estado ha adquirido una dimensión exorbitada que puede perjudicar el negocio empresarial del sector privado porque compite con este último produciendo y/o distribuyendo bienes y servicios a precios mucho más asequibles o, incluso, «gratuitos» (es el denominado «salario social» o en «especies»), para la mayor parte de la población.

Por tanto, según esta visión, el Estado ha de intervenir en la economía lo mínimo posible, desregulando las políticas fiscales y de empleo existentes para dedicarse, como antaño, a garantizar la seguridad territorial y ciudadana (ejército, policía, fronteras, aduanas, terrorismo, inmigración, etc.), así como los mínimos servicios sociales de la población (lo que se denominaba antes de la Segunda Guerra Mundial, Estado liberal o de mínimos), para dejar en manos del sector privado las principales decisiones macroeconómicas y todas las actividades seguras de ser rentables.

Se trata de la visión que hoy predomina en la mayor parte de los países europeos y que, como no podía ser de otra manera, sólo beneficia a los empresarios porque, entre otras cosas, la construcción del Estado de Bienestar apareció justamente para contrarrestar el poder omnímodo de la patronal y de las élites empresariales y sociales.

Además, como se ha podido constatar con la crisis financiera de 2008, la puesta en práctica de este tipo de políticas ha resultado ser, como mínimo, contradictoria para sus propios promotores: ni el contexto histórico y político es el mismo que el de los años treinta (ahora existe Estado del Bienestar, aunque sea precario en los países europeos más pobres, con el cual contrarrestar sus efectos más perniciosos), ni el declive del consumo, el cierre de empresas y el aumento de parados ha conllevado a consecuencias desastrosas como ocurriera en el crack del 29 en EEUU o durante los años treinta en Alemania.

En ese sentido, cuando los empresarios aplauden la reducción de la intervención del Estado, están propiciando que se reduzca el empleo público y, en su caso, las inversiones en obras y servicios públicos (cabe recordar que el Estado es el primer cliente de muchas de las grandes empresas privadas), provocando así la caída del volumen salarial público y, por tanto, la capacidad de consumo sostenido, dando lugar a que los empresarios vendan menos y acaben despidiendo a sus trabajadores, incluidos los públicos, como ha sucedido hasta ahora. Se trata de un proceso encadenado que genera paro y que sólo puede frenarse con una nueva intervención del Estado en la economía, como ya dijera Keynes.

Sea como fuere, lo cierto es que el escaso desarrollo del sector público constituye una de las principales causas que explica la estructural insuficiencia de puestos de trabajo en España. Servicios públicos propios del Estado de Bienestar como sanidad, educación, servicios sociales, guarderías públicas, ayudas a los más desfavorecidos (discapacitados, dependientes, marginados, excluidos, etc.), vivienda social, etc., tan solo dan empleo a un 9% [2] de la población activa de España. Si, por el contrario, España empleara el 25% de su población activa, como sucede en Suecia, en estos mismos menesteres, la cantidad de nuevos puestos de trabajo rondaría los cinco millones, con lo que, prácticamente, se eliminaría el volumen del paro de los momentos actuales (Navarro, 2011: 92). La diferencia estriba en que, mientras el coste de los empleados públicos suecos se financia con una política fiscal expansiva, relativamente ecuánime en cuanto a proporcionalidad impositiva por grupos sociales de más a menos renta se refiere, en cambio, en España esa situación es impensable porque, no sólo tal tipo de política es inexistente, sino que, de ser ésta posible, tendría que cambiar mucho la distribución impositiva de todos los impuestos para que tal cosa sucediera.

Y, para ello, no sería necesario que la carga impositiva que recae en las rentas del trabajo estuviera en los niveles de la de los nórdicos (un trabajador cualificado del automóvil en España puede estar pagando hasta un 75% de los impuestos que paga un trabajador sueco equivalente en ese mismo sector); el problema es de la gran diferencia que existe entre lo que se recauda en términos de rentas del capital en uno y en otro país. Así, los individuos con mayor poder adquisitivo (grandes directivos y grandes propietarios de bancos y de grandes empresas y multinacionales), cuando pagan los impuestos que les obliga el fisco español, sólo pagan un 20% de lo que pagan sus homólogos suecos.

 

Bibliografía

Navarro, Vicenç, et alt. (2011), Hay Alternativas. Propuestas para crear empleo y bienestar social en España, Madrid: Sequitur-Attac España

Recio, Albert (1997), Paro y mercado laboral: formas de mirar y preguntas por contestar, en Recio, A. et al, El paro y el empleo: enfoques alternativos, Valencia: Germania 

 

Notas

[1] Un asalariado que emplea legalmente a otro asalariado a su cargo deja de ser, automáticamente, asalariado para pasar a ser empresario o autónomo.

[2] El resto –igualmente, con datos de 2008- y hasta un total del 12,75%, se refiere a todos los otros empleados y funcionarios públicos que, generalmente, no computan directamente en lo que, comúnmente, se entiende por Estado del Bienestar, como todos los que trabajan en sectores como la defensa o equivalentes, o en empresas públicas en manos del Estado y de las diversas Administraciones Públicas distintas al Estado, al entenderse que, si bien son también empleados públicos, sus funciones no tienen la misma consideración “de necesidad social” que las de los primeros. De igual manera habría que operar con las cifras de Suecia (25% y 26,2%, respectivamente), sólo que es, más que visible, que en este último país la proporción de empleo público destinado a desempeñar tareas, estrictamente, propias del Estado del Bienestar, es mucho más elevada que la de España.




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2016

La política electoral, si bien no debe desestimarse, no puede ubicarse en el centro de ninguna acción política radical seria, orientada a cambiar las instituciones que sustentan el sistema político, desmantelar las ideologías hegemónicas y fomentar el tipo de conciencia de masas en que habría de basarse un cambio social y político desesperadamente necesario.

Noam Chomsky
The Precipice (2021)

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