¿Cómo viven los vivos con los muertos? Hasta que el capitalismo deshumanizó a la sociedad, todos los vivos esperaban la experiencia de la muerte. Era su futuro final. Los vivos eran en sí mismo incompletos. De esa forma vivos y muertos eran interdependientes. Siempre. Sólo una forma de egotismo extraordinariamente moderna rompió esa interdependencia. Con consecuencias desastrosas para los vivos, ahora pensamos en los muertos en términos de los eliminados.
Götz Eisenberg
Arrastrar todo en la caída
Desde el 11 de septiembre se ha impuesto una atmósfera esquizoide a escala mundial que favorece síndromes Amok a nivel individual y colectivo. Vivimos cada vez más en un ambiente de violencia y guerra. Alemania vive en un estado de excepción desde que un Airbus se estrellara causando muchas víctimas y –como de momento solo podemos suponer– a consecuencia de una acción intencional y deliberada del copiloto. Götz Eisenberg plantea una aproximación a lo ocurrido. [Nota de la redacción de http://www.nachdenkseiten.de]
«Nadie se hace una idea del volcán que se incuba y hierve en mi interior»
(De las memorias de Ernst August Wagner) [1]
Vampirismo mediático
Desde que el pasado 24 de marzo un Airbus de la compañía Germanwings se estrellara en los Alpes durante el trayecto entre Barcelona y Düsseldorf, en Alemania no se habla de otra cosa. Grecia, Ucrania, la crisis del Euro, los ataques aéreos de Arabia Saudí en Yemen: todo ha desaparecido de un plumazo de la percepción pública. Apenas se había aplacado la última explosión de luto y frustración después del ataque a la revista satírica francesa Charlie Hebdo, y de nuevo teníamos a Angela Merkel y François Hollande mirando a las cámaras consternados en el lugar del siguiente siniestro. Los medios informan ininterrumpidamente sobre las consecuencias de la catástrofe y, en su ansia por lograr mayores tiradas y conquistar índices de audiencia, a menudo rebasan los límites del buen gusto y se desentienden de los mínimos periodísticos de diligencia y respeto. La prensa sensacionalista, y también buena parte de la llamada prensa seria, se alimenta de la desgracia y el dolor ajeno, como un vampiro. El país entero se encuentra en un estado de excepción. Las banderas ondean a media asta, y por todas partes se guardan minutos de silencio y se celebran actos conmemorativos. El presidente de la República Federal Alemana interrumpió un viaje por Latinoamérica y se dirigió a Haltern am See para participar en el funeral de los 16 estudiantes y las dos profesoras que fallecieron en el incidente. Tras la celebración de la misa ecuménica, declaró que con el siniestro había surgido un «vínculo de compasión y luto compartido», y prosiguió en tono pastoral: «En estas situaciones de emergencia uno percibe que vivimos en una sociedad de seres humanos, y no sólo de entidades que funcionan de forma mecánica».
Pánicos homogeneizadores
La noticia de una catástrofe semejante, así como la búsqueda de las víctimas y el intento de esclarecer las causas –debidamente escenificados en los medios–, permiten unir afectivamente a toda la nación mejor que ninguna otra cosa. Está claro que los individuos socializados, aislados por la competencia e individualizados a través del consumo, sólo perciben sus vínculos en momentos de grandes desgracias o en eventos deportivos. Peter Sloterdijk ha afirmado que «las naciones modernas son comunidades de excitación que se mantienen en forma mediante un stress sincrónico […] producido mediante las telecomunicaciones». Mediante histerias sincronizadoras y pánicos homogeneizadores, sitúan a los individuos en el nivel mínimo de tensión requerido para mantener unida a una sociedad desgarrada por las crisis. Como dijera Brecht, todo «se ha desplazado hacia lo funcional», y necesitamos catástrofes ocasionales, como las inundaciones por las crecidas del río Elba, los asesinatos masivos y otros crímenes espectaculares para poder sentirnos –al menos provisionalmente– como una sociedad unida frente al peligro. Al igual que los puercoespines que se juntaban muertos de frío en la fábula de Schopenhauer, las partículas elementales de hoy se acercan unas a otras y corren peligro de hacerse daño, lo que las lleva a separarse rápidamente, volviendo a la frialdad de su indiferencia y su aislamiento.
Si bien las investigaciones sobre la catástrofe aérea aún no han concluido, parece probado que el copiloto Andreas L., que habría causado deliberadamente la caída del Airbus, tenía problemas psíquicos y padecía depresión. Por ese motivo debería haber estado en tratamiento psiquiátrico. Además, según la edición dominical del Frankfurter Allgemeine Zeitung, parece que tenía problemas de vista, quizá el órgano más importante para un piloto.
En los casos más graves, las depresiones pueden llevar a una especie de fosilización: pueden incapacitar a alguien para actuar y paralizar su motivación. La imagen profesional del piloto parecería sugerir todo lo contrario: remite a una persona activa, despierta, decidida, resolutiva, capaz de dominar la situación en todo momento y de mantener el control incluso en momentos de peligro. Los folletos publicitarios muestran a hombres robustos en uniformes cortados a medida, con dientes blancos y brillantes y una sonrisa que despierta confianza. ¿Quién estaría dispuesto a poner su vida en manos de un depresivo taciturno e indeciso?
Depresión y agresión
La depresión es el trastorno psíquico diagnosticado con más frecuencia. El Ministerio de Sanidad alemán calcula que cuatro millones de personas padecen depresión en Alemania, y que unos diez millones de personas pasan por una depresión antes de cumplir los 65 años.
La gran mayoría de estas personas vive su vida en una desesperación silenciosa, y toma diligentemente los antidepresivos que se les prescriben. La vida de las personas con depresión es a menudo un constante aplazamiento del suicidio, que para muchos representa una posibilidad. Estudios recientes han concluido que aproximadamente un 15% de los pacientes depresivos acaba suicidándose. También es sabido que en ocasiones la depresión va acompañada de una buena dosis de agresividad. Ésta puede ir en distintas direcciones. Si se dirige contra la propia persona, lleva al suicidio o a otras acciones autopunitivas y lesivas contra el propio cuerpo. Si se dirige hacia fuera, la amalgama de agresión y depresión puede dar lugar a una mezcla explosiva que se denomina «suicidio ampliado». Para casi todos los analistas, es típico que la explosión homicida del síndrome Amok vaya precedida por rasgos depresivos. Se habla de una fase de «incubación» que precede al «raptus» de la furia sanguinaria. A consecuencia de decepciones y fracasos, el futuro homicida se retira cada vez más del mundo, refugiándose en su interioridad, cuyos estrechos límites no le permiten hacer frente a estas energías. Las adversidades alcanzan su mayor potencial explosivo cuando los individuos carecen de todo contacto social y giran únicamente sobre sí mismos. La percepción se distorsiona y se estrecha y las alternativas de acción se reducen. La rabia y la furia dejan paso al puro odio, que busca descarga.
En los casos recientes de homicidios Amok puede observarse una dinámica que se ha denominado «narcisismo mediático». Lo que incita al autor es el deseo de ser conocido y famoso. Antes de su acción disfruta fantaseando sobre su gloria póstuma, quiere escenificar su muerte a lo grande y arrastrar en su caída a tantos como sea posible, preferiblemente al mundo entero. El autor se refugia entonces en el epicentro de sus aflicciones y convierte el lugar de sus traumas en el escenario de su triunfo. Hace que su Yo, maltratado e incomprendido, se extinga en una gigantesca traca final.
Según sus declaraciones, Lufthansa no tenía conocimiento ninguno de los trastornos y problemas psíquicos del copiloto Andreas L. Pero seguro que eso no hubiera podido seguir así por mucho tiempo. En algún momento L. hubiera tenido que comparecer ante su superior e informarle de sus trastornos, o bien otros hubieran tenido que hacerlo en su lugar.
El ocultamiento de informaciones relevantes y embarazosas para el posterior autor de la masacre no es atípico. Ya había jugado un papel central en la masacre de Erfurt [2]. Robert S. había ocultado en su casa que llevaba seis meses sin ir a clase. Después de haber faltado a clase y falsificado certificados médicos, el Instituto Gutenberg le había expulsado a principios de octubre de 2001 mediante un acto de exclusión administrativa. Como Robert S. era mayor de edad, el instituto no necesitaba informar a sus padres. Pero la expulsión había dejado sin fundamento su proyecto de vida y, por una particularidad de la ley educativa de Turingia, le arrojaba al vacío. Sin un certificado escolar amenazaba con convertirse en lo que la jerga del darwinismo social imperante denomina un «perdedor». Al ocultar en su casa su expulsión del instituto y fingir que todo iba bien, comenzó a jugar a «bádminton con dinamita» –como señaló Gerhard Maus–. Porque antes o después iba a llegar el día en que se descubrirían sus mentiras y tendría que hacer frente a sus padres y reconocer su fracaso. Así fue como el último día de las pruebas de selectividad se convirtió en el día en que decidió «resolver» con violencia las terribles contradicciones en las que se había enredado.
La dinámica mortal del ocultamiento
El equivalente al silenciamiento de su expulsión del instituto en el caso de Robert S. podría ser, en el caso de Andreas L., el ocultamiento de su enfermedad. Sabía que no podría mantenerlo en secreto por mucho tiempo y que, si se descubría, se arriesgaba a perder su licencia de vuelo y, con ella, la profesión de sus sueños. En nuestra cultura, la profesión es un pilar fundamental de la percepción de uno mismo, y para muchas personas funciona incluso como una prótesis de la autoestima. La profesión del piloto, que es el sueño de muchísimos jóvenes y tiene un cierto aura de glamour, ofrece a quien la ejerce distintas gratificaciones narcisistas y puede ayudarle a mantener sus ilusiones sobre la propia grandeza.
Si esto pudiera aplicarse al caso del copiloto Andreas L., podemos hacernos una idea de lo dramático de la situación. Antes de llegar a una situación que le hubiera llevado a perder su licencia de vuelo, podría haber decidido poner fin a su vida y ahorrarse la humillación de hacer pública su enfermedad. El derrumbamiento de la autoestima y el colapso narcisista son dos de los fenómenos anímicos más amenazadores. Uno podría llegar a aceptar el propio hundimiento con tal de evitarlos.
En una situación semejante, lo único que podría ser de ayuda y detener la amenaza de exclusión sería una red de vínculos emocionales con amigos o familiares. Quien tiene la fortuna de contar con una red semejante, capaz de reforzarle y –llegado el caso– de activarle, está mucho mejor protegido de las amenazas de derrumbamiento que quien está abandonado a sí mismo.
El peligro se activa en cuanto alguien que se encuentra en una situación crítica no busca o no encuentra el modo de comunicarse, sino que se encierra tras un muro de mentiras o se parapeta en el mutismo. Sin duda, hay formas de desahogarse, de dar expresión a secretos reprimidos y patógenos, que tienen un efecto terapéutico. Son formas de desahogo que permiten asimilar las verdades más incómodas y las humillaciones más embarazosas. Aquello que puede expresarse en palabras ya no requiere de acciones para descargarse; las confesiones dolorosas pueden reemplazar a las acciones fatales. ¿Acaso Andreas L. no ha encontrado modo de comunicarse con las personas cercanas? En el caso de Robert S., al parecer, un clima familiar muy centrado en el rendimiento dificultó o imposibilitó que reconociera su fracaso escolar.
Un clima de confianza
En casos como el de Andreas L., otro factor capaz de contrarrestar lo peor hubiera sido que en la empresa hubiera dominado un ambiente de confianza, en el que los problemas psíquicos de los trabajadores no hubieran sido percibidos tan solo como una molestia o como un elemento que disminuye el rendimiento. Sólo quien no esté expuesto a las amenazas del despido, la degradación laboral o el descalabro profesional podrá dirigirse a sus colegas y superiores en una situación de emergencia.
En sus declaraciones a Spiegel Online, una serie de psicólogos y psiquiatras y un comandante de vuelo han ofrecido una imagen preocupante del modo en que el sector de la aviación hace frente a los problemas psíquicos. De acuerdo con estas declaraciones, las depresiones, la adicción al alcohol, el cansancio crónico y el exceso de trabajo se silenciarían a menudo. Las enfermedades psíquicas no se tratarían abiertamente, y en lugar de ello prevalecería un clima de ocultamiento y temor por la propia carrera. “La presión del management aumenta constantemente”, afirma un comandante de vuelo que trabaja en el sector desde hace veinte años. “Los partes de baja por cansancio crónico y problemas psíquicos han aumentado drásticamente”. En ocasiones incluso se ha llegado a cancelar vuelos. De acuerdo con el comandante, que prefiere permanecer en el anonimato por temor a posibles repercusiones profesionales, no todos los colegas afectados solicitan una baja. “La gente funciona a pesar de todo. Algunos lo logran con ayuda de alcohol o medicamentos”.
Dado que, según los indicios que tenemos hasta la fecha, el avión de Germanwings se estrelló deliberadamente, se exige que los pilotos se sometan a controles regulares no solo de carácter médico, sino también psiquiátrico –como si las molestias psíquicas pudieran medirse como la hipertensión o el ácido úrico–. Algunos políticos exigen además suprimir el secreto médico profesional–como si así una molestia psíquica no se fuera a ocultar a los médicos–.
Todos los programas preventivos que se barajan hasta la fecha utilizan el concepto de “management”, y de este modo revelan su carácter como socio-técnicas y psico-técnicas vinculadas a la ratio económica dominante. Desde una perspectiva asociada a la neurociencia, se apuesta por el desarrollo de escáneres cerebrales que permitan reconocer a potenciales terroristas y autores de masacres. En la transición del estado de derecho al estado securitario y preventivo, se arrojan por la borda todos los escrúpulos vinculados a los derechos fundamentales. Thomas Metzinger, filósofo y profesor de neuroética de la Universidad de Maguncia, afirmaba en una entrevista que sería positivo “monitorizar a los individuos durante sus primeros años de vida” para poder diagnosticar y tratar a tiempo las disposiciones a un comportamiento divergente y violento. El médico italiano Cesare Lombroso, que afirmó en el siglo XIX que era posible identificar a los “criminales natos” en virtud de ciertos estigmas anatómicos y fisiognómicos, parece resucitar en la estampa de una policía del pensamiento que se higieniza como neurociencia. Ésta se compromete a poder pronosticar el crimen leyendo directamente en el cerebro de los sospechosos.
El culto del “ganador”
Antes de entrar en el problema de por qué algunos suicidas arrastran a la muerte a otras personas, hay que hacer frente a la cuestión de por qué revelar una depresión se percibe como una vergüenza o una humillación.
“A los famosos y a los ricos se les certifica un burnout, a los pobres diablos y a la gente sencilla se les diagnostica depresión”, me decía estos días un amigo médico. Mientras que el síndrome del burnout se considera una medalla de veteranos de la sociedad competitiva –“lo he dado todo y me excedido, ahora necesito una pausa”–, la depresión suena a psiquiatría y a fracaso. Quien no está a la altura del modelo del “ganador”, de la persona de acción –siempre en forma, de buen humor y con éxito–, se siente un “loser”, se avergüenza y se encierra en sí mismo. Se retira de la competición por el éxito, la carrera y el dinero, que hoy comienza en la guardería, sigue en el colegio y desemboca en la lucha por el ascenso profesional y el éxito.
El problema no es tanto la depresión como la estigmatización y el aislamiento social relacionados con ella. La sociedad de la competencia trata a los depresivos como a desertores que se alejan ilícitamente de la “brigada del trabajo”. En un entorno social que se define en función del rendimiento y que vincula a él toda forma de reconocimiento, la depresión tiene mala prensa y los depresivos se encuentran en una situación difícil. Eso les puede llevar a buscar refugio en la mentira y en el juego del escondite.
A mediados de los años noventa, el sociólogo parisino Alain Ehrenberg interpretó la depresión como una enfermedad sintomática de nuestros días. En su libro La fatiga de ser uno mismo señalaba cómo desde los años setenta la promesa de la autorrealización se había ido transformado poco a poco en una imposición endemoniada. Al convertir el Yo auténtico en el motor de todas nuestras acciones, el agotamiento estaba pre-programado. Pero el agotamiento como estado permanente culmina en la depresión, que Ehrenberg define como una “enfermedad de la responsabilidad en la que predomina el sentimiento de inferioridad. El depresivo no está completamente a la altura, está agotado del esfuerzo de tener que ser él mismo”. Para Ehrenberg, la depresión y el creciente consumo de alcohol y autodepresivos son reacciones a los agobios de la autorresponsabilidad que se les impone a los individuos (“¡cada uno forja su suerte!”).
De este modo, el proyecto de la modernidad –liberar al sujeto de vínculos y tradiciones superados– experimenta una inversión paradójica. Si la neurosis era el producto de una formación social represiva, basada en la contención de los instintos, la depresión es el reverso de una sociedad competitiva que convierte al Yo auténtico en fuerza productiva y explota su creatividad hasta el agotamiento.
La depresión ofrece a nuestra sociedad una imagen en la que podríamos reconocernos. Como no queremos arriesgarnos a ello, rompemos el espejo, convertimos la depresión en un defecto genético o en una enfermedad cerebral y recluimos a los depresivos en los hospitales.
“Going postal”
Cuando en los Estados Unidos de los años ochenta, a consecuencia de las políticas de recorte de las reaganomics, se privatizó y se redujo el servicio postal, muchos antiguos trabajadores volvieron armados a su anterior lugar de trabajo y se pusieron a disparar. “Going postal”, ir a la oficina de correos, es desde entonces en Estados Unidos un modo de denominar las masacres de tipo Amok. En Francia, la privatización de la empresa de telecomunicaciones France Telecom desató una ola de suicidios: en solo 18 meses 25 empleados se quitaron la vida [3]. En Europa parecen predominar aún las reacciones de carácter más bien depresivo ante las rupturas biográficas y la reprivatización de los conflictos sociales. La gente se culpa a sí misma y se hunde en la resignación y en una desesperación callada. Como vemos ahora, eso no tiene por qué seguir siendo así. Comoquiera que se mire, al final de nuestras reflexiones nos encontramos bajo los árboles venenosos de nuestra jungla neoliberal.
Suicidio ampliado
“Cuando una catástrofe parece inevitable hay que acelerarla”, afirmó Ernst Jünger en una ocasión, y con ello nos dio una clave para resolver el enigma del suicidio ampliado. En lugar de contemplar pasivamente cómo se resquebrajan los fundamentos del propio proyecto de vida, uno prefiere tomar las riendas de la destrucción. Pero, ¿por qué decide el suicida arrastrar a otros en su caída? ¿Por qué no sube al desván y se ahorca allí en silencio? ¿Por qué no se va en coche al bosque y se asfixia con la salida del tubo de escape? O bien su ira contra los causantes reales y supuestos de su desgracia es demasiado grande, o bien es tan narcisista que el simple suicidio le resulta algo demasiado poco espectacular. El suicidio ampliado da expresión a una fantasía de grandeza y omnipotencia, pero en negativo. Quien lo comete se cree Dios o un superhombre, y se erige en dominador sobre la vida y la muerte de los otros. Lo que subyace es una forma específica de ira narcisista. Algunas personas pueden lidiar serenamente con las humillaciones. Éstas no afectan a su autoestima, que permanece intacta. Otros, en cambio, no pueden hacer frente a humillaciones relativamente banales e inofensivas sin temer por su existencia. El revés que supone una humillación puede resultar sobremanera violento, porque se experimenta como algo que no debería haber podido pasar en absoluto.
En la “era del narcisismo” entra en juego otro factor. Quien no logra ser reconocido por los canales sociales al uso puede pasar a los anales de la historia como héroe negativo. Dicho de forma algo exagerada: quien no llega a participar en “Alemania busca una superestrella” [4] puede optar por la variante malvada del narcisismo mediático y alcanzar la celebridad a través del homicidio Amok.
Desde la masacre en el instituto de Columbine en Littleton, Colorado en 1999, este factor ha jugado un papel crucial en las espectaculares acciones de Amok de algunos jóvenes. “Quiero que llegue el día en que todos me conozcan”, había revelado Robert S. a una compañera de clase poco antes de su acción. De esta manera los sin nombre y los excluidos se aseguran que se les tome en consideración y se les conceda importancia. La falta de reconocimiento hace que las personas sean susceptibles a lo que Florian Rötzer ha denominado el “terror de la atención”: hay que cometer una gran maldad para salir del vacío de la irrelevancia y generar la sensación de que uno existe. En Estados Unidos se denomina “Rampage killing” a un modo de homicidio público en el que la furia privada se une con el ansia de eco mediático, dando lugar a una mezcla explosiva. Si las conjeturas y declaraciones que se han hecho sobre Andreas L. son ciertas, habrá que ubicarle también en este tipo de homicidio.
El ansia de la seguridad perfecta
Una última observación: la catástrofe en los Alpes franceses revela que el afán que, sobre todo desde el 11 de septiembre de 2001, se empecina en tapar todos los posibles huecos en la seguridad, produce nuevas inseguridades. Antes, por ejemplo, los niños podían entrar a ver a los pilotos en la cabina si iban acompañados por una azafata, mientras que hoy la cabina de pilotaje está tan blindada contra intrusos indeseados que ya no es posible entrar en ella ni siquiera para salvar el avión. La regla de que haya al menos dos personas, que está siendo sopesada y que algunas compañías ya han implementado, tampoco podrá garantizar una seguridad perfecta y sin fallas.
Después de catástrofes como la que acabamos de vivir, esta sociedad apuesta por ampliar la seguridad técnico-instrumental, por técnicas de vigilancia y de control, que permitirán a ciertas industrias obtener buenos beneficios. Sin embargo, a largo plazo, un modelo de seguridad de carácter social brindaría una protección mejor. La seguridad de carácter social es un factor dinámico determinado ante todo por el ambiente que predomina en una sociedad, que puede fomentar o impedir que las relaciones interpersonales estén marcadas por la aceptación y la confianza. El darwinismo social que se desata en la locura de la competencia genera más bien un clima de desconfianza y hostilidad recíproca. Pero, sin duda, también en una sociedad más libre y menos represiva tendremos que vivir con ciertos riesgos. Quien aspira a una seguridad perfecta y sin huecos perece en el intento.
Observación final
Intentando ser precavido y escéptico respecto a las propias ideas y supuestas seguridades teóricas, no quisiera dejar de mencionar la posibilidad de que mi tentativa de hacer comprensible para mí y para otros estos sucesos tenga algo de “dar sentido al sinsentido” (Theodor Lessing). Después de todo, quizá exista el “acte gratuit” del que hablaba André Gide. Sería una acción sin sentido, violenta y destructiva, en último término absurda y sin una motivación inteligible. Somos pequeños mamíferos sobre los que ha irrumpido la catástrofe de la conciencia, y como tales nos cuesta resignarnos al tormento de un estado de incertidumbre con demasiadas incógnitas, e intentamos satisfacer nuestra necesidad de causalidad reduciendo lo desconocido y amenazador a lo medianamente conocido, que se ajusta a nuestra rutina de asimilación. De momento, todo o casi todo lo que se diga sobre el acto y su perpetrador debe formularse en condicional, y también en las frases donde no lo he utilizado debe pensarse en ello. Pero incluso si un día se esclarecen las circunstancias de los hechos, crímenes como el que se ha analizado aquí preservan un elemento enigmático, al que nuestros intentos de explicación solo pueden acercarse de modo aproximativo.
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2015