La política electoral, si bien no debe desestimarse, no puede ubicarse en el centro de ninguna acción política radical seria, orientada a cambiar las instituciones que sustentan el sistema político, desmantelar las ideologías hegemónicas y fomentar el tipo de conciencia de masas en que habría de basarse un cambio social y político desesperadamente necesario.
Joaquín Arriola
Privatizar la política
En el año 2000, en la denominada Estrategia de Lisboa, la Unión Europea se propuso “convertir la Unión Europea en la economía basada en el conocimiento más competitiva y dinámica del mundo, capaz de crecer económicamente de manera sostenible, con más y mejores empleos y con mayor cohesión social” (sic). Se elaboró un plan para conseguir este objetivo en 2010, basado en creación de empleos, inversión en I+D y reducción de emisiones de CO2. Pero al poco tiempo ya se vio que los objetivos planteados no se iban a conseguir ni por aproximación (“La economía europea no ha alcanzado los resultados previstos en materia de crecimiento, de productividad y de empleo. Se ha ralentizado la creación de empleo y las inversiones en investigación y desarrollo continúan siendo insuficientes”, señala la Comisión en uno de sus informes de evaluación).
Se puede pensar que no se había analizado correctamente la coyuntura ni las especificidades de la Unión, que la competencia no es precisamente la clave de interpretación de los tiempos que corren o que los medios para lograr los objetivos no eran los más adecuados. Para la Comisión Europea, el problema se centra en salarios demasiado elevados y en Estados poco colaboradores. Para ello se apoya en el diagnóstico de lo ocurrido que subcontrató a un grupo “de alto nivel” (Informe Kok), que llega a afirmar que el fracaso de la estrategia se debió, entre otros factores, a que según los expertos el estado de bienestar obstaculiza las mejoras de la productividad, a la existencia de salarios demasiado elevados que hace que las inversiones emigren hacia países con “un nivel poco elevado de sus remuneraciones” y a la falta de compromiso de los estados con la estrategia.
Es curioso que para los organismos internacionales y los paneles de expertos bien remunerados, la raíz de los problemas económicos esté siempre en que los salarios son demasiado altos. En todo caso, se decide continuar por la misma senda (“no se ponen en cuestión ni el diagnóstico ni las soluciones”), con una estrategia renovada (Lisboa 2005), en la que el objetivo más relevante es completar el mercado único de servicios. En la comunicación del presidente Barroso y su vicepresidente Verheugen, un elemento clave de toda la estrategia era la moderación salarial, aunque solo se nombra una vez, para no llamar demasiado la atención: “garantizar que la evolución de los salarios no supere el crecimiento de la productividad a lo largo del ciclo”.
Al cabo de un par de años, se produce el colapso del mercado financiero internacional y la crisis económica. Así que tampoco la revisión de la agenda llega a buen puerto. Pero, de nuevo, para la Comisión Europea los culpables no son por ejemplo un concepto más ideológico que real de competitividad, la eliminación del instrumento de la política monetaria y cambiaria en los países del euro, la falta de ambición del presupuesto comunitario, la subordinación de las estrategias comunitarias a la influencia de los grupos de presión empresarial o el “todo mercado” como receta única para todo tipo de enfermedades económicas. Huyendo de este tipo de análisis, para la Comisión, tal y como se deduce del documento de trabajo de evaluación de la estrategia de Lisboa de febrero de 2010, los responsables son de nuevo los salarios demasiado elevados y los estados irresponsables. Así que se pone en marcha una nueva estrategia, denominada Europa 2020, en la que lejos de mostrar arrepentimiento y propósito de enmienda, se recomiendan dos tazas y media del mismo café de la estrategia anterior. Pero, como en la década previa, la nueva nave europea de los deseos amenaza con encallar al tropezar con los bancos de arena de la realidad: el empleo se reduce, la inversión en innovación se estanca, el cambio climático se acelera, la educación se encarece y la pobreza aumenta sobre todo en los países más ricos.
Así que, de nuevo, tenemos a los presidentes al rescate. Ahora ya no es uno y su segundo, sino nada menos que cinco presidentes (de la Comisión, del Consejo, del BCE, de Eurogrupo y del Parlamento Europeo) los que anuncian que han dado con el camino correcto, que consiste, como no podía ser de otra forma, en avanzar por la misma senda, pero más rápido. Ahora, el énfasis no está en la unificación del mercado de servicios (que también) sino en la unificación del mercado financiero europeo: un único mercado de capitales para que los bancos engorden todavía más y un único pastor para vigilar el rebaño, esto es, el Banco Central Europeo, se anuncian como la solución final para las crisis financieras. De lo que se desprende que para las autoridades comunitarias estas crisis no derivan de haber permitido que las entidades de crédito crecieran demasiado alimentándose unas a otras, creando mercados y productos financieros sin freno ni control, sino de que pastaban en mercados cercados. Llama la atención asimismo que los cinco presidentes (5P) consideran que pasar del mercado único a la unión económica requiere la unificación del mercado de bienes, del mercado de servicios, del mercado de capitales… pero no del mercado de trabajo.
Para completar tan refinado diagnóstico y recetario, los presidentes proponen también su medicina para los males del Estado. Paradójicamente, en este caso, no se recomienda engordar, sino adelgazar. Ya en los años 80, con la primera ola de neoliberalismo, se estableció el dogma de la intervención ineficaz del Estado en la producción de bienes y servicios. Que la retirada del Estado de la producción haya llevado a un considerable proceso de desindustrialización en países como España no anima a establecer un vínculo entre una cosa y otra, sino a profundizar en el dogma mayor de la religión neoliberal: la culpa Behatokia es de los salarios elevados y, en su caso, de la holgazanería consuetudinaria de los trabajadores, que hacen perder “competitividad” a sus empresas y naciones.
Pero lo que se desprende de la propuesta de los 5P es algo más sutil e innovador; ahora de lo que se trata es de lograr la retirada del Estado de la política. En parte ya se ha logrado con el sistema que se implementó en 2012 para controlar los presupuestos públicos: el denominado semestre europeo o el pacto fiscal significa en la práctica que la discusión democrática y parlamentaria sobre las prioridades y el diseño estratégico del gasto público se subordina a los límites que previamente establezca la Comisión y sancione el Consejo, es decir, a lo que digan gentes que no han sido votadas para decidir sobre los destinos colectivos del país.
Pero la cosa va más allá. Los 5P anuncian que en 2017 presentarán unas líneas de actuación para profundizar en la unión económica europea. ¿Acaso a partir de un debate democrático entre los ciudadanos europeos? Pues no, más bien será a partir de lo que diga “un grupo consultivo formado por expertos”. Dado que los ministros de Economía no son capaces de gobernar conforme a las reglas impuestas desde fuera del debate democrático, se ha obligado a todos los países a establecer consejos fiscales, en la perspectiva de establecer un Consejo Fiscal Europeo, al margen de cualquier debate democrático, que definiría las líneas maestros de la política fiscal de los países miembros del euro. Y para garantizar que tampoco los interlocutores sociales se saltan las reglas, se recomienda crear unas “autoridades de competitividad” que, sin ningún mandato constitucional ni democrático, se interpongan entre los trabajadores y la legislación que favorece acciones para mejorar los salarios.
La desconfianza hacia la autonomía de la política y el debate social forma parte del ADN de la “nueva Europa”. La tendencia a excluir a la ciudadanía y sus representantes del debate presupuestario, fiscal, salarial, y su transferencia a cenáculos de expertos independientes de los ciudadanos y dependientes del mundo de los negocios y las business schools alcanza incluso al poder judicial, al cual se hurta la defensa del interés general para situar este al mismo nivel que el interés empresarial de las grandes corporaciones, como se observa en las negociaciones del pacto transatlántico o en las de la Organización Mundial de Comercio. Si la democracia no está en peligro, lo parece.
[Joaquín Arriola es profesor de Economía Aplicada de la UPV/EHU. Este artículo ha sido publicado orginalmente en el diario Deia. Fuente: http://www.deia.com/2015/12/31/opinion/tribuna-abierta/privatizar-la-politica]
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