La política electoral, si bien no debe desestimarse, no puede ubicarse en el centro de ninguna acción política radical seria, orientada a cambiar las instituciones que sustentan el sistema político, desmantelar las ideologías hegemónicas y fomentar el tipo de conciencia de masas en que habría de basarse un cambio social y político desesperadamente necesario.
José Luis Gordillo
Si no cuentan los votos, no son plesbicitarias
La agonía del régimen del 78 es palmaria. Hay que ser un desnortado diputado o pensador de cabecera de Ciudadanos —el Podemos de las empresas del Ibex 35— para no percibirla. El barco hace aguas por todas partes: por el lado de la monarquía, por el de una política exterior perrunamente subordinada al belicismo enloquecido de los EE.UU, por la transformación de los partidos defensores del sistema en empresas de servicios políticos (es decir, en entidades dedicadas a vender decisiones políticas al mejor postor empresarial), por el de la restricción o suspensión de derechos y libertades fundamentales, por el del colapso financiero de las comunidades autónomas o por el lado de la sumisión a una Unión Europea que, con motivo de la crisis griega, se ha sacado la máscara y ha mostrado su verdadero rostro de despotismo al servicio de los grandes poderes financieros.
Todas esas vías de agua confluyen en el espectacular chorro que es la ruptura del precario pacto social que dio legitimidad al nuevo régimen político surgido de la reforma del franquismo. El actual estado español es incapaz de garantizar a una parte sustancial de su población los derechos económicos y sociales proclamados en los tratados internacionales que ha suscrito sobre derechos fundamentales. Cuando cada mes se ejecutan miles de desahucios, cuando millones de personas se encuentra en el umbral de la pobreza, y cuando el entramado institucional no ofrece ninguna perspectiva de que todo eso deje ser así en un futuro cercano, es obvio que toda una época de la historia de España ha llegado a su fin.
El sistema de partidos de esta monarquía parlamentaria ha sido caracterizado como de bipartidismo imperfecto. La imperfección ha procedido sobre todo de Convergència i Unió, formación política que ha hecho posible la gobernabilidad del actual régimen político dando apoyo a los gobiernos de Madrid y a todas las grandes decisiones que han configurado dicho régimen tal y como es hoy: desde la Constitución (lo que incluye el estado de las autonomías, pero también el ignominioso artículo 8) a la entrada en la OTAN tras el 23-F, pasando por el Tratado de Maastrich, el Tratado de la Unión Europea y el Tratado de Funcionamiento de la Unión Europea, así como todas las sucesivas amnistías fiscales, reformas laborales y medidas de recortes de derechos sociales. Las víctimas de todas esas medidas legales, de las que CiU ha sido tan responsable como el PP o el PSOE, han sido todos los asalariados españoles.
En consecuencia, la crisis del régimen del 78 también debía comportar la crisis de esta tercera pata del sistema. Sin embargo, a diferencia de PSOE o PP, CiU ha logrado sobrevivir gracias a la hegemonía cultural del nacionalismo catalán sin el cual CiU nunca hubiera existido.
Es innegable que el nacionalismo catalán, cuyo tronco principal ha sido el pujolismo desde los años sesenta del siglo pasado hasta hace un lustro, tiene una especificidad cultural que conviene no despreciar. De entrada porque dispone de una tupida base social muy bien estructurada y organizada en forma de colles castelleres, grups dansaires, grups de diables, grups de trabucaires, penyes del Barça, grups excursionistes, agrupaments escoltes, esplais, corals, grups de defensa del català, asociaciones de comerciantes y de pequeños y medianos empresarios, etc., así como de un potente aparato de propaganda del que forman parte televisiones, radios y periódicos que la izquierda catalana ha creído ingenuamente que también estaba a su servicio, o que podía estarlo fácilmente con tal de ganar unas elecciones autonómicas. Ni el PP ni el PSOE ni todo lo que queda a su izquierda disponen de algo parecido. No todo es pensamiento conservador en ese mundo, pero lo que es seguro es que no es un bloque social y cultural que pretenda revolucionar las relaciones de producción y consumo.
Cuando CiU, en la estela de lo que les estaba ocurriendo a PSOE y PP y por idénticos motivos, parecía estar más tocada y hundida, esa base social la rescató obligándole, eso sí, a transformarse en algo que no había sido nunca: un partido independentista. En ese sentido, la indulgencia de la base social del nacionalismo catalán para con los dirigentes de CiU ha sido proverbial. Todas sus fechorías económicas, que tienen mucho que ver con el tipo de relaciones entre administración y empresas que se consolidó durante el franquismo, todos sus recortes de derechos, la brutalidad de la policía autonómica, todo eso y mucho más quedó redimido por su conversión en una fuerza política que afirma perseguir un estado propio en el seno de la OTAN y la Unión Europea.
Es cierto que en las elecciones de 2012 la pérdida de votos y escaños fue espectacular, pero da una idea de las tragaderas de buena parte de su electorado el poder seguir reteniendo un millón ciento dieciséis mil votos tras haber pactado con el PP el recorte de derechos sociales más brutal de toda la etapa postfranquista. La tibia reacción de ese mundo a la confesión de Pujol de julio de 2014 muestra también otra de sus características: el masoquismo. Pujol les vino a decir a sus entusiastas seguidores que durante tres décadas les había considerado un rebaño de atontados a los cuales había tomado el pelo por su bien y por el bien de la patria. Se sintieron dolidos, sí, desde luego, pero no lo suficiente como para poner en cuestión toda su retórica místico-patriotera. Los orígenes del masoquismo nacionalista hay que buscarlos en el caso Banca Catalana, que fue crédulamente percibido como un ataque contra Cataluña y no como un atraco desde dentro —que es lo que fue— perpetrado con total impunidad por el gran líder.
Un movimiento independentista que se propone, nada más y nada menos, la fundación de un nuevo estado necesita de una dirección política fuerte y cohesionada. CiU se dio cuenta enseguida de que esa era una de las carencias más llamativas del movimiento independentista catalán y rápidamente se puso a la cabeza de la procesión, en especial a raíz de todo lo relacionado con el pseudo referéndum del 9-N, para transformar el independentismo en “procesismo”. La esencia del “procesismo” la resumió el conseller de territorio y sostenibilidad Santi Vila con motivo de la aprobación de los presupuestos de la Generalitat de 2015, que en la práctica eran una prórroga de los pactados con el PP en 2012 y que nuevamente contaron con el apoyo de ERC. Vila dijo literalmente que el “el proceso [soberanista] convierte en soportable los recortes», para añadir: «¿Alguien cree posible resistir un ajuste de 6.000 millones desde 2010, con los sacrificios que hemos pedido, si no hubiéramos tenido un tejido social y la esperanza y la ilusión que ha generado el proceso soberanista?» (Ara, 15/12/2014).
El «procesismo» le ha dado mucho aire a CiU, aunque no consiguió revertir su declive. Unió se partió en dos y su coalición con CDC pasó a ser un recuerdo del pasado. Todas las encuestas vaticinaban una nueva pérdida de votos y de escaños en el caso de que el partido de Artur Mas se presentara en solitario a las elecciones. Después de que ERC se negara a taparle las vergüenzas a CDC con una lista unitaria, casi parecía que por fin el principal dispositivo político de las élites catalanas iba derecho al desguace. Pero, otra vez, el tejido asociativo de la “Cataluña catalana”, para utilizar la terminología de Marta Ferrusola, ha vuelto a tocar la campana para salvar del noqueo a la dirección de CDC. Camuflados entre cantautores, escritores, entrenadores de futbol y otras patums, con un Raül Romeva de cabeza de cartel dispuesto a apuntarse a este bombardeo con la misma alegría desenfadada con la que se apuntó al bombardeo de la OTAN sobre Libia, Mas y sus muchachos esperan beneficiarse del fervorín patriótico para hacer olvidar (y hacerse perdonar) la gestión neoliberal de la crisis llevada a cabo por su govern dels millors. Ni tan siquiera creen que deben explicar lo que han hecho y por qué, ni tampoco su programa de gobierno para el futuro inmediato; aunque, eso sí, ya han dejado claro que quienes van a gobernar en los próximos años van a ser ellos. El mensaje es que hay que olvidarse de sus fechorías porque parece estar a la vuelta de la esquina la consecución del grandioso objetivo de la independencia de Cataluña. El objetivo es tan excelso y traerá tantos beneficios al poble català que hasta la distinción entre izquierda y derecha debe dejarse a un lado para poder acceder al cielo con el que sueñan los independentistas.
Debería ser un lugar común la afirmación según la cual en el contexto de la Europa actual la separación de España no equivale a la independencia política. La «Cataluña, nuevo estado de Europa» no sería un estado independiente. Algo que muchos supuestos independentistas saben o intuyen y, paradójicamente, por eso les parece tan fantástico dicho objetivo: porque las cuestiones fundamentales referidas a la economía y la política seguirían tan inamovibles como lo están ahora. De hecho, vale la pena preguntarse qué tanto por ciento de votos obtendría lo que propone la CUP, esto es, el SÍ en un hipotético referéndum vinculante (conviene subrayar lo de «vinculante») de autodeterminación cuya única pregunta fuese: “¿quiere usted un estado catalán separado de España plenamente soberano en política exterior y de defensa y en política monetaria, económica y social?” ¿20%?, ¿15%?, ¿10% del electorado? No sería mala cosa que el CIS o el CEO planteasen esta cuestión en alguno de sus sondeos, pues resultaría de gran ayuda para introducir un poco de racionalidad en el debate político en torno a este asunto.
Como la crisis griega ha dejado claro, la independencia económica, social y monetaria de los estados miembros de la zona euro es una independencia de chichinabo, es una independencia de himnos, banderas y discursos encendidos, pero no una independencia real en pensiones decentes, ayudas a la dependencia, sanidad y educación de calidad para todo el mundo. La pertenencia a la UE y a la zona euro convierte en imposible la aplicación de políticas de izquierdas, de redistribución de la riqueza a favor de los más pobres. Y esa es la independencia de la señorita Pepis por la cual se supone que vale la pena taparse la nariz y votar la lista de CDC, ERC y sus palmeros, y poner a toda la sociedad catalana en tensión y conducirla a un choque de trenes con el estado español. Sólo por hacer alguna pregunta impertinente: el día después de la famosa declaración unilateral de independencia, ¿qué harán sus valedores?, ¿enviarán a los mossos d’esquadra a tomar el control del aeropuerto del Prat o del puerto de Barcelona a tiro limpio si es necesario?, ¿rodearán el cuartel del Bruc de Barcelona y conminarán a los militares españoles a que lo abandonen bajo amenaza de fusilamiento? Si a los dirigentes de CDC y ERC se les hubieran ido tanto la olla, vale la pena recordar que las guerras de secesión yugoslavas comenzaron por incidentes parecidos.
El nacionalismo político catalán se ha beneficiado largamente de la ley electoral española, que es la que rige las elecciones autonómicas catalanas, a pesar de que ya el primer estatuto de autonomía permitía hacer una ley electoral catalana; una posibilidad en la que curiosamente CiU o ERC nunca han tenido interés alguno. Dicho sumariamente y para que se entiende rápido: la ley electoral española fue pensada para favorecer a la derecha postfranquista en la transición y para reducir el posible éxito electoral del PCE-PSUC. En Cataluña, desde que en los trabajos preliminares de redacción del primer estatuto se rechazó la propuesta de circunscripción única para las elecciones autonómicas formulada por el PSUC, muchas cosas de la realidad política y cultural catalana se explican por una ley electoral que infrarepresenta a la población de la provincia de Barcelona, la más poblada, en la que viven las dos terceras partes de los ciudadanos catalanes, y sobrerrepresenta a los electores de las provincias de Gerona, Lérida y Tarragona, donde vive el tercio restante y que de forma mayoritaria ha votado tradicionalmente a la derecha nacionalista catalana.
Entre esas cosas, la formación de un estrecho campo político (en el sentido que la daba a ese concepto Pierre Bourdieu), con un derecho de admisión muy restringido, en donde unas pocas personas afirman hablar y discutir sobre los intereses y proyectos de un idílico poble català étnico-lingüísticamente definido y que solamente se corresponde con una parte de la población que vive en Cataluña.
En términos numéricos estaríamos hablando de cuatro o cinco centenares de personas, entre diputados, consellers, empresarios, profesores, artistas, periodistas, tertulianos, columnistas, asesores, guionistas de televisión, literatos y dirigentes de asociaciones de la societat civil, cuyos análisis y puntos de vista serían seguidos con verdadero interés por aproximadamente un millón y medio de personas, esto es, por una tercera parte de los cinco millones y medio de ciudadanos catalanes con derecho al voto. La proclamación de la independencia de Cataluña a partir de una exigua mayoría de escaños sería la esperpéntica culminación de ese proceso de falsificación histórica que ya dura demasiados años. Piénsese que tal declaración podría suceder en un contexto en que, por la magia de la ley electoral, una mayoría de diputados se declarase a favor de la independencia y la mayoría de votos hubiera ido a parar a opciones no independentistas.
Salvo que los dirigentes convergentes y de ERC hayan perdido realmente el oremus, no parece que ese sea el proyecto que vayan a implementar Artur Mas, Oriol Junqueras, Raül Romeva, Muriel Casals o Carme Forcadell en la próxima legislatura catalana. Desde el momento en que han renunciado a contar los votos —en contra incluso del criterio expresado por los portavoces de la CUP, que han afirmado que se debe obtener al menos el 55% de ellos— también han renunciado en la práctica a darle un carácter plebiscitario a las elecciones autonómicas del 27 de septiembre. Si no se cuentan los votos a favor o en contra de las opciones independentistas, no tiene sentido presentarlas como un plebiscito. Y tendrán poderosas razones para hacerlo que seguramente tendrán que ver con la constatación empírica —confirmada por el 9-N y por múltiples sondeos y encuesta de opinión— de que no existen en Cataluña tres millones de personas partidarias de la secesión.
El verdadero proyecto de CDC y ERC parece consistir, más bien, en continuar con el «procesismo» con alguna novedad notable, como la propuesta de redactar una constitución catalana que sin duda promete dar mucho juego como fuente de entretenimiento y distracción, y de paso hacer más fácil la aprobación de la prórroga de los actuales presupuestos de la Generalitat para 2016.
El problema de fondo del «procesismo» es que ha propiciado una desconexión mental de buena parte de la población catalana con los problemas políticos generales de España. Y eso es bastante grave en un año que culminará con unas elecciones generales que pueden, como mínimo, abrir el juego político en Madrid y propiciar cambios impensables en este momento, que, a lo mejor, hasta pueden incluir el ejercicio del derecho de autoderminación de Cataluña (que bien podría resolverse con una pregunta como la planteada más arriba). En vez de estar buscando aliados en el resto de España para ese y otros objetivos, el grueso del independentismo catalán sueña que en un par de años habrá un estado catalán plenamente soberano y con un nivel de renta media similar al de Dinamarca o Austria.
Es cierto que, momentaneamente, la movilización independentista en Cataluña ha creado problemas políticos graves al gobierno del PP, pero si somos capaces de ver las cosas con menos oportunismo político, también nos daremos cuenta que, al menos fuera de Cataluña, el independentismo catalán puede ser para el PP un buen banderín de enganche electoral, como lo fue el independentismo armado de ETA a partir del asesinato de Miguel Ángel Blanco.
La formación de la candidatura «Catalunya sí que es pot» es sin duda una buena noticia. Con un nítido perfil de izquierdas ha lanzado un órdago notable a ERC y las CUP: les ha propuesto apoyar un gobierno en Cataluña que dé prioridad a las cuestiones sociales. Es una propuesta muy acertada porque en la vida de todo independentista de izquierdas siempre hay un día en que debe decidir si primero va lo de la independencia y después esa cosa de las izquierdas, o al revés. Tras las elecciones del 27 de septiembre habrá muchos días así.
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8 /
2015