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Cristina S. Barbarroja

Agustín Moreno, el maestro de la reivindicación

MADRID.- Advierte, antes de que nos pongamos a charlar, de que él es intenso, “un hiperactivo sin diagnosticar”, y enseguida se entiende por qué. Caminamos por el barrio de Lavapiés y en sólo 100 metros, es asaltado dos veces por un par de jóvenes que le saludan con cariño, quizás admiración. La primera, que le pregunta si se ha jubilado ya, “es una joven compañera” -excusa la interrupción. La segunda parada no necesita presentaciones; quien le llama la atención es el eurodiputado de Podemos, Miguel Urban. Pero el explica igualmente: “Soy muy amigo de su padre”. 

Chispea en Madrid y se declara feliz Agustín Moreno (Madrid, 1951) que sugiere, sin embargo, entrar al calor del Barbieri, un café decimonónico de la calle Ave María. Al quitarse la chaqueta, descubre, prendida en el jersey, justo encima del corazón, la chapa verde ‘Escuela Pública de todos, para todos’. “No me la quito. La llevo a diario. La camiseta me la pongo todos los miércoles”.

Porque Agustín es maestro, profesor de Historia desde hace más de 18 años; desde que en 1996 dejó las responsabilidades sindicales para dedicarse a los chavales de entre 13 y 17 años a los que hoy regala su “intensidad”. En 2008, pudo convertirse en coordinador general de Izquierda Unida, pero aún se ratifica lo que le iluminó entonces: que “la educación, aunque se ejerza en centros de difícil desempeño como en el mío en Vallecas, es un balneario al lado de la política”.

Quizás sea porque para él no fue fácil. Hijo de desplazados toledanos por la Guerra Civil, nieto de un asesinado por el franquismo, Moreno nació en una casita baja de Usera. “Mi padre era un trabajador del metal de Méndez Alvaro. A través de un amigo de la fábrica que le preguntó: ‘¿Tu hijo es un chaval espabilao?’ conseguí una beca y me fui a estudiar a la Universidad Laboral de Sevilla, un invento de Franco para captar a los hijos de los trabajadores para que dieran soporte a la industrialización y al sistema productivo”. 

Aunque con sus antecedentes familiares -su padre estuvo en prisión- es de los que llevan el compromiso en el ADN, Agustín asegura que lo suyo es “mucho más íntimo, más propio”. Da un corto trago a su caña y explica: “En mi casa, como en muchas otras casas de derrotados, se procuraba hablar poco de la guerra. Era un mecanismo de protección, para evitar que nos metiéramos en líos. Fui tomando conciencia poco a poco. El paso definitivo se da cuando haces de la injusticia y la opresión una cuestión personal y decides comprometerte con las consecuencias que aquello tiene” 

Era un adolescente cuando el sufrió la primera: su participación en una huelga universitaria le costó la beca y un periplo por una cementera, una distribuidora de butano y varios barcos de pesca para poder seguir costeándose sus estudios de maestro industrial en Cataluña. Las siguientes, cuando puso siglas a su contrato con la pelea antifascista, serían mucho más duras.

El niño de CCOO

“Cuando llegué a Madrid, a la Escuela de Ingenieros Industriales me comprometí con el Partido Comunista, que era el único partido de oposición de izquierdas realmente existente. En el 73, tras la aparición de una pintada en Vallecas por la libertad de los encausados en el Proceso 1001, la Social vino a buscarme a casa. Aunque tengo una magnífica concepción del ser humano, pensaba que nadie iba a cantar. Me llevaron a Sol, a la Dirección General de Seguridad. Había un manual que decía ‘si te detienen niégalo todo, comete los teléfonos, los papeles’. Así lo hice yo y me llevé una buena manta de golpes”.

Y se le ilumina la cara en la que se dibuja una sonrisa cuando recuerda que, “tras tres días en la DGS, dos en Las Salesas y cinco en aislamiento, se me apareció un angel”. Esa visión celestial fue la de la abogada del PC,Manuela Carmena, cuyas artes no evitaron que el Tribunal de Orden Público condenara a Agustín porpropaganda ilegal y asociación ilícita. 

“El segundo incidente -dice eufemísticamente- tuvo lugar en el 74. No fue detención porque no me dejé. Ya vivía en en Usera, cuando se presentaron en casa de nuevo. Salté desde la ventana de un tercero. Me salvaron las piernas”. No le pasó nada en la caída, y sus piernas fueron más rápidas que las de la Social, pero a Moreno le tocó pasar escondido meses entre un zulo de Lavapiés y la Ciudad de los Muchachos de Ourense, de donde recuerda “al padre Silva y otra muy buena gente que aún hoy sigue trabajando con los más desfavorecidos en El Gallinero de Madrid” 

“Nunca he dejado de arriesgar más allá de lo razonable. Era una vida loca pensando que íbamos a acabar con Franco en dos días”. A pesar de estar condenado en rebeldía, el osado decidió volver a Madrid y ponerse a trabajar en la construcción de la delegación de Hacienda de Rios Rosas, justo enfrente del cuartel de Guzman El Bueno, de la que tuvo que salir por patas -“y otra vez me salvaron”- tras celebrar una asamblea de mil trabajadores a la vista de la Guardia Civil. 

“Es en ese momento cuando me adoptaron el Comisiones Obreras y sólo tengo buenos recuerdos. De Macario Vargas un carpintero vallecano, un cielo de tío; de otro histórico, Arcadio González; y de Francisco García Salve, Paco El Cura. Estos veteranos eran el el hilo rojo, los que mantenían el rescoldo ardiendo”. Pero con el recuerdo con el que le brillan los ojos -quizás sea porque ha empezado a sonar un piano en el Barbieri- es con el de Marcelino Camacho.

“Personificaba lo mejor de la clase trabajadora, lúcida, con conciencia de lo que es, que no se resigna, que no se siente derrotada, que sabe, en esa excelente tradición obrera, que primero hay que cumplir para luego reivindicar, que tienes que escuchar a la gente, estar pegado al suelo, con una integridad a prueba de bombas y de halagos. La autoridad moral que irradiaba era precisamente por eso: por su talla sindical pero, sobre todo, por su talla como persona”. 

La admiración debía de ser mutua porque al chaval espabilao no tardaron en ofrecerle responsabilidades en el sindicato. “En el 77, una vez legalizado, Marcelino y Nicolás Sartorius se dieron cuenta de que tenían que convertir el sindicato en organización”. Con sólo 27 años, le enviaron a la Secretaría de Federaciones. En el 78, en el primer Congreso, lo convirtieron en el responsable de la Secretaría de Acción Sindical.

‘Qué sindicatos aquellos’

“Yo era un niño. Me río cuando se habla de la renovación. Para renovador, Marcelino Camacho, que confió en chavales como yo o como Antonio Gutierrez, que es un año mayor que yo. Hacíamos de todo. Ibamos donde estaba el balón. Fue un periodo super intenso”. Tanto que cuando el histórico líder de CCOO decidió dar un paso atrás, ofreció la Secretaría General a sus aprendices. “Yo dije que no y apoyé a Gutierrez en su decisión”. 

“Fueron los tiempos más brillantes del sindicalismo”, afirma y cae en ese momento en la cuenta de la fecha en la que nos encontramos: 14 de diciembre, aniversario del 14D, la huelga general del 88 que Agustín describió en algún artículo como la mayor movilización sindical de la historia de este país. “Después llegaría Felipe González, un personaje lamentable, el concertar por concertar, las negociaciones secretas de Gutierrez con Solchaga, las reformas laborales, la política del mal menor” y Moreno pasaría a liderar el llamado Sector Crítico de CCOO. 

La ruptura cristalizó en el Congreso de 1996 “cuando echan a Marcelino de la Presidencia de mala manera y nos despiden a todos de la dirección del sindicato”. Al casi ingeniero, que no pudo terminar la carrera por otro expediente disciplinario, le había dado tiempo a licenciarse en Historia por la UNED, mientras cuidaba de sus dos hijos y de la organización de Comisiones. Con el adiós al sindicato -aunque a día de hoy siga pagando religiosamente sus cuotas- le llegó la mejor noticia: una plaza en la educación secundaria. 

Tan buena que, en 2008, cuando Julio Anguita le propuso hacerse cargo de la coordinación de Izquierda Unida en sustitución de Paco Frutos, también dijo que NO. “Estoy donde quiero estar: en la enseñanza. Mi única ambición siempre ha sido trabajar lo mejor posible y lo que consideraba que era mi obligación. A pesar de estar en un centro de difícil desempeño, eso es para mí un balneario en comparación con la política que es… yo que sé”. 

No ha muerto sin embargo el predicamento del maestro fuera de la escuela. Mientras chispea en la calle, dice que “el sindicalismo es tan necesario como un paraguas en tiempos de lluvia y ahora está mal. Habrá que redundarlo sobre bases nuevas, pero recurriendo a la mejor tradición del sindicalismo de clase: las asambleas, estar pegado a la gente, a la calle, negociar con presión detrás y buscando aliados”.

Como educador confía en la juventud: “Es espléndida en términos generales. Tiene muchos valores, que entonces no teníamos. Ha interiorizado la libertad, la igualdad, el derecho a la participación”. Y de entre los jóvenes destaca a uno, con la mirada puesta en el próximo domingo. “Yo voy a votar a Alberto Garzón, porque sobre las cenizas no se puede construir nada nuevo. Y porque la izquierda está condenada a entenderse tras e 20D”, concluye.

[Fuente: Público.es]

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2016

¿Cómo viven los vivos con los muertos? Hasta que el capitalismo deshumanizó a la sociedad, todos los vivos esperaban la experiencia de la muerte. Era su futuro final. Los vivos eran en sí mismo incompletos. De esa forma vivos y muertos eran interdependientes. Siempre. Sólo una forma de egotismo extraordinariamente moderna rompió esa interdependencia. Con consecuencias desastrosas para los vivos, ahora pensamos en los muertos en términos de los eliminados.

John Berger
Doce tesis sobre la economia de los muertos (1994)

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