¿Cómo viven los vivos con los muertos? Hasta que el capitalismo deshumanizó a la sociedad, todos los vivos esperaban la experiencia de la muerte. Era su futuro final. Los vivos eran en sí mismo incompletos. De esa forma vivos y muertos eran interdependientes. Siempre. Sólo una forma de egotismo extraordinariamente moderna rompió esa interdependencia. Con consecuencias desastrosas para los vivos, ahora pensamos en los muertos en términos de los eliminados.
Pietro Ingrao
Partido y movimiento de masas
Después de la liberación los partidos tendían a expresar directamente el conjunto de las necesidades sociales.
Hoy la autonomía sindical, el crecimiento de una red original de instrumentos de democracia obrera y la emergencia de nuevos «sujetos sociales» están cambiando las relaciones entre sociedad civil y superestructura política.
La articulación del movimiento obrero italiano no anula, sino que exalta la función del partido.
El problema de las soluciones generales afecta también al sindicato.
Un punto esencial es la contribución del partido a la construcción de las batallas obreras, desde dentro, y estableciendo una nueva soldadura entre las luchas inmediatas y la perspectiva democrática y socialista.
No creo que la construcción de las organizaciones de partido en las fábricas tenga el desarrollo que esperamos si no afrontamos a fondo la cuestión de su función, sobre la base de una motivación política.
Tenemos claro ya que el partido actúa en el seno de un movimiento obrero que está estructurado de un modo profundamente nuevo con respecto a la segunda posguerra. En el momento de la caída del fascismo en nuestro país, la influencia de los partidos fue decisiva, no solamente en las nuevas instituciones representativas, sino también en la determinación del modo en que renacieron las organizaciones sindicales. Las diferentes clases tendían a afirmar sus exigencias prevalentemente a través de las formaciones políticas, que emergían de las ruinas de la dictadura.
También el «partido de masas», que bajo la guía de Togliatti comenzamos a construir en 1944, expresaba en cierta manera esta «representatividad» del partido político, esta exigencia de expresar directamente todo el conjunto de las reivindicaciones populares y de las múltiples necesidades que se habían acumulado y presionaban tras la dictadura. En el partido de masas confluyeron, de este modo, diversos grados de conciencia de clase: masas que reclamaban la tutela de necesidades elementales de pan, de trabajo, de libertad, y masas en las cuales la reivindicación del socialismo se había arraigado a través de años de luchas, tenían a las espaldas una fuerte motivación ideológica y ésta se resumía frecuentemente en la fe en un «modelo» rígido, en el «modelo» soviético. La línea toglittiana del «partido de masas» nacía, me parece, de la convicción de que sólo de la fusión de estas dos componentes podía surgir un partido capaz de incidir inmediatamente en la vida y en las estructuras del país, y de ser así «partido de gobierno».
Sabemos que tras aquella elección había una larga búsqueda teórica y política: estaba la estrategia de la «guerra de posiciones», en la cual el cambio revolucionario se realizaba no a través de la irrupción de procesos catastróficos y rápidos desplazamientos de masas y de fuerzas, sino mediante la conquista de objetivos transitorios que cambian las relaciones de poder y hacen avanzar un bloque alternativo.
Sin embargo, esto no fue plenamente asumido por todo el partido y se tradujo solo en parte en la vida real de nuestras organizaciones. En algunas zonas del partido se mantuvieron los elementos de «doblez», de los que hablaría luego Togliatti, y prevaleció una concepción que entendía las reivindicaciones parciales sobre todo como una agitación que preparaba y hacía precipitar la «hora X» de la revolución. Lo que fue recogido, sobre todo, de la línea del partido de masas fue la llamada a comprometerse en la lucha inmediata con todo el vigor gallardo de una organización victoriosamente salida de una prueba durísima, a no dejarse devolver al nivel de una secta de propagandistas como ciertas vanguardias comunistas en la Europa de los años veinte, cortando bajo los pies de la socialdemocracia la hierba que ésta consideraba su monopolio: la tutela de las necesidades más elementales de las masas, y buscando de este modo presentar un rostro pleno, «total», de nuestra organización. Las luchas inmediatas y la propaganda de la solución socialista, sin embargo, no alcanzaron siempre una fusión real, se mantuvieron con frecuencia en planos diversos, y en ciertos casos se dio una confusión entre partido y sindicato.
La ruptura de la unidad antifascista causó una crisis de las organizaciones de masas surgidas en el contexto de la hegemonía de los grandes partidos de masas. Reabsorbió una parte de las fuerzas obreras y populares del bloque moderado, separándola de las experiencias unitarias de lucha, y empujó al ala avanzada del movimiento, los sindicatos de clase, a una difícil lucha defensiva, que no logró alcanzar pronto las plataformas y los instrumentos capaces de afrontar los cambios que la restauración capitalista introducía en las estructuras productivas, en el reclutamiento y en la formación de la fuerza de trabajo, en los métodos de organización del trabajo y de la explotación. La búsqueda de una posición autónoma y de un nuevo papel del sindicato nació de estas dificultades y no puede separarse de toda la reflexión que, a mitad de los años cincuenta, se vino desarrollando en nuestro país sobre las vías de avance hacia el socialismo. Para nuestro partido, bastará recordar que el rechazo de la concepción del sindicato como «correa de transmisión» encontró su motivación alcanzada en todo el replanteamiento sobre la estrategia de las reformas estructurales que se hizo en 1956, en el VIII Congreso.
Sabemos cómo —desde aquella mitad de los años cincuenta— el camino de construcción de una autonomía y una unidad nueva del sindicato ha sido complejo y en modo alguno rectilíneo.
Y, en todo caso, los puntos de llegada están delante de nosotros y muestran que el proceso de autonomía del sindicato, al haber ido unido con el arraigo en las fábricas y la afirmación de contenidos y formas de lucha contra las políticas neocapitalistas, no ha llevado al aziendalismo [1] y a la burocratización. Es más, a partir de estos contenidos nuevos de su lucha, el sindicato se ha visto impulsado a construir una red original de instrumentos de democracia obrera (asambleas, delegados de departamento y de grupo, sección sindical de fábrica) que se adhieren a la articulación de la estructura productiva. Y cada vez más se le reclama abrir «conflictos colectivos» que partan de las condiciones obreras en la fábricas, pero que miren más allá de ese horizonte, desarrollándose en toda la sociedad. No hemos tenido, por tanto, una «despolitización» del movimiento. Al contrario, en la medida en la que el movimiento sindical reencontraba una unidad sobre una base de clase y hacía más penetrante su lucha contra la explotación dentro de la fábrica, debía medirse con otros aspectos esenciales del dominio capitalista a nivel de la sociedad y del Estado, y por tanto a darse programas generales y una visión «estatal».
Por lo demás, en este desarrollo del movimiento sindical se manifiesta un impulso más general, que ha visto a las organizaciones de masas y los movimientos de base definir una área de autonomía propia de los partidos y, paralelamente, buscar una plataforma política propia. Este impulso tiene una base objetiva. A partir del desarrollo del choque de clases toman cuerpo necesidades nuevas que tienen como sujetos no solo la clase obrera, sino también otras clases y grupos sociales subalternos, y que se relacionan sea con el modo de producción, sea con la jerarquía y el tipo de consumo, la cultura y la formación profesional, la salud y la relación del hombre con la naturaleza. De aquí el impulso a vertientes autónomas que apuntan a afrontar cuestiones calientes y nodales (agricultura, escuela, organización del territorio, etc.) y que experimentan más rápidamente que ayer —por el nexo más fuerte que corre hoy entre la sociedad civil y el Estado, entre economía y política— los límites de las luchas sectoriales, de los planteamientos corporativos, de las ideologías interclasistas y reformistas, y por ello sienten la necesidad de darse una estrategia general.
¿No está aquí la verdadera razón de la crisis que atraviesa en el movimiento católico el llamado «colateralismo», esto es, la política que colocaba a una red de organizaciones de masas de forma subalterna a la DC? ¿No está aquí la motivación profunda del camino de una organización como las ACLI y de su carácter no definido que la ve continuamente oscilar entre la organización educativa, el sindicato y el partido?
También me parece iluminadora la parábola del movimiento estudiantil. Explotó como movimiento de masas por la crisis que golpeó un nudo «institucional» como la escuela, debido a los cambios producidos en la formación de la fuerza de trabajo y de los «cuadros» necesarios al sistema. Vio madurar rápidamente una conciencia anticapitalista en vanguardias que, sin embargo, no se reconocían en las estrategias de los partidos obreros. Entró en una serie crisis cuando esas vanguardias buscaron convertirse en «partido», no teniendo fuerza dada su base social y no habiéndose establecido una dialéctica auténtica con las organizaciones tradicionales del movimiento de clase y popular (también por responsabilidad de estas fuerzas).
Está cambiando, por tanto, el cuadro de las relaciones entre la sociedad civil y la superestructura política. Y no solo por lo que concierne a las clases subalternas, sino también por aquello que se refiere a las relaciones entre los grupos capitalistas dominantes y las fuerzas políticas burguesas. Las grandes concentraciones industriales tienden a elaborar y a presentar en primera persona una línea política, a considerar a los partidos solo como uno de los canales para su relación con el Estado, y a tratar directamente con los movimientos de masas. No por casualidad, el empresariado más «moderno» comienza a comprender que debe asumir al sindicato como interlocutor, visto que determinados instrumentos del interclasismo y del reformismo no consiguen ya dividir y distorsionar el crecimiento del movimiento de clase.
Naturalmente estos cambios han incidido profundamente sobre los partidos de los dos campos. Véase la Democracia Cristiana. No hay duda que los procesos de que hemos hablado han dado un duro golpe al mito de la unidad política de los católicos; han despedazado empalizadas con las que masas relevantes de obreros, de campesinos, de clase media, eran mantenidas separadas de las experiencias de la lucha de clases; han cercenado vínculos de control clientelar y corporativo; han hecho madurar en largas franjas de electorado democristiano una nueva «demanda» política. Y esto no quiere decir que la Democracia Cristiana no haya buscado ya y siga buscando otros instrumentos de conexión con los sectores y las fuerzas sociales que constituyen la base popular de su poder; y menos aún quiere decir que las masas que han entrado en contradicción con el «vértice» democristiano estén automáticamente conquistadas para una perspectiva de batalla por la democracia y por el socialismo. Al contrario, los partidos obreros —para poder intervenir en esta contradicción ahora ya voluminosa y real abierta en el arco del movimiento católico y para dar salida política al crecimiento de las luchas populares— deben también arrostrar un esfuerzo difícil y se encuentran ante la necesidad de una reestructuración. En mi opinión, éste es el sentido más auténtico del fracaso de la unificación socialista, que ha llevado a la polarización de la socialdemocracia complemente a la derecha de la DC y a la encrucijada actual del PSI, llamado —tras la derrota de la línea de Nenni— a redefinir su estrategia, su colocación frente al sistema, y no solo respecto a este o aquel gobierno.
Y me parecen significativos también los problemas que se le presentan a nuestro partido, si es cierto que las dificultades en la soldadura con una nueva generación —en un momento en que el partido está sin duda en el centro del debate política nacional— nacen en torno a un interrogante «estratégico», sobre la desembocadura posible de las luchas actuales, sobre el nexo entre las batallas inmediatas y el fin socialista. Se podría decir que nosotros —con la gran línea de renovación democrática seguida en estos años— hemos estimulado formas nuevas y más extensas de formación de la conciencia de clase, hemos liberado y activado fuerzas. Fuerzas que sin embargo no conseguimos hegemonizar, conquistar para una milicia política plena, porque no está aún claro —y no en los programas escritos, sino en la concreción del movimiento— a través de qué procesos las conquistas de hoy, incluso tan extensas y significativas, puedan determinar una mutación general de la sociedad y, por tanto, ser el centro, la razón de un compromiso total, de una milicia revolucionaria.
Querría decir enseguida que este problema de las soluciones generales, políticas, de las luchas actuales no afecta solo a los partidos, sino también al sindicato, dada la calidad de las reivindicaciones que las propias luchas han venido expresando.
Verifiquémoslo sobre los contenidos específicos de las luchas obreras. El desarrollo de estas luchas y el choque que en torno a ellas se ha producido han mostrado a la luz nítidamente que, a partir de las acciones singulares sobre los niveles y los aumentos salariales, sobre el control de los ritmos de trabajo y sobre los horarios, sobre la valoración de la cualificación de la fuerza de trabajo, sobre el medio ambiente, etc., comienza a delinearse una contestación de la organización capitalista del trabajo, una crítica práctica a la «racionalidad» de la gran empresa capitalista, un empuje por imponer nuevos parámetros, que no son ya solo proyecto intelectual, sino reivindicación de masas organizadas, conquista concreta de instrumentos de intervención y de poder por parte de la clase obrera. Por tanto, cuando hablamos de la cualidad que han adquirido las reivindicaciones obreras, entendemos la apertura de una contradicción entre el grado al que ha llegado, en su desarrollo reciente, el movimiento de clase y las «reglas» que guían la organización capitalista en la empresa y la intervención de los grupos capitalistas dominantes en el uso de los recursos generales, en la formación del consumo, etc. La realidad y la profundidad de esta contradicción la medimos día a día. Reflexionamos sobre el relieve y la agudeza que ha alcanzado de pronto, en determinadas grandes empresas, la aplicación del contrato de los metalmecánicos sobre la reducción del horario de trabajo; y cómo, en el contraste abierto con los patrones, se ha manifestado rápidamente por parte de los obreros un modo de ver los tiempos del propio trabajo que es nuevo y profundo. Por otra parte, la delineación de este contraste ha puesto de nuevo en movimiento la red de delegados, las formas de democracia obrera, que al vivir, al desarrollarse cada vez más, ponen en discusión la jerarquía patronal en la fábrica. El choque es, por tanto, sustancial.
Pues bien, cuando se abren estas páginas, para construir a partir de ahora las soluciones, deben discutirse los planteamientos de fondo que afectan a la formación de la fuerza de trabajo, la escuela, la relación entre cultura y sociedad; o que reclaman otro modo de concebir los tiempos, las formas y el ambiente mismo de trabajo, en función del cuidado de la salud, de la fuerza creativa del obrero; y que demandan una organización diferente del territorio, de los asentamientos, de las ciudades. Se abre, en suma, una demanda de reformas, profundas, que permitan otra organización de los recursos (tocando los nudos del Mezzogiorno, de la agricultura, del régimen de los suelos), que pongan en marcha un nuevo uso de la ciencia y de la escuela, que pongan en discusión el proceso de integración de la economía italiana en el mecanismo internacional dominado por el imperialismo.
Por estos motivos, el mismo sindicato no puede permanecer cerrado en el horizonte de la fábrica y está llamado a abrir «conflictos» sobre las reformas, a avanzar propuestas de política general. Y, por otra parte, en el momento en el que el sindicato tiende a darse una dimensión, un programa «estatal», siente el peligro de debilitarse como sindicato, es decir, de perder el contacto con la inmediatez de la condición obrera; siente el peligro de separarse de aquellos estratos de trabajadores que luchan no privados de una ideología, de una concepción del mundo (lo que nunca es cierto en una sociedad tan profundamente politizada como la nuestra), sino con una ideología aún no estructurada, y que antes que nada reclaman al sindicato garantizar el presente. En resumen, se da el riesgo para el sindicato —y no solo para el sindicato, sino para toda la sociedad— de que se pierda por el movimiento obrero esta exigencia de realizar inmediatamente determinados progresos, que está siempre viva en la clase cuando está profundamente permeada de conciencia socialista; se da el riesgo de que se abra de este modo un espacio sea a movimientos corporativos, integrados en el sistema, sea a coacciones extremistas.
Por ello el movimiento sindical italiano, cuanto más avanza en dar fuerza y cualidad a la lucha contra la explotación en las fábricas y en el desarrollo de «conflictos colectivos» para reformas generales, tanto más necesita una fuerza política, o mejor aún una formación política que dé cuerpo a un giro general, a mutaciones sustanciales en la organización de la sociedad y del Estado. De la nueva articulación que ha asumido el movimiento obrero, del crecimiento del sindicato y de los movimientos autónomos de masas deriva, no una anulación de la función del partido, sino, al contrario una exigencia mayor de reforzamiento de la vanguardia revolucionaria. Y, por supuesto, esta función superior del partido no está confiada a un «carisma» y menos aún a un título, a una sigla: es una supremacía que se demuestra y se lleva a cabo sobre el terreno.
Así entendida, la articulación del movimiento obrero no supone una separación entre las luchas reivindicativas y la batalla política, sino que se presenta más bien como condición para una dialéctica entre conquistas parciales y cambios generales, que no se produzca a través de mediaciones de cúpulas, sino que ponga en movimiento fuerzas profundas y sea por ello real, duradera. En suma, cambia el sentido y el alcance de las reivindicaciones parciales, que son vistas no ya como una pura experiencia necesaria para formar una conciencia anticapitalista y para movilizar fuerzas, sino como modificaciones reales en las relaciones de poder y en las formaciones políticas, que hacen crecer en lo profundo de la sociedad los sujetos colectivos y la práctica social en que se sustancia el nuevo bloque de poder.
De estas motivaciones estratégicas, de esta cualidad a la que debemos llevar la relación entre luchas reivindicativas y batallas de reforma, deriva la necesidad de una red de organizaciones del partido en las fábricas, que vivan desde dentro, en toda su dinámica, la construcción de las luchas reivindicativas, y permitan al partido en su conjunto establecer una conexión orgánicas entre las mismas y nuestra batalla general en la sociedad y en el Estado. Precisamente porque no se trata de añadir una propaganda general a una «presión de masas», sino de tomar de las reivindicaciones históricamente maduradas de la clase obrera y de sus aliados los elementos para una transformación general. El partido no puede mantenerse ajeno a la construcción de las luchas en las fábricas. Como ha dicho el compañero Pecchioli en su relación al Comité Central, no hay separación de materias entre acción sindical y acción de partido. Por ello no basta ampliar el número de los obreros afiliados al partido o conseguir hacer más reuniones con los obreros fuera de la fábrica, sino que tenemos necesidad de un organismo que funcione como colectivo dentro de la fábrica, que nos permita una contribución y una participación en las diversas fases de la lucha, y que sea capaz de establecer una conexión con las organizaciones territoriales del partido y con el conjunto de nuestra acción.
No existen soluciones fáciles y rápidas. Hay que recurrir a la experimentación. Y no debemos escondernos las dificultades, las contradicciones reales, que no pueden ser superadas a través de alguna fórmula genérica, sino mediante la elevación de toda la batalla de la izquierda. En la reunión del Comité Central de mediados de enero, por ejemplo, he tratado un problema. Es un hecho que en las batallas obreras de estos últimos veinte años el arma principal de la lucha obrera, la huelga, ha sido por lo general gestionada por los sindicatos. Sabemos que incluso esta opción no puede ser vista como un privilegio carismático del sindicato. Entendemos esta opción como la condición actual, histórica porque los momentos decisivos de una lucha (sean la huelga u otro) expresan del mejor modo posible una opción y una voluntad de las masas, son un hecho profundamente unitario y democrático. Y, por lo demás, el mismo sindicato siente hoy la necesidad de que la decisión de la huelga brote cada vez más de una democracia obrera activa en la fábrica.
Pero esta línea precisa que la organización del partido no se limite a, como se suele decir, «recibir» desde fuera la decisión de lucha, sino que la viva desde dentro y sienta toda la necesidad de su presencia y de su contribución, también a través de la puesta en común pública de las experiencias y de las propuestas. Solo así convenceremos al militante obrero que esta línea sobre la huelga no es una «delegación», o peor, algo ajeno a la vanguardia política; y evitaremos el peligro de que el obrero vea en nuestro partido solo una organización que actúa en el ámbito del voto y la democracia representativa, y con esta imagen falsa y deformada no entienda la necesidad del partido en la fábrica.
¿En qué sentido, a través de esta relación con las elecciones autónomas de los sindicatos y de las asambleas de base, puede darse esta contribución del partido a la construcción de las luchas en la fábrica? Ésta no puede ser concebida como un bloque ya cristalizado que se desliza rígidamente en la vida de las organizaciones de masas y de las asambleas de base, porque eso llevaría a otras cristalizaciones, rompería de nuevo la vida de las organizaciones en torno a posiciones de partido contrapuestas, frenaría el camino de la unidad y, por tanto, restringiría el arco de las fuerzas involucradas, dejaría fuera vastas masas sin partido.
La iniciativa y la participación de las organizaciones de partido deben, por tanto, desenvolverse no sólo desde el respeto formal a la autonomía de las organizaciones de masa, sino como una contribución que se presenta abierta al contraste con todos los otros componentes del movimiento obrero, que reclama una verificación en la relación con las masas y hace visible la misma dialéctica interna mediante la que se ha formado. Existe un modo de hacer efectiva una línea, una práctica de este tipo: está en el desarrollo de las formas y de los mecanismos de la democracia obrera en la fábrica, está por tanto en la ampliación de las conquistas de libertad y de poder arrancadas en la lucha, en la extensión de la democracia en el país. Puesto que es así como la puesta en común deviene real, no de cúpula, y la autonomía deviene en autonomía de la clase.
Me parece que mediante una práctica de este tipo el partido actúa realmente como vanguardia de la clase, que no la interpreta y representa desde fuera, sino que vive dentro de ella, ilumina y cualifica desde el interior la lucha obrera y popular, la conecta en la práctica a una visión nacional e internacional del choque con el gran capital. Y, por otra parte, así la construcción de una estrategia de la izquierda se produce mediante una relación entre la vanguardia y la clase tal y como se ha formado en su estructuración histórica, y no como masa indistinta, vista como «espontaneidad» elemental.
[1] Se ha respetado el original italiano aziendalismo, de azienda (empresa), cuya significación incorpora elementos de corporativismo o amarillismo, es decir, un sindicalismo muy identificado con la empresa y centrado en la situación en esa empresa o sector de actividad. (N. del T.)
[Texto publicado en el Boletín de la Sección de Historia de la FIM, núm. 4 (julio de 2015). De Rinascita, 30 de enero de 1970. Traducción de Julián Sanz Hoya]
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