La política electoral, si bien no debe desestimarse, no puede ubicarse en el centro de ninguna acción política radical seria, orientada a cambiar las instituciones que sustentan el sistema político, desmantelar las ideologías hegemónicas y fomentar el tipo de conciencia de masas en que habría de basarse un cambio social y político desesperadamente necesario.
José Ángel Lozoya Gómez
¿A que no hay huevos?
Cada vez que se pronuncia esta frase imagino a uno o más hombres decidiendo si asumen o no el riesgo a que se les reta
El año pasado tuve el placer de colaborar como docente para un curso online de Gizonduz [programa dirigido a los hombres que depende de Emakunde-Instituto Vasco de la Mujer] titulado “Hombres, igualdad y masculinidades”. Me correspondió elaborar la unidad didáctica “Masculinidades y violencia”, y el texto que introducía la unidad trataba de explicar la importancia de entender la relación que existe entre masculinidad y violencia. La violencia es una parte esencial de la socialización de la masculinidad que busca afirmar la virilidad de quienes la practican para evitar parecer lo que no deben ser: débiles, homosexuales o femeninos. Este maridaje entre masculinidad y violencia está tan naturalizado que pasa desapercibido y nos cuesta ver que la mayoría de los protagonistas directos de las peleas —en colegios, campos de fútbol, incidentes de tráfico, sitios de copas o protestas— son hombres, que la violencia sigue siendo el argumento decisivo en la resolución de todo tipo de conflictos, que los protagonistas y las víctimas más frecuentes son hombres, y que es preciso acabar con este vínculo para combatir las violencias machistas y abordar la deconstrucción de la masculinidad.
El alumnado del curso podía optar, para ser evaluado, por desarrollar un trabajo en el que debían contar algún episodio del que hubieran sido testigos (o del que tuvieran conocimiento cierto) en que uno o más hombres se hubieran visto presionados a actuar violentamente o a poner sus vidas en peligro para no ser tildados de poco hombres; en el relato debían desarrollar el contexto, el motivo, los protagonistas, lo ocurrido y lo que hicieron o dejaron de hacer las personas que observaron los hechos. Sus relatos muestran la frecuencia con que niños y adultos asumen riesgos para evitar que se cuestione su hombría: imitan a otros más diestros o temerarios buscando el reconocimiento del grupo que valora la violencia o el riesgo, beben más de la cuenta aunque tengan que conducir, o se enfrentan por conflictos entre sus hijos.
Me falta espacio para contar tantas historias: la del padre del niño de dos años al que agarra fuertemente del brazo porque llora el primer día de colegio mientras le dice: “No llores porque tienes que ser fuerte y valiente. ¡Si eres todo un chicarrón! Las niñas se van a reír de ti si sigues llorando”; la del chaval tildado de «maricón» que salta desde cinco metros de altura al mar y se rompe la mano al darse con una piedra, lo que le impidió volver a bañarse ese verano, aunque enseñaba orgulloso su “herida de guerra”, la prueba de su pertenencia al grupo de los hombres; o la de los jóvenes que se pelean por una chica, el suspirante para impresionarla y el novio para defenderla y demostrar su virilidad, cada uno apoyado por sus amigos y todos cumpliendo las expectativas de los testigos, con quienes coinciden en que los hombres siempre han de estar dispuestos a pelear, aunque pierdan o aunque puedan recurrir a la policía que está a pocos metros.
«Maricón», «nenaza», «rajado», «blandengue», «gallina», «cobarde», «poco hombre», «a ver si tienes cojones”… Estas expresiones siguen constituyendo un auténtico reto y un detonante de comportamientos de riesgo —beberse cada uno una botella de ron, correr los toros o saltar por encima de una fila de coches aparcados— que pueden acabar en accidentes y lesiones de importancia. El miedo a reconocer que se tiene miedo está detrás de muchos episodios de conducción temeraria, escaladas peligrosas, resistencia al condón en relaciones sexuales de riesgo, etcétera. El miedo a que los hijos sean —o parezcan ser— unos cobardes lo vemos en los padres que los educan en la no violencia pero que a la vez les invitan a defenderse si son agredidos, sin percatarse de que para lograrlo han de ser tan violentos como el agresor. La predisposición de los varones a exponerse a peligros, actuando de manera irresponsable contra sí mismos para validar su hombría, forma parte del aprendizaje de la masculinidad desde pequeños, una alta dosis de machismo que explica por qué las lesiones y las muertes por accidentes son más frecuentes entre la población masculina y que la masculinidad pueda ser considerada factor de riesgo.
Los relatos del alumnado también hablan de chicos maltratados desde la infancia por ser poco viriles, de quienes prefirieron salir corriendo a enfrentarse a otros, o de insumisos al servicio militar, acusados de maricas, a los que golpearon y detuvieron por negarse a dejar que los «hicieran hombres» entre la incomprensión de muchos y la solidaridad de un movimiento que resultó imparable. Pero la mayoría de los varones tiene que dejar de ver la prudencia como sinónimo de cobardía y empezar a cuestionar la heroicidad, la misoginia, la homofobia, las jerarquías o la virilidad, si quieren evitar que ese «tener que ser» los tenga dolorosamente cogidos por lo que presumen poseer.
Por cierto, para guisar unas buenas criadillas de toro lo único que hace falta son 400 gramos de criadillas, pimienta negra, cuatro dientes de ajo, aceite de oliva y dos patatas.
[José Ángel Lozoya Gómez es miembro del Foro y de la Red de Hombres por la Igualdad]
7 /
2015