¿Cómo viven los vivos con los muertos? Hasta que el capitalismo deshumanizó a la sociedad, todos los vivos esperaban la experiencia de la muerte. Era su futuro final. Los vivos eran en sí mismo incompletos. De esa forma vivos y muertos eran interdependientes. Siempre. Sólo una forma de egotismo extraordinariamente moderna rompió esa interdependencia. Con consecuencias desastrosas para los vivos, ahora pensamos en los muertos en términos de los eliminados.
Gonzalo Pontón
El escritor lento
El 16 de marzo de 2015 fue un gran día para las Artes: tras descender trabajosamente a las profundidades de una cripta madrileña y rascar allí unas cuantas maderas podridas, unos expertos lograron reunir una pequeña cantidad de abono compuesto que responde al nombre de Miguel de Cervantes. O quizá no del todo, porque al parecer no puede saberse a ciencia cierta: la nueva reliquia es tan dudosa como las miles que la han precedido en nuestra historia. Pero no hay mal que por bien no venga, como decía otro gran aficionado a las reliquias: cualquier momento es bueno para que se hable de Cervantes, sobre todo si ello nos impulsa a leerlo. O a querer conocer cómo fue su vida, sobre la que sabemos más de lo que se piensa, sobre todo si se sabe leer con atención y rigor histórico, como ha hecho Jorge García López en Cervantes: la figura en el tapiz. Subsiste la impresión de que Cervantes tuvo una vida desafortunada, con más sombras que luces. No digo que no: graves heridas en la batalla de Lepanto que lo dejaron inválido, cinco años de cautiverio en Argel, una existencia errante, al menos un par de estancias en la prisión y grandes dificultades para hacerse un lugar en el mundo literario no parecen platos de buen gusto. Pero la misma historia puede adoptar otras tonalidades: siempre se sintió orgulloso de haber participado en batallas que consideró importantísimas y de las que salió vivo, a diferencia de los miles que perecieron en ellas; estuvo a punto de ser enviado a Constantinopla, de donde jamás habría vuelto, pero pudo ser rescatado a tiempo; desempeñó oficios que no eran subalternos, sino de cierto reconocimiento oficial; supo granjearse un círculo de amistades sólido y para el que realizaba distintos negocios; en sus últimos años alcanzó el éxito con el Quijote y pudo publicar muchas de las obras que había ido planeando y escribiendo; tuvo paz familiar; la muerte le llegó en su casa, a una edad avanzada, escribiendo página tras página hasta literalmente el último suspiro. ¿Es, ahora, una mala vida?
La vida que vivió Cervantes no es la condición necesaria para escribir una obra maestra como el Quijote. En cambio —y no es lo mismo—, mucho de lo que Cervantes vio, oyó, leyó, conoció y pensó, acabaría formando parte del Quijote y de sus otros libros, transformado en literatura de primera magnitud. Un gran escritor escribe hasta cuando parece que simplemente vive y calla. Así, Cervantes desaparece del mundo literario a final de la década de 1580, se dedica a sus negocios (“tuve otras cosas en que ocuparme”, dirá al final de su vida) y no vuelve a publicar hasta que, ya viejo, da a las prensas el Quijote. Pues resulta que las cosas no son como parecen: según nos explica el profesor García López, en esos quince años se encuentran todas las claves de la obra cervantina. El aparente silencio fue actividad: hoy podemos estar seguros de que no dejó nunca de escribir. Cervantes fue un autor entregado a su búsqueda literaria, que conecta con la vanguardia cultural de su tiempo; un autor no perfecto, pero perfeccionista al extremo. Escribe, busca, corrige, recompone, lee. Se pasa más de una década literalmente agazapado, oteando la presa, esperando el momento. Y cuando llega, aunque duda, no se equivoca. Después del primer Quijote vuelve a lo mismo: otra vez silencio público, reflexión sobre lo escrito, rectificaciones, nuevos caminos, mayores hallazgos. Solo de un trabajador incansable, ajeno al desaliento, que ha logrado la mayor victoria contra el tiempo y el olvido, puede concebirse la asombrosa plenitud literaria de sus últimos tiempos: tres cuartas partes de su obra se publicaron en los tres años finales de su vida. Debería ser una regla de oro para todos los autores: con los libros no hay que tener prisa.
[Fuente: www.pasadopresente.com]
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