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Tommaso Nencioni

Pietro Ingrao, comunista en el corto siglo XX

Pietro Ingrao ha cumplido cien años. Nacido en un pequeño centro del Lacio (Lenola, 1915), se licenció en Derecho y Filosofía. Tras un rápido tránsito —común a gran parte de la intelectualidad de su generación— en los GUF (Grupos Universitarios Fascistas), con la guerra de España se consumó su alejamiento del régimen. En cambio, se mantuvo para toda la vida su interés por el cine, madurado en los años inmediatamente precedentes al estallido de la Segunda Guerra Mundial, cuando frecuentaba el Centro Sperimentale di Cinematografia donde Luchino Visconti y Carlo Lizzani incubaban la era neorrealista. Sobre el joven Ingrao tuvo también fortísimo impacto Tiempos modernos de Charlie Chaplin: la carne viva de los trabajadores, más que la noción abstracta de «trabajo», estará en el centro de su futura reflexión como comunista.

Se afilió al PCI en 1940, participando en la Resistencia y sobre todo en la dirección de la edición clandestina de LUnità. Desde este punto de vista, seguir la trayectoria que llevó al joven intelectual a unirse al PCI asume un valor más general: en la estrategia de Palmiro Togliatti hay en efecto una preocupación sincera por la implicación en el partido de la generación de jóvenes intelectuales crecidos bajo el fascismo. Se trató de una amalgama de resultados inciertos, si bien retrospectivamente perfectamente alcanzados, entre generaciones diversas —la de la fundación del PCd’I y la llegada a la política en los años del Frente Popular y de la guerra—, entre experiencias y prácticas potencialmente conflictivas las del exilio y las de la clandestinidad y la lucha armada—, entre diferentes orígenes sociales —intelectuales, obreros y campesinos. La misma amalgama por ejemplo que, tal vez, no alcanzó el grupo dirigente del PCE, en este caso sobre todo a causa de la mayor duración del régimen fascista en España; una mayor duración que favoreció la lejanía entre prácticas políticas y experiencias existenciales y de militancia.

Sólo en algunos momentos dirigente del partido en sentido estricto (formó parte de la secretaría en 1956-1960 y 1962-1966), la actividad de Ingrao se desarrolló en su mayor parte en la prensa del partido y sobre todo en las instituciones: diputado desde 1950, fue portavoz del grupo parlamentario del PCI en Montecitorio (1968-1972) y presidente de la Cámara de Diputados en la legislatura de los gobiernos de unidad nacional (1976-1979). Con la disolución del PCI, se unió al PDS, pero se alejó rápidamente (1993), gravitando desde entonces en la órbita de Rifondazione Comunista y de la «izquierda radical».

En el primer período republicano Ingrao, como hombre de partido, no se separó de la ortodoxia toglittiana. Su fama de «herético» se remonta a la mitad de los años sesenta. Es célebre el inicio de su discurso en el XI Congreso del PCI en 1966 («Sería poco sincero si callase que el compañero Longo no me ha persuadido…»), en el que reivindicaba el derecho al disenso en la vida interna de un partido comunista. Pero no se trataba sólo de una cuestión de método, sino también de fondo, que además estaba en la raíz de la conocida disputa entre el mismo Ingrao y Giorgio Amendola.

La visión de Amendola era, de hecho, acusada de mantenerse ligada a una lectura tradicional de las dinámicas existentes en el país y de rezagarse por tanto sobre una táctica de retaguardia, mientras el conflicto de clase colocaba a la izquierda frente a objetivos más avanzados. Para Ingrao había perdido valor el esquema interpretativo de la alianza entre obreros y campesinos como respuesta a aquella entre el capital del norte y la renta meridional: los grupos monopolistas más avanzados desempeñaban ahora ya un papel nacional, al que debía contraponerse la acción en sentido socialista conducida por las vanguardias obreras en las grandes fábricas, en el mismo corazón del nuevo desarrollo, en alianza con las demás capas populares dejadas al margen del bienestar neocapitalista y del miracolo economico. Saltaba por los aires así el esquema tradicional de la identificación entre la política del movimiento obrero y los intereses generales en los objetivos más inmediatos, como podían haber sido en la época anterior los de la lucha por el reparto del latifundio meridional. El desarrollo capitalista en acto tendía a exaltar, más allá de la propaganda sobre la «integración» obrera, la contradicción principal entre capital y trabajo, haciendo perder valor a la tradicional consigna de la lucha del movimiento obrero contra «los residuos precapitalistas» dominantes en el país. Como consecuencia, resultaba redimensionado el valor de ruptura de los gobiernos de centro-izquierda nacidos poco antes (1962), frente a los cuales el PCI era llamado por Ingrao a una oposición sin reservas, reforzando y renovando la alianza con el movimiento desde abajo de las masas subalternas.

Llama la atención el paralelo con el debate contemporáneo en el interior del PCE, entre el grupo dirigente compactado en torno a Carrillo e Ibárruri, anclado a una lectura tradicional de las dinámicas del capitalismo nacional, y Claudín y Semprún, más atentos a las características novedosas de la experiencia desarrollista. Aunque con una paradoja: mientras en España el ala «innovadora» no consiguió extraer de sus intuiciones una estrategia para lo inmediato que fuese más allá del compás de espera —banalizando, «de derecha»—, en Italia la derecha estaba representada por el ala tradicional de Amendola.

Como hombre de las instituciones, Ingrao vivió el periodo más agudo de crisis de la República nacida de la Resistencia, culminado con el secuestro y el homicidio de Aldo Moro por parte de las Brigadas Rojas. Son los años en los que comienza a tomar fuerza, en el sentido común, el discurso sobre la necesidad de una reforma constitucional como vía para la superación de presuntas taras genéticas presentes en el cuerpo de la democracia republicana. Contra Norberto Bobbio y su insistencia sobre aspectos meramente procedimentales (la reforma electoral como vía obligada para la mejora de la «calidad democrática» del país), para Ingrao el problema de la reforma institucional es el problema de la necesidad de una inserción cada vez mayor de las masas en la vida del Estado, de una relación renovada y progresivamente más estrecha entre el Estado y el pueblo, a riesgo, en otro caso, de la devaluación de la misma democracia representativa. Existe una suerte de elemento constituyente en última instancia, que es el movimiento de las clases populares en ascenso. No por casualidad, como presidente de la Cámara, Ingrao se dirigió a los trabajadores de las acerías de Terni con estas palabras:

«Creo que es la primera vez en la historia de Italia en que un presidente de la Cámara de Diputados, por invitación del Comité de Empresa, viene a hablar de la Constitución de la República a la gran nave de un complejo siderúrgico […]. Creo que hay una razón de esta innovación. Hablo a gente que no está alejada de la carta constitucional, que no es extraña, hablo a gente que está en la raíz de las normas solemnes inscritas en esa carta; hablo a «fundadores», a «constituyentes» [1].

Una vez concluida la experiencia de la presidencia de la Cámara, Ingrao dio vida al Centro per la Riforma dello Stato, un auténtico contrapeso político y cultural a los corifeos paracraxianos de la «gran reforma», entre los cuales estaba en la práctica el mismo Bobbio, cuya agudeza y altitud intelectual iría siendo, tal vez, hora de relativizar y someter a una crítica severa.

Escribió una vez Eugenio Garin, el historiador de la filosofía más importante del Novecento italiano: «la herejía es fecunda en cuanto que no se agota en una protesta anárquica, sino es herejía dentro de una ortodoxia». Comparto plenamente con Gianpasquale Santomassino que esta frase se adapta plenamente a la figura de Ingrao (Il Manifesto, 11-XII-2013). Al respecto, viene a la mente un paso decisivo de su biografía política. Al final de los años sesenta, pertenecía a la corriente ingraiana del PCI un grupo de jóvenes de procedencia heterogénea (Lucio Magri, Rossana Rossanda, Luciana Castellina, Giaime Pintor), cada vez más inquietos, que progresivamente comenzaron a sentir el clima interno del Partido como angosto y limitado para ellos. En 1969 estos jóvenes dieron vida a la revista Il Manifesto: acusados de fraccionalismo, fue convocado el Comité Central para decidir sobre su expulsión. E Ingrao, teórico de la licitud del disenso dentro del movimiento comunista, se unió a la mayoría favorable a la expulsión, con palabras atormentada que testimonian plenamente la validez de su caracterización de acuerdo a las palabras de Garin:

«Cuando se habla —como ha hecho Rossanda— de una dialéctica entre movimiento y partidos ¿de qué hablamos? ¿A la categoría abstracta de «partido» o bien a este partido comunista y a estos partidos obreros, surgidos del desarrollo concreto de la lucha de clases? (…) Está claro que las propuestas de adecuación, de desarrollo, de renovación y también de transformación de la vanguardia revolucionaria deben partir de esta realidad concreta, de este Partido Comunista Italiano, que es, con todos sus límites, nuestra «carta» esencial; que está de nuestra parte; y por tanto deben partir de su historia, de su dinámica, de sus potencialidades» [2].

Ingrao ha vivido como protagonista el completo «siglo corto», a través de la extraordinaria perspectiva representada por el movimiento comunista internacional (y por el italiano en particular). Es más, ha sobrevivido al Novecento, pero esto no ha hecho de él un «superviviente a sí mismo», pues, incluso tras el gran hundimiento de 1989, cuando ha caído el telón sobre el horizonte de una vida, ha continuado desarrollando su extraordinario espíritu crítico con vivacidad e inteligencia.

En todo caso, sería imposible «pensar» a Ingrao fuera del contexto del Novecento. El siglo XX como «siglo de la política», de hacer política como acto necesario. El fascismo, la guerra de España y la agresión hitleriana han forzado a la política, por así decirlo, a una generación entera de intelectuales. Pero sería reduccionista una interpretación del «siglo de la política» como la historia del matrimonio entre intelectuales y vida pública; se ha celebrado, en el siglo XX, otro matrimonio, en cierta manera propedéutico al anterior: aquel entre las masas y la política. Ambos matrimonios han parido a Ingrao, junto a un extraordinario ejército de personalidades que han caracterizado la pasada centuria.

Hoy, entre las masas y la política, como entre los intelectuales y la misma, se ha consumado un largo y doloroso divorcio. La historia de los últimos treinta años es la historia de una operación precisa, llevada a cabo por las clases dirigentes tradicionales, de expulsión de las clases subalternas de la arena pública. La política se ha reducido a la circulación de élites transnacionales, democráticamente irresponsables. Reflexionar sobre la herencia de Pietro Ingrao significa reflexionar, de una manera monográfica, sobre la necesidad del encuentro entre la política y las clases subalternas para la salvación de la democracia. Es ciertamente muy necesario.

 

Notas

 

[Texto publicado en el Boletín de la Sección de Historia de la FIM, núm. 4 (julio de 2015). El autor es doctor por la Universidad de Bolonia y columnista de Il Manifesto. Traducción de Julián Sanz Hoya]

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¿Cómo viven los vivos con los muertos? Hasta que el capitalismo deshumanizó a la sociedad, todos los vivos esperaban la experiencia de la muerte. Era su futuro final. Los vivos eran en sí mismo incompletos. De esa forma vivos y muertos eran interdependientes. Siempre. Sólo una forma de egotismo extraordinariamente moderna rompió esa interdependencia. Con consecuencias desastrosas para los vivos, ahora pensamos en los muertos en términos de los eliminados.

John Berger
Doce tesis sobre la economia de los muertos (1994)

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