La política electoral, si bien no debe desestimarse, no puede ubicarse en el centro de ninguna acción política radical seria, orientada a cambiar las instituciones que sustentan el sistema político, desmantelar las ideologías hegemónicas y fomentar el tipo de conciencia de masas en que habría de basarse un cambio social y político desesperadamente necesario.
Junius
Cuando poco es mucho, cuando lo pequeño es grande
En estos últimos días hemos asistido a una de las batallas más importantes y audaces libradas por nuestra joven, y a veces no excesivamente bella, democracia. Es probable que pronto sea olvidada en los anales oficiales de nuestros sistema político —a los ganadores finales no les es grato gobernar con deudas pendientes, prefieren pensar que sólo se deben algo a ellos mismos, y finalmente creer que es el pueblo quien debe tributarles gratitud—, pero hay lecciones que vale la pena no olvidar. Sobre todo por los de abajo. Con ellas maduran y, en el fondo, hacen madurar a todo nuestro sistema político. Algo de ello ya había en el grito «no nos falles» con el que fue recibido el nuevo poder constituido. Aunque fueron otros gritos, y otras músicas, las que determinaron todo lo que estaba en juego durante estas jornadas.
Después de los peores atentados de nuestra democracia, una verdad demasiado dolorosa se hacía evidente. Para todos aquellos que pensaban que las «gallinas no vuelven por la noche al corral», tal como recordaba Malcolm X durante la guerra de Vietnam, podíamos seguir viviendo en nuestra burbuja de prosperidad occidental independientemente de aquellos actos que en nuestro nombre se apoyasen o se realizasen más allá de nuestras fronteras, o, incluso, no había contradicción entre estar en contra de la guerra y apoyar a unos nuevos mesías guerreros, ya que ellos representaban la madurez de los hombres y mujeres de estado, mientras nosotros manteníamos intactos nuestros virginales valores, acomodados en nuestros negocios, el sueño terminó. Y a pesar de ello, lo que le siguió no fue el despertar, sino la pesadilla. Ante esta verdad se impuso la mentira. Mentira organizada desde las altas esferas del poder. Mentira seguida por sus acólitos mediáticos. Mentira tan grande que incluso dentro del Estado encontró resistencias. Mentira que no puede ser definida de otra manera de lo que realmente es: un intento de golpe de estado mediático.
Y si, en esos momentos, era difícil percibir la verdad entre los organizadores de la confusión. Si era difícil verla sobre todo en algunos lugares del Estado, en el mismo centro del intento de golpe de estado mediático, fue un puñado de gentes los que trabajaron, larvadamente primero, para sacarla a la luz. Mientras los (des)informadores callaban, o tronaban sus embustes, preguntas sencillas fueron formuladas a nuestros líderes: ¿quiénes eran los culpables? Señalando que algo de culpabilidad había en ellos mismos, de otra forma no tendrían por qué esconder la verdad, no tendrían que huir de las manifestaciones que ellos mismos habían organizado. Manifestaciones, y caceroladas, que con sus gritos y sus ritmos juntaban dos hechos, aunque no fuera explícitamente, que nadie quería juntar, que ningún líder, ni los de la principal oposición, se atrevía a señalar: el terror y la guerra. O mejor dicho, en su orden justo, la guerra y el terror. Y eso desencadenó los hechos. Mientras los conspiradores contra la verdad acusaban a estas gentes de antidemocráticas, y algunas de nuestras organizaciones de izquierda no sabían, afanadas en mostrarse como organizaciones de orden, contestarles, una pequeña marea creció ante los centros simbólicos del poder gobernante. «No se puede votar sin saber la verdad» gritaban y con esta pequeña certeza ya señalaban que la verdad era la mentira y que la mentira estaba teñida de sangre, siempre lo había estado, pero ahora ya era nuestra sangre. Pequeñas verdades que fueron elaboradas por gente común y que fueron más allá, y con más efectividad, que cualquier complejidad política. El poder intentaba responder y, con cada respuesta, más evidente se hacía su falsedad.
Después muchos cambiaron su voto y muchos de los que no habían votado nunca, y que probablemente no volverán a votar, decidieron que había que acabar con la pesadilla. Lo increíble, lo imposible hasta ese momento, se encarnó: los golpistas no perdieron, fueron expulsados del poder. Ante lo cual, muchos de los que mintieron durante estos días cambiaron sus mentiras por otras en esa noche. Se salvó la democracia, pero lo que realmente se salvó fue nuestra dignidad como seres humanos libres. No luchamos por mucho, no estaba en juego una nueva sociedad, ni siquiera una vida mejor para los que menos tienen, sólo nuestra libertad de pensar libremente. Y movía a asombro ver a militantes de los movimientos sociales más radicales, aquellos que nunca han creído en la democracia formal, mezclados con persones normales y corrientes, y cómo, conjuntamente, percibían una realidad que no podía dejar de impulsarlos: una vez la mentira organizada a niveles extremos hubiese triunfado, no había vuelta atrás. Sería el poder sin ataduras, el poder que sabía que ya no había limites en su vanidad, necedad y ambición. Era la posibilidad que una pesadilla se volviese real marcando ya definitivamente nuestras vidas y ante ella volvimos a confiar en nosotros mismos, desconfiados de todo como somos, y a confiar en los demás y esa realidad nos estremeció de nuevo.
Vale la pena seguir recordando: recordar qué hizo cada uno durante esos días, recordar que aún podemos confiar en nosotros y que los lemas de esas noches son un tributo que los gobernantes deben al pueblo. «Los soldados a casa», no mañana, hoy.
30 /
4 /
2004