La política electoral, si bien no debe desestimarse, no puede ubicarse en el centro de ninguna acción política radical seria, orientada a cambiar las instituciones que sustentan el sistema político, desmantelar las ideologías hegemónicas y fomentar el tipo de conciencia de masas en que habría de basarse un cambio social y político desesperadamente necesario.
Albert Recio Andreu
Syriza y los dilemas de la izquierda alternativa
I
En los meses pasados muchos de nosotros hemos vivido en una especie de montaña rusa emocional. La victoria de Syriza en las elecciones griegas abrió muchas expectativas de que por fin alguien hacía frente a las políticas de austeridad que han dominado las políticas europeas de tratamiento de la crisis. La victoria de coaliciones de izquierdas en las grandes ciudades españolas reforzó aún más la sensación de estar ante un cambio de ciclo. El resultado del referéndum griego elevó más todavía nuestras ilusiones. Y precisamente cuando estábamos en la cúspide del optimismo, el gobierno de Tsipras cambió completamente de tercio, prescindió del mediático ministro Varoufakis y se acabó plegando a las imposiciones de la troika. Syriza se ha roto y ahora la derecha blande el ejemplo griego como una muestra más del fracaso de las opciones de izquierda. La verdad es que he leído bastante sobre lo que ocurrió en los días decisivos, pero me siguen faltando datos que expliquen el proceso que llevó a convocar un referéndum que era un verdadero órdago, para luego rectificar automáticamente sin dar la consiguiente batalla. Intuyo que, además de que existiera una corriente conservadora en el seno de Syriza, hubo presiones de diverso tipo que nadie quiere explicar. Pero sea cual sea el proceso que tuvo lugar, lo que resulta evidente es que se saldó con un fracaso total: se va a aplicar una tercera y más radical versión de la política de austeridad (en el plano económico, Grecia parece más un viejo protectorado que una nación independiente) y se ha quebrado una organización política que aparecía como un referente a tener en cuenta para gran parte de la izquierda del Sur de Europa. Esta situación es bastante más que un mero episodio, y si para algo debe servir es para reflexionar sobre las dificultades y las opciones que pueden adoptarse en la actual situación.
II
Hay, de entrada, una cuestión que afecta a toda la política de izquierda y que es también observable en nuestros lares. Una cuestión que está presente en toda la tradición de izquierdas, la tensión entre estructura y acción política. Una tensión que atraviesa toda la trágica historia de la izquierda radical entre lo que realmente puede cambiarse y lo que tratamos de hacer en nuestras acciones políticas. La vieja presunción del stalinismo de que podía existir un método científico que pudiera determinar en cada momento cuál era la política adecuada se mostró totalmente fallida. Aun así, no es difícil encontrar entre mucha gente de izquierdas esta tendencia a pensar que se tiene el conocimiento claro de qué hacer en cada momento. Mucho de lo escrito en días recientes sobre Grecia obedece a este tipo de literatura. La contradicción real queda, sin embargo, sin resolver.
Por una parte está el peso de la estructura. No sólo de la económica, del sistema de poderes que caracteriza a la economía de cada país, del papel de los poderes supranacionales, de las limitaciones de recursos. La estructura es también el conjunto de instituciones y procesos sociales que organizan la vida de la gente no sólo en el plano económico, sino en el conjunto de su vida social. Una estructura que influye sobre los comportamientos cotidianos, las aspiraciones, las respuestas sociales. Ninguna estructura es completamente cerrada ni estática, pero en el corto plazo hay muchas cosas difíciles de cambiar, puesto que toda estructura (o sistema) tiende a tener mecanismos de reproducción y perpetuación. La estructura tiende a reforzar la continuidad, a reprimir los intentos de transformación. Conduce a un mantenimiento del statu quo.
Por otra parte, la política se sitúa en el plano de la acción. Del cambio. Exige una cierta dosis de voluntarismo, de riesgo a la hora de tratar de cambiar las estructuras, de promover transformaciones. En gran medida, lo que pretende la acción política es dinamitar o transformar las estructuras, cambiar sus lógicas. En general, los momentos de movilización política entusiástica están dominados por esta situación de voluntarismo, de pensar que “sí se puede” que conducen a menudo a infravalorar las resistencias que emanan de la estructura. A pensar que los cambios dependen sólo de quién esté en el poder. Y esto a menudo provoca que en las fases de ascenso se pierda de vista cómo habrá que actuar cuando la estructura despliegue todas sus armas para limitar y esterilizar las reformas y cambios que se quieren impulsar.
En un sistema político democrático, esta tendencia a sobrevalorar la propia capacidad de acción se refuerza por el simple hecho de que se trata de convencer a los votantes de que una nueva fuerza política demostrará que se pueden hacer cosas distintas o de distinto modo; en suma, que es la voluntad política la que determina fundamentalmente la dinámica social.
Creo que entre los errores de Syriza hubo claramente esta sobrevaloración de la propia capacidad de acción; de que se contaba con argumentos suficientemente sólidos para forzar un cambio en las actitudes de los interlocutores y no se percibió el grado de consolidación de la política ordoliberal ni se entendió el juego de fuerzas que la iban a reforzar (muchos de los dignatarios de países en problemas, como en el caso de España, se sumaron alegremente a las exigencias del bloque dominante no sólo por su apego al programa de austeridad, sino también por el temor a ser barridos en sus países por fuerzas de izquierda de orientación parecida a la de Syriza).
El problema con el voluntarismo es que, cuando se encuentra con sus límites, acaba por provocar dos tipos de respuestas igualmente perversas. La primera, la que parece haber adoptado la facción dominante de Syriza, es la adaptación acrítica al nuevo entorno. No sólo se trata del miedo a la pérdida del poder, sino también de la confianza en que las cosas se pueden hacer mejor que si se encarga de ellas la derecha. Es una vía que casi siempre conduce a la sumisión, a renunciar a proyectos alternativos excepto en aquellos campos que no resultan centrales para el poder dominante. La segunda, la que pueden adoptar las corrientes disidentes, es la de reafirmarse en principios abstractos, en propuestas tan generales que son incapaces de generar movimientos reales de cambio; que sirven para movilizar a la base de convencidos, pero que resultan insuficientes para cambiar la situación. En suma, que las alternativas más posibles se encuentran entre la cooptación y la marginación.
III
La táctica de Syriza hasta llegar al desastre final se sustentó en gran parte en la ignorancia del poder y en la confianza en que la buena razón democrática y la evidencia de un claro apoyo popular serían suficientes para cambiar las políticas de la Unión. No son los únicos en partir de este planteamiento ingenuo; basta escuchar el discurso de Manuela Carmena o incluso el ingenuo planteamiento de gran parte del independentismo catalán para observar que este radicalismo naïf está bastante arraigado. Una pérdida de visión que tiene, a mi entender, dos fallos graves. En primer lugar, no entender que los poderosos suelen persistir en sus proyectos mientras cuentan con una correlación de fuerzas favorable. Da igual que el actual proyecto de construcción europea tenga fallos estructurales sistemáticos o que llevar a cabo una guerra en Iraq sea una auténtica locura. El proyecto tira adelante mientras convenga a la fuerza dominante y no se tenga que enfrentar a costes que la hagan desistir. La única forma de parar un proyecto es generar dinámicas que cambien la correlación de fuerzas y generen costes que obliguen a replantear la iniciativa. La cuestión es que en el estadio actual esto requiere una acumulación de fuerzas que está fuera de la capacidad de un solo gobierno en un pequeño país. En segundo lugar, la representación del poder actual como una élite reducida, aislada del resto de la sociedad, es totalmente errónea. El sistema de poder actual se sostiene sobre una amplia red de intereses, instituciones y prácticas sociales que le conceden una enorme densidad. En el terreno económico, por ejemplo, están tanto los poderosos grupos económicos, con sus redes de asesores, voceros y lobbies organizados, como una academia económica que en gran parte participa de la ideología de estas élites y las nutre de instrumental técnico para sus operaciones. Cualquier economista, pongamos Varoufakis, que plantee una alternativa molesta va a sufrir un ataque feroz en todos los campos (en una pequeña discusión en mi universidad, el argumento más habitual fue que había negociado mal; nadie entró a considerar el fondo de la cuestión). Romper esta hegemonía requiere un proceso social más intenso y sostenido en el tiempo que un mero proceso electoral; requiere una movilización social en muchos ámbitos y un nivel de sacrificio social que hoy nadie ha planteado en serio.
IV
La cuestión del sacrificio del coste social es seguramente la peor tratada en todo el proceso. Sin duda las políticas de austeridad que ha impuesto la Unión Europea a Grecia, y a otros países, tienen unos costes sociales insoportables para mucha gente. Pero cualquier alternativa a los mismos tiene que afrontar, al menos a corto plazo, costes sociales como mínimo parecidos.
La situación actual de Grecia es desesperada por lo que respecta a las alternativas no sólo por la deuda. El problema del país es el de una economía que requiere, para subsistir con los actuales niveles de vida, un flujo constante de importaciones debido a que su aparato productivo es insuficiente para producir lo que consumen la población griega y los turistas que constituyen su principal fuente de ingresos. Como ocurre en otros países, es una situación a la que se ha llegado tras un largo proceso en el que han intervenido fuerzas tanto externas —las políticas de integración europea en primer lugar— como internas, las opciones que han ido adoptando las élites económicas; al igual que las flaquezas del sector público griego tienen que ver con procesos internos y externos. La opción del Grexit no resuelve ninguno de estos problemas a corto plazo. Salir del euro y pasar a un nuevo dracma no elimina la deuda ni resuelve los problemas del comercio exterior. La deuda en euros, o en dólares, seguirá en manos de los mismos acreedores, y cómo se resuelva el problema dependerá de la negociación con ellos. Lo que altera la nueva moneda es el tipo de cambio exterior: se abaratan las exportaciones y se encarecen las importaciones. En una economía con una base productiva más sólida, el “shock” puede ser positivo porque reanima la actividad interior y frena el endeudamiento externo. Pero esto parece dudoso en el caso de Grecia, con una estructura productiva tan débil. El carácter básico de muchas de las importaciones puede permitir nuevos estrangulamientos por parte de los acreedores. Lo que, en cambio, sí que se gana con la salida del euro es mayor autonomía en la política económica, por ejemplo la posibilidad de fijar controles a los movimientos de capitales. Pero a corto plazo es indudable que la población va a pasar estreches que, a diferencia de lo que prometen las propuestas europeas, se producen en un marco de incertidumbre totalmente nuevo, sin el apoyo de las grandes instituciones económicas. La única forma de llevarlo a cabo es con un elevado apoyo popular, también necesario para impulsar reformas radicales en otros campos —empezando por el sistema fiscal y la modernización de la administración pública—, y ello requiere una preparación política y cultural que nunca se produjo. Salir del euro, romper con la Unión Europea, era una odisea que no se había planteado con seriedad, como tampoco se había diseñado una estrategia política, económica y cultural para llevarlo a cabo.
Para una gran parte de la población del Sur de Europa, formar parte de Europa es estar en un club de primera división. La expulsión es vista como un acercamiento al resto del mundo, ese que todas las mañanas llama a la puerta para tratar de huir de modelos sociales que resultan insoportables para vivir en ellos. También esto influye. La visión crítica respecto a Europa no ha llegado, en sociedades como la griega o la española, a una situación en que la mayoría de la población esté dispuesta a correr la aventura y los costes que conlleva, a pesar de que hasta el momento la permanencia en la Unión Europea no para de deparar desastres sociales y humillaciones varias.
Tengo claro que el modelo actual de Unión es indeseable, insensato e imperialista. Que hay que acabar con el modelo ordoliberal impuesto por las élites alemanas y sus aliados. Pero me parece que los defensores a la brava de la salida del euro a veces mantienen un dogmatismo tan simplista como el de sus oponentes. Ignoran los elevados costes de la transición, la enorme variedad de procesos en los que hay que intervenir para pasar de economías disfuncionales a modelos económicos viables —cambios en las estructuras productivas, en el funcionamiento del sector público, en la forma de regular las actividades…—, y con ello ni ayudan a crear una conciencia sobre la inevitabilidad de los costes que hay que pagar ni plantean una propuesta creíble de economía alternativa. El problema no es sólo la moneda única, es todo el tejido institucional en la que ésta se incardina. Un tejido más denso y complejo que el simple manejo de la política monetaria.
V
El drama para la izquierda actual es que cuarenta años de hegemonía neoliberal han desarticulado las estructuras productivas locales y han consolidado unos marcos institucionales que crean enormes dificultades para desarrollar políticas económicas diferentes. El vaciamiento intelectual producido en los centros de formación y reflexión económica forma parte de este mismo proceso de “reapoderamiento” capitalista tras la derrota de lo que pretendían ser proyectos emancipadores o los simples intentos de crear un capitalismo domesticado. A corto plazo, cualquier acceso al poder político por parte de la izquierda estará sometido a las mismas tensiones y dilemas que muestra la corta experiencia del primer gobierno Tsipras. En todo caso, lo que varía, y no es un tema menor, es el grado de debilidad en que se mueve cada situación concreta, y es obvio que el caso griego presenta una situación bastante límite.
¿Qué puede y debería hacer una fuerza política y social de izquierda en este contexto? En primer lugar, considerar con realismo cuál es la verdadera correlación de fuerzas en la que se debe mover y cuáles son las consecuencias previsibles de las acciones que puede emprender. No para adecuarse miméticamente al entorno, sino para comprender el tipo de problemas a los que se enfrenta, entender los puntos nodales donde puede intervenir y poder explicárselo a su base social. Creo que en todo esto Syriza ha cometido errores de bulto, aunque nadie está libre de errar. En segundo lugar, hay que evitar que las condiciones locales se deterioren en aspectos que puedan cambiar la correlación de fuerzas. Por ejemplo, evitar procesos de endeudamiento que acaben pasando factura o el deterioro de estructuras productivas locales. Para ello hay que saber intervenir en todos los espacios de acción en los que existe un cierto nivel de autonomía. En tercer lugar, y esto es posiblemente lo más difícil, hay que articular procesos políticos en los que no se produzca una ruptura entre el realismo de lo posible y el cambio radical. La verdad es que hasta ahora no se ha tenido mucho éxito en este campo. Hay muchas razones que abonan al fracaso, desde las diferentes dinámicas en las que entran los políticos que asumen tareas de gestión respecto a los activistas de base (o los meros intelectuales), hasta el hecho de que detrás de las posiciones siempre hay también sectores que pugnan por imponer su hegemonía organizativa. Todo conspira para que los debates acaben siendo en blanco y negro. Por esto es tan esencial desarrollar procesos políticos en que florezcan prácticas transformadoras en un contexto de políticas no controlables y, al mismo tiempo, que la acción de esta política cotidiana no coarte la búsqueda de estrategias de largo alcance. En cuarto lugar, no puede promoverse una adecuada respuesta social si a la población no se le explican los costes de las diferentes alternativas y se la hace responsable en la asunción de los sacrificios, esfuerzos y limitaciones que cada opción supone. Ni parece sensato defender un ecologismo de la abundancia ni una salida del euro (o una independencia nacional) a coste cero. A corto plazo, las promesas de la lotería enganchan a mucha gente. Pero difícilmente acaban por promover una base social dispuesta a pasar a la acción y a asumir responsabilidades.
Y, en quinto lugar, pensar los canales estratégicos, las dinámicas internacionales, los procesos sociales que pueden ayudar a un cambio en la correlación de fuerzas. Un cambio que inevitablemente se trabaja en clave local o nacional, pero que a todas luces exige una estrategia internacional. El neoliberalismo no va a ser derrotado en “un solo país”. El ordocapitalismo exige una respuesta que sólo puede tener éxito si en muchas partes proliferan procesos que debiliten su hegemonía. La cuestión de la dimensión internacional, cosmopolita, es hoy aún más urgente de lo que lo fue en los albores del movimiento obrero moderno.
VI
Las derrotas, como las victorias, nunca son irreversibles; depende de cómo se responde a ellas. Cuando menos Tsipras ha tenido la decencia de convocar nuevas elecciones en un marco posiblemente más difícil electoralmente que el que le dio la victoria en marzo. Es lo mínimo que se puede exigir a un político que acaba aplicando un proyecto contrario al que prometió aplicar. También es cierto que ha reconocido que el acuerdo impuesto por la UE es malo. Pero queda por ver cómo se manejará en un nuevo contexto en el que, indefectiblemente, él y los suyos serán los que aplicarán estas políticas y lo harán sometidos a las críticas de sus ex compañeros. Una situación perfecta para que todo vaya a peor. Syriza y Unidad Popular podrían prestar un buen apoyo a la izquierda del resto de Europa si, a pesar de la ruptura, fueran capaces de desarrollar dinámicas de cambio y experiencias en diversas direcciones: en la de tratar de minimizar los impactos negativos de las antisociales políticas europeas y en la de elaborar un proyecto más maduro que superara el voluntarismo y la improvisación de este primer intento. Porque lo que parece evidente es que de este tercer rescate no pueden derivarse efectos muy diferentes de los de los dos anteriores. Y porque en un plazo más o menos largo volverán a plantearse los dilemas que ahora han podido sortear, recurriendo a la amenaza y a la fuerza, unos dirigentes que siguen empecinados en imponer políticas neoliberales a toda Europa. Quizá en esta coyuntura hayamos tenido tiempo de articular una izquierda con más músculo y cabeza. Para conseguirlo necesitamos mirar a la cara a los problemas, entender su complejidad y no tomar atajos que son un callejón sin salida.
29 /
8 /
2015