¿Cómo viven los vivos con los muertos? Hasta que el capitalismo deshumanizó a la sociedad, todos los vivos esperaban la experiencia de la muerte. Era su futuro final. Los vivos eran en sí mismo incompletos. De esa forma vivos y muertos eran interdependientes. Siempre. Sólo una forma de egotismo extraordinariamente moderna rompió esa interdependencia. Con consecuencias desastrosas para los vivos, ahora pensamos en los muertos en términos de los eliminados.
La Redacción
Más allá de la primavera democrática
I
No ha habido ruptura democrática. Pero las elecciones municipales del pasado domingo han producido una importante grieta en el sistema de partidos establecido desde la Transición. Madrid y Barcelona son la punta de este cambio, pero no están solas. Valencia, Zaragoza, a Coruña, Santiago de Compostela, Cádiz apuntan en la misma dirección. No deja de ser divertido que Barcelona y Madrid, muchas veces enfrentadas entre sí por sus élites dominantes, vuelvan a aparecer juntas cuando hay un giro progresista en el país. Al final al PP no le ha servido el leve repunte económico para volver a engatusar a mucha gente (aunque mantiene importantes resortes de poder y hegemonía cultural en sectores importantes de la sociedad) y la corrupción, los recortes, la prepotencia, el desprecio democrático, el clasismo, las ideas retrógradas y la impudicia de sus líderes le han acabado pasando factura. A la derecha no le ha dado tiempo de fabricar una alternativa más vistosa y, pese a su notable ascenso, Ciudadanos sólo le va a resultar útil en unas pocas autonomías. El PSOE ha salido algo mejor librado (con descalabros importantes, como en Catalunya) pero no parece que vaya a tener potencia para volver a ser una gran alternativa nacional.
II
Los triunfos de Manuela Carmena y Ada Colau tienen bastante en común. En la fórmula y en la base social. La fórmula es clara, un planteamiento de unidad de izquierdas aglutinada en torno a personas conocidas en los movimientos sociales y una presencia de partidos en segundo plano. Más unitaria y amplia en el caso de Barcelona, sin lugar a dudas porque los dirigentes catalanes de ICV-EUiA han sido mucho más generosos e inteligentes políticamente que sus homónimos de Izquierda Unida en Madrid. La fórmula ha tenido la virtud de ayudar a fomentar la participación de mucha gente de movimientos sociales, especialmente de la generación posterior al movimiento antiglobalización (que a nuestro entender fue donde se forjaron nuevos liderazgos ajenos a —y a menudo ignorantes de— la izquierda tradicional presente en partidos y movimientos sociales). Y en bastantes casos ha conseguido que la mezcla de personas de tradiciones políticas diferentes haya funcionado notablemente bien. Sólo por esto, la experiencia ya hubiera sido válida.
La base social del voto resulta evidente. El éxito de ambas fórmulas se ha producido sobre todo por una cierta activación, en aumento de la participación y cambio de voto, de los barrios más humildes de la ciudad. En Barcelona lo podemos mostrar incluso con una correlación estadística: hay una clara relación positiva entre el voto de Barcelona en Comú y el bajo nivel de renta de los barrios: El Ayuntamiento de Barcelona publica una estimación de renta media de la ciudad: en los dos barrios más ricos —renta estimada superior al 200% de la media— el voto a BEC apenas ha llegado al 5,3%, mientras que en los cuatro más pobres ha llegado al 37,4%. La candidatura de Ada Colau ha ganado en 6 de los 10 distritos de la ciudad y ha sido en los dos más humildes (Ciutat Vella y Nou Barris) donde se ha decantado la victoria final. Aunque es también cierto que se ha conseguido un buen resultado en todas partes gracias a la movilización de las clases medias progresistas. No podemos afinar tanto en el caso de Madrid, pero todo apunta en la misma dirección. Ahora Madrid ha triunfado en 11 de los 21 distritos de la ciudad. Sus mejores resultados en Centro (otra vez el paralelismo con Ciutat Vella), Villa de Vallecas, Puente de Vallecas y Vicálvaro; los peores (aunque siempre buenos) en los elitistas distritos de Salamanca, Chamartin y Chamberí.
No se deben extraer conclusiones mecánicas, pero todo apunta a que la división social generada por la crisis, la conciencia creciente de injusticia que viven las clases trabajadoras, han encontrado una respuesta cuando menos parcial en término de votos. Luchas como las de la PAH, las mareas de diversos colores, Nou Barris Cabrejada, las movilizaciones vecinales contra los impactos del turismo en varios barrios de Barcelona… han ayudado a construir un imaginario colectivo que se ha activado con la llamada a las urnas. Y la personalidad de las candidatas ha facilitado asimismo una mayor identificación con los sectores de clases populares más reticentes con las estructuras partidistas tradicionales. Lo pudimos apreciar muchas de las personas que el pasado domingo hacíamos trabajo de apoderado electoral en muchos de estos barrios, donde se vivía un cierto aire de fiesta electoral en las antípodas de la desencantada crónica de la —por otra parte magnífica— Jornada de un interventor electoral de Italo Calvino.
Hay tres cosas a retener de este modesto pero, al mismo tiempo, alucinante éxito. El papel del trabajo de base continuado, del tejido de movimientos sociales que han ayudado a avivar conciencias, a insuflar optimismo y activismo a una base social maltratada. En segundo lugar que si bien los proyectos políticos progresistas atraviesan muchas capas sociales, no puede perderse de vista una visión en términos de clase que en muchos casos se encarna en los barrios y las vecindades. Y en tercer lugar —y a ello nos referiremos posteriormente— el modelo de construcción de la alternativa política.
Sólo un comentario final respecto a esta cuestión. En Barcelona al menos, hemos constatado que hay una estrecha correlación entre nivel económico y abstención (y por tanto entre abstención y voto a BEC). La abstención en los barrios obreros sigue siendo muy alta. Creemos que es otra expresión de las desigualdades clasistas. Cuanto mayores son las desigualdades, más distancia existe entre la política y las clases subalternas. El sentimiento que es un espacio extraño, hostil, ajeno, acaba produciendo pasividad (algo parecido a lo que ocurre con la educación: cuanto más humilde es la gente más extraño le parece lo que se enseña en las aulas, de ahí que el fracaso escolar y la abstención vayan por barrios). El discurso moralista de cierta izquierda es inútil. La gente que no vota no cambia de actitud porque le demos lecciones de política. La gente que ahora se ha movilizado lo ha hecho porque le ha llegado un discurso en el que se hablaba de sus problemas: de los desahucios, de la pobreza, del paro, de la falta de respeto, de los recortes. Y allí donde se ha conseguido mayor movilización coincide con la existencia de equipamientos sociales en los que la gente se relaciona cotidianamente: casales de barrio, de jóvenes, cooperativas de consumo, ampas, comisiones de fiestas… allí donde se consolida un tejido social que es funcional para la vida cotidiana y que construye un entramado sobre el que se organizan las movilizaciones. Claridad de discurso y creación de espacios de socialización cotidiana son esenciales para romper la apatía: para, como diría un clásico, contribuir a que “la clase en sí” se convierta en “clase para sí”, o sea, para que la gente común entienda que la política es un instrumento de cambio y mejora social, no un mero mecanismo de dominación.
III
Si nos atenemos a los problemas de la izquierda política, los resultados de las elecciones confirman de forma más nítida lo que apuntaba nuestro amigo Joan Busca al comentar el resultado de las elecciones autonómicas andaluzas de marzo. El Partido Socialista sigue en caída pero muestra que aún es una fuerza organizada importante en bastantes comunidades autónomas (excepto en Catalunya, donde su crisis parece difícil de parar). Y la fuerza emergente de Podemos obtiene un avance importante, pero sin conseguir superar un cierto techo. Por su parte, Izquierda Unida, que ya tenía un problema de espacio con la irrupción de Podemos, se sitúa ahora al borde de la desaparición institucional, en gran medida autogenerada por la incapacidad de renovación y, sobre todo, por el dogmatismo, el apego a la marca, el sectarismo de parte de sus líderes. No es casualidad que en Madrid y el País Valenciano, donde desde hace tiempo se ha vivido una lucha fratricida, el desastre sea absoluto. Sentimos que gente valiente y honrada como Alberto Garzón, Luis García Montero o Cayo Lara se haya visto envuelta en una dinámica perversa de la que no han podido desmarcarse.
A corto plazo, Podemos tiene todas las de ganar en este pulso por un espacio a la izquierda del PSOE, ahora que está claro que ya no va a ganar la batalla de la centralidad. Las urnas le han marcado el terreno. Pero tiene enormes debilidades: Una estructura excesivamente piramidal. Un proyecto político demasiado simple, que puede ser efectivo para discursos electorales pero insuficiente para desarrollar un proceso político de gran calado. Unas bases sociales con baja experiencia política. Un modelo organizativo poco elaborado. Y un cierto sectarismo basado en sus resultados electorales y en las encuestas (a veces tenemos la sensación que miran al resto de la izquierda con tics parecidos a los de los militantes socialistas de otras épocas, unos militantes que ahora están desorientados con las derrotas). Posiblemente la buena noticia es que la dirección de Podemos empieza a ser consciente de estas limitaciones, de la dificultad de tejer un proyecto de alcance estatal sin una organización más consolidada. Y el primer atisbo de este cambio se percibe en Catalunya donde ya se apunta la posibilidad de una candidatura conjunta con ICV-EUiA. En este sentido, la experiencia barcelonesa ha sido elocuente. ICV-EUiA es quién ha realizado una aportación organizativa más importante, ha sabido dar un paso atrás —particularmente valioso en el que había sido portavoz municipal de Barcelona, Ricard Gomà— para consolidar el proyecto, ha neutralizado con acierto a sus sectores más aferrados a las siglas y ha aguantado con especial buen talante muchas de las críticas que le han venido tanto desde fuera —especialmente de la CUP— como desde dentro de la confluencia. Además —al menos en nuestra experiencia local— ha conseguido a cambio un acercamiento real entre viejos militantes y nuevos activistas, gente más joven que la campaña ha conseguido movilizar. Una confluencia imprescindible para próximas batallas electorales y para un trabajo sólido de larga trayectoria. Al menos en algunas zonas de la ciudad, lo que se está ganando no es solo una victoria política sino la posibilidad de consolidar una izquierda que trabaje en la esfera política y en la social, que construya desde abajo.
Y también en ese terreno hay algunas cosas que la campaña enseña. Allí donde las candidaturas han sido más transversales, donde la gente se ha sentido más partícipe, la movilización ha sido más eficaz. Algo que no sólo se ha dado en las grandes ciudades sino que ha tenido la réplica en poblaciones pequeñas, donde se han tejido alianzas locales sumamente interesantes. Por ello, si los partidos organizados quieren superar sus limitaciones y construir un movimiento político de largo alcance, es necesario afinar un modelo organizativo que precisamente procure articular esta diversidad. Un proyecto que conduce inevitablemente a que se sacrifiquen siglas en aras de construir un espacio mayor. Un proyecto que exige líderes y comportamientos generosos, así como reconocimiento mutuo; buscar fórmulas organizativas que permitan ciertos grados de discrepancia interna y cohesión en lo esencial; y una articulación a través de espacios autónomos donde la gente se sienta partícipe. Algo, sin duda, ambicioso y difícil, pero que es la única opción seria cuando la vieja forma partido tiende a la fosilización y lo que se requiere es un proyecto que genere energías, sinergias y que promueva una repolitización social. O se hace ahora o algunas organizaciones desaparecerán y otras acabarán generando una nueva frustración social.
IV
La victoria electoral no garantiza el poder. Esto es de perogrullo y particularmente claro cuando además no se ha conseguido una mayoría sólida. Lo obvio es ver que tanto Barcelona en Comú como Ahora Madrid van a sufrir desde el primer momento un acoso sostenido. Por parte tanto de los poderes económicos temerosos de que corran riesgo alguna de sus ganancias como de sus oponentes políticos, que conocen su debilidad institucional. Pero el problema más grave no proviene ni de la inexperiencia, ni del hecho de gobernar en minoría —aunque ambas cuestiones constituyen inconvenientes importantes—. Lo peor es el marco en el que se sitúan estos proyectos, dominado por una clara hegemonía del capital. Hegemomía que se sustenta en un entramado de políticas neoliberales encarnado en instituciones y políticas que operan a distintos niveles (internacional, estatal, autonómico).
Ninguna de las candidaturas se plantea la revolución. Desde el fracaso soviético, la mayoría de la nueva izquierda, de los nuevos movimientos sociales, persigue objetivos más modestos. Focales en cada caso, más bien orientados a volver a “domar” al capital (en cierta medida representan un cierto tipo de respuesta polyniana a la expansión del poder del capital, una reacción orientada a reequilibrar el poder): frenar desahucios, impedir los desmanes urbanísticos, frenar el deterioro ambiental, recuperar los servicios públicos, revalorizar los derechos laborales, profundizar la democracia y la participación, luchar contra la pobreza extrema… Objetivos todos ellos valiosos en sí mismos y por los que vale la pena pelear. La cuestión crucial estriba en que, por moderados que sean los objetivos, a menudo atentan a intereses capitalistas concretos, a grupos de poder. Y para construirse exigen impugnar partes sustanciales del entramado institucional dominante. Algo que es más evidente de constatar que de llevar a cabo en el corto plazo (especialmente a nivel local, donde el poder político es menor y donde necesariamente habrá que navegar entre los escollos que crearán los poderes reales y las necesidades de satisfacer demandas cotidianas).
Encontrar un cierto equilibrio, una ruta de navegación viable, es tarea difícil, requiere mucha capacidad de leer la situación, de seleccionar adecuadamente los enfrentamientos, de saber elegir las concesiones inevitables y las líneas rojas que no conviene pasar. Y saber arrostrar el peligro de la incomprensión de las propias bases, los desafíos de los impacientes y de quienes siempre apuestan porque las cosas salgan mal —algo por otra parte posible—. Hacer una política socialdemócrata hoy —esto o algo parecido significa este intento de introducir reformas radicales en un contexto neoliberal— es una labor de alto riesgo. Y por ello es necesario que la gente que va a tener responsabilidades de gobierno otorgue prioridad a algunas cuestiones esenciales. Hacia adentro: buen soporte técnico, equipos de trabajo que preparen bien los temas y evalúen las dificultades, promover la colaboración de toda la gente aprovechable que hay en la Administración, desarrollar redes de apoyo. Hacia fuera: garantizar algunas propuestas tangibles —posiblemente unas pocas— en las que se perciba un cambio con lo anterior tanto en cuestiones sustantivas —alguna medida que mejore la situación de la gente-—como en el plano de la participación y el diálogo con la ciudad.
A veces la primavera llega pronto y después la helada destruye los brotes tiernos. El peligro de la helada está ahí, pero el trabajo de mucha gente, su inteligencia, puede hacer que estos primeros brotes fructifiquen en algo más potente y que esta modesta victoria electoral se convierta en el primer paso de un cambio más profundo. Se lo merece toda la gente que ha trabajado en diversas ciudades por promover el cambio, desde los líderes hasta los meros votantes. Lo necesita mucha otra gente. De ahí que sea tan necesario comprender dónde están nuestras debilidades, qué tipo de cosas debemos hacer para impedir a la reacción que imponga de nuevo su negra lógica de dominación.
30 /
5 /
2015