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Ramón Campderrich Bravo

Hacia un nuevo derecho penal neoabsolutista: una revisión crítica de la reforma del Código Penal

Power tends to corrupt and absolute power corrupts absolutely.

Lord Acton

 

Introducción

Michel Foucault inicia su genial ensayo Vigilar y castigar con una descripción de la brutal ejecución del caballero Damiens, condenado a muerte el 2 de marzo de 1757 por haber intentado matar al monarca francés Luis XV. Según la sentencia, recogida en el libro de Foucault, Damiens debía ser “llevado y conducido en una carreta, desnudo, en camisa, con un hacha de cera encendida de dos libras de peso en la mano (…) a la plaza de la Grève, y sobre un cadalso que allí habrá sido levantado [deberán serle] atenaceadas las tetillas, brazos, muslos y pantorrillas, y su mano derecha, asido en ésta el cuchillo con que cometió dicho parricidio [atentar contra el rey equivalía a atentar contra el mismísimo padre, por ser considerado el rey ‘padre’ de todos sus súbditos], quemada con fuego de azufre, y sobre las partes atenaceadas se le verterá plomo derretido, aceite hirviendo, pez resina ardiente, cera y azufre fundido juntamente, y a continuación, su cuerpo estirado y desmembrado por cuatro caballos y sus miembros y tronco consumidos en el fuego, reducidos a cenizas y sus cenizas arrojadas al viento” [1]. Esta era, como se sabe, la naturaleza del ius puniendi que ejercía el estado absolutista en Europa no hace tanto tiempo (en términos de evolución de las sociedades humanas). Una penalidad incluso más despiadada que la propia de las actuales monarquías absolutas del Golfo Pérsico, proverbial por su extrema rudeza. Contra este tipo de punición estatal se dirigieron con especial energía los esfuerzos de los filósofos de la Ilustración para transformar sus sociedades y civilizarlas, hacerlas más tolerables, menos injustas.

Un sinnúmero de luchas y experiencias aleccionadoras, entre las cuales destaca la barbarie nazi-fascista y nacionalcatólica de la primera mitad del siglo XX, condujeron al afianzamiento en el derecho penal de Europa Occidental de la época de la consolidación del Welfare State —dejando a parte España y Portugal, claro está— de dos ideas clave orientadoras de su reforma: la idea del garantismo penal y la idea de la resocialización o reinserción social como finalidad primordial de la acción punitiva del estado. La primera de las ideas mencionadas comprendía, a su vez, una serie de principios-guía en los cuales no me extenderé, pero que se pueden sintetizar en dos grandes grupos: aquellos enfocados al establecimiento de un marco de derechos subjetivos constitucionalmente reconocidos limitador del tipo de delitos, penas y procedimientos judiciales regulables en leyes aprobadas por la representación popular y aquellos otros destinados a convertir el derecho penal, en particular, las penas privativas de libertad, en el último recurso en manos del estado para intentar disuadir a los ciudadanos de la realización de los actos más graves contra los bienes colectivamente considerados valiosos, recurso al cual acudir únicamente cuando cualquier otro medio legítimo no produce ese efecto disuasorio (y siempre que el derecho penal tenga, a su vez, alguna virtualidad de cara a frustrar en el futuro la comisión de tales actos). Por su parte, la idea de resocialización o reinserción social llamaba la atención sobre la necesidad de diseñar el derecho penal en la medida de lo posible de un modo que facilitase o, al menos, no empeorase, las posibilidades del condenado de integración en la sociedad ‘normal’ o ‘estándar’, básicamente proporcionando oportunidades para dejar el mundo de la marginalidad social y la delincuencia e incorporarse al mercado laboral legal. La resocialización efectiva de los condenados siempre dejó muchísimo que desear, pero durante un tiempo fue tomada muy en serio y se hicieron esfuerzos nada desdeñables para convertirla en una realidad.

Esta era la tendencia dominante entre los expertos y los legisladores penales europeos con que se encontró todavía la constitución española de 1978, que impulsó reformas del derecho penal heredado del franquismo en un sentido garantista y resocializador del derecho penal, pero el contexto penal estaba ya empezando a cambiar de la mano de las primeras legislaciones específicamente antiterroristas europeas de los años setenta, del giro ‘punitivista’ y antigarantista en los países anglosajones y del cuestionamiento del Welfare State. Desde entonces las reformas penales contrarias a las ideas de garantismo penal y de reinserción social han sido constantes, de tal modo que se puede hablar con toda propiedad de una reacción antiilustrada en el ámbito penal, aunque todavía estemos lejísimos del derecho punitivo aplicado al desgraciado Damiens en el plano legal [2]. En esta línea de reacción antiilustrada y lento retorno a un derecho punitivo neoabsolutista remozado se halla la última reforma del Código Penal español que se nos avecina, a punto ya de ser ratificada por el Congreso de los Diputados tras su paso por el Senado. La reforma sigue inspirada a grandes trazos en el anteproyecto de Código Penal del ministro nacionalcatólico Alberto Ruiz Gallardón, no obstante la eliminación de algunos de los aspectos más impresentables de dicho anteproyecto. Además, podría ser objeto en un futuro cercano de nuevas modificaciones en virtud del acuerdo entre PP y PSOE sobre la lucha contra el terrorismo ‘yihadista’ [3]. El propósito de las siguientes líneas será analizar de manera crítica los cambios legales más relevantes en derecho penal que supondrá la aprobación del actual proyecto de reforma del Código Penal tal y como está redactado a mediados del mes de marzo de 2015.

Mi análisis se estructurará en torno a dos ejes: las grandes tendencias criminológicas de fondo vertebradoras de la reforma y los probables objetivos políticos concretos buscados con la reforma. Ambos ejes están estrechamente entrelazados.

Ideales y contraideales de una reforma

Son tres, a mi juicio, las tendencias criminológicas que están detrás de la reforma: la primacía del ideal de la neutralización o inocuización del delincuente (1), el ‘expresivismo’ o ‘emotivismo’ penales (2) y la renuncia al principio de intervención mínima del derecho penal (3).

(1) El ideal de neutralización o inocuización del delincuente procede en la actualidad, sobre todo, del ámbito criminológico anglosajón neoliberal y neoconservador y de algunas corrientes penológicas de Europa continental (entre las cuales destaca el denominado ‘derecho penal del enemigo’ alemán, de indudable sabor nazi-fascista). Abandonadas, en la práctica, la resocialización o reinserción del delincuente, las visiones complejas sobre la génesis histórico-social de la inmensa mayoría de los hechos delictivos y las consideraciones ético-políticas que ven en el delincuente algo más que una mera fuente de riesgo o peligro para el ciudadano decente, el ideal de la neutralización del delincuente propugna, como indica su nombre, la liquidación o incapacitación física de este mediante su muerte en supuestos muy graves —es el caso extremo de los defensores de la pena de muerte— o mediante penas de prisión perpetuas o extraordinariamente largas. Cuando tal cosa no sea factible, dado el contexto político-constitucional, el delincuente, cumplida su pena, deberá ser sometido a medidas de vigilancia permanente aprovechando los modernos medios tecnológicos. El trasfondo del asunto, en definitiva, es muy sencillo y burdo: el delincuente es un individuo malvado e imperfectible generador de riesgos sin cuento cuya peligrosidad debe ser anulada.

Las trazas de este ideal en el texto del que será nuevo Código Penal son innumerables. La casi totalidad de las alteraciones introducidas en las referencias a las penas previstas comportan una elevación del tiempo de duración de las penas de privación de libertad y de multa —cuyo no cumplimiento, a la vista de determinadas condiciones, implica, recuérdese, su sustitución por una pena de privación de libertad—. Pero son muchas más las previsiones que en este sentido contiene el proyecto: las faltas penales se eliminan, pero casi todas se convierten en delitos denominados leves castigados con una pena de multa más elevada o, incluso con una pena de prisión, con consecuencias importantes a efectos de reincidencia y, por tanto, de agravación de las penas; la libertad condicional pasa a ser conceptualizada como “suspensión de la ejecución del resto de la pena”, con la consecuencia de que el tiempo que se ha pasado en libertad condicional no se computa como tiempo de cumplimiento de la condena, se pierde, si la libertad condicional es revocada antes de finalizar el tiempo de condena por incumplimiento de las condiciones para el mantenimiento de dicha libertad, a diferencia de lo que ocurría antes [4]; las penas alternativas a la prisión −los trabajos en beneficio de la comunidad y la localización permanente en tanto que pena, no en tanto que medida de seguridad− pierden mucho terreno; debido a la elevación generalizada de las penas, a la introducción de la pena permanente revisable, a la cual en seguida me referiré, y a una mayor rigidez de los requisitos exigibles en el régimen de concesión, se hace más difícil acceder al tercer grado penitenciario, a la antigua libertad condicional o a la suspensión de la ejecución de la pena y más fácil su revocación; se amplía la medida de expulsión del extranjero extracomunitario, en situación irregular o no, con prohibición de retorno a España, a todo aquel condenado a una pena superior a un año —antes se exigía que la pena fuera inferior a seis años—, lo cual se puede leer como una especie de aspiración a la liquidación física del inmigrante criminal vía deportación [5]; se modifica el régimen de la reincidencia con efectos de elevación de la duración de las penas de prisión, en especial al tomar por primera vez en consideración de forma automática las condenas de los demás estados miembros de la Unión Europea para considerar a un sujeto reincidente o multirreincidente [6].

El punto estelar de la reforma en la dirección del ideal de la neutralización es, sin embargo, la ya aludida introducción de la pena de prisión permanente revisable. Esta pena puede equivaler a la imposición de la cadena perpetua, pues la revisión depende de la satisfacción de una serie de condiciones, algunas difíciles de satisfacer, otras sujetas de hecho a la discrecionalidad del juez y el personal penitenciario y sus inefables “pronóstico(s) individualizado(s) y favorable(s) de reinserción social” —es decir, de grado de peligrosidad—. La revisión ha de ser planteada cada dos años, siempre que el condenado esté clasificado en el tercer grado penitenciario y haya ya cumplido veinticinco años de prisión (si se es condenado por más de un delito y, al menos, uno de ellos está castigado con prisión permanente revisable, entonces se exigen veintiocho o treinta y cinco años, según los casos) [7] . Ahora bien, quien crea que una decisión judicial favorable a la revisión comporta la extinción de la condena está muy equivocado, porque a lo que da lugar es a una especie de período de prueba de cinco a diez años durante el cual el sujeto queda en libertad condicionada al respeto de los controles y obligaciones impuestos judicialmente, seleccionados de entre el amplísimo abanico de medidas establecidas en el marco legal. Sólo si el condenado supera ese período sin vulnerar los condicionamientos de su libertad, quedará remitida su condena.

A propósito de esta pena de prisión permanente revisable hay que precisar dos cosas, para que nadie se lleve engaño al respecto: por un lado, la pena de prisión permanente revisable no sólo se aplica a los delitos de genocidio y de terrorismo con resultado de muerte, en los cuales todo el mundo piensa cuando se comenta en los medios de comunicación esta pena, sino también a otros supuestos y, por otro lado, la prisión permanente ha obligado a elevar la pena de algunos otros delitos para mantener un cierto grado de coherencia en la proporción de los castigos. En efecto, la pena de prisión permanente revisable también se aplica a delitos muy graves distintos al genocidio o el terrorismo (lesa humanidad; asesinato cometido por quien pertenezca a una organización criminal —por ejemplo: un ajuste de cuentas entre organizaciones rivales mafiosas—; asesinato de “persona especialmente vulnerable”; asesinato subsiguiente a un delito contra la libertad sexual con identidad de víctima; homicidio o asesinato del rey, la reina o el príncipe heredero). Además, la concurrencia de dos o más circunstancias agravantes o una muy cualificada obliga en muchos supuestos al órgano judicial a imponer la “pena superior en grado a la inicialmente prevista”, que en ocasiones resultará ser la pena de prisión permanente revisable, lo cual significa que no se puede descartar esta pena en relación con delitos diferentes a aquellos para los cuales está expresamente prevista la prisión permanente. Por otro lado, la introducción de la pena de prisión permanente revisable ha forzado a aumentar la duración de las penas de prisión en relación con los delitos de asesinato, homicidio [8] y contra la libertad sexual, entre otros.

Conviene insistir en un par de reflexiones cuando se valora una pena tan dura como la de prisión permanente revisable, reflexiones que van más allá de la constatación de la inhumanidad o crueldad moral de esta pena o de su inconstitucionalidad. En primer lugar, aceptarla supone acercarse de modo inexorable al siguiente paso, la cadena perpetua sin más y, tras ella, la pena de muerte, una rareza en Europa occidental que puede ponerse de nuevo en el orden del día. Una vez hayamos franqueado el umbral de la pena de muerte, se hace imaginable el retorno a las penas corporales que padeció el infeliz Damiens: ¿queremos volver al París de 1757? En segundo lugar, la normalización de una pena máxima más severa —como la prisión permanente revisable— conduce tarde o temprano a una elevación generalizada de todas las penas de prisión, por lo que es ilusorio pensar que esta es una cuestión importante sólo para terroristas, mafiosos o asesinos psicópatas: ¿quiere usted pasar, pongamos, diez años en la cárcel por, digamos, defraudar unos cuantos miles de euros de IVA a Hacienda?

Con todo, se debe decir que el anteproyecto Gallardón era mucho más radical que el proyecto actual en cuanto al ideal de neutralización del delincuente, al borrar la división conceptual entre pena y medida de seguridad y prever la imposición de medidas de seguridad privativas de libertad, una medida de internamiento en régimen cerrado por tiempo indefinido inclusive, a sujetos plenamente responsables que habían ya cumplido su condena de prisión. Por fortuna, esta aberración fue eliminada con la defenestración del ministro. Pero aún hay un remanente de la misma en el nuevo artículo 140 bis del proyecto: se atribuye a los jueces la facultad de someter a la medida de libertad vigilada mediante dispositivos electrónicos a quienes hayan cumplido su condena de prisión por un delito de asesinato u homicidio.

(2) El ‘expresivismo’ o ‘emotivismo’ penales obedece a un uso abyecto y ominoso del derecho penal consistente en utilizarlo para incitar y satisfacer las más bajas pasiones de la población. El legislador se muestra pétreo, colérico, inflexible con el delincuente para transmitir a la ciudadanía la sensación de que está haciendo algo por ella y conseguir que olvide los problemas más acuciantes de la sociedad embriagándola con un afán de venganza embrutecedor y desencaminado. Divide sin matices la sociedad en dos bandos, el de los delincuentes natos, y el de las víctimas y potenciales víctimas y promete ‘mano dura’ con los primeros. Se trata, en definitiva, del peor de los populismos imaginable, el populismo penal. El populismo penal se traduce en la exasperación penal, es decir, en el endurecimiento de la penas y en el aumento de las conductas tipificadas, en especial, en terrenos que excitan el miedo y la morbosidad públicas, como los delitos de sangre, los delitos de hurto y robo y los delitos sexuales. En el proyecto de Código Penal hay muchas manifestaciones de populismo punitivo y la consiguiente exasperación penal. Aparte del endurecimiento de las penas, ya comentado antes, se pueden traer a colación ejemplos de creación de nuevos tipos o la ampliación de los existentes realizados por el proyecto. Fijémonos, por ejemplo, en la nueva regulación del delito de hurto. El vigente Código Penal califica de delito al hurto sólo si supera los 400 euros. Por debajo de esta cifra es una simple falta de hurto con una pena muy leve de multa o localización permanente. Con la nueva regulación desaparecerá la falta de hurto, que quedará convertida en delito (leve), castigado con una pena de multa superior a la vigente y sin la alternativa de la localización permanente. Si concurren ciertas circunstancias (señaladamente, el hurto de “conducciones, cableado, equipos o componentes de infraestructuras de suministro eléctrico, de hidrocarburos o de los servicios de telecomunicaciones”, el hurto de “productos agrarios o ganaderos, o de los instrumentos o medios que se utilizan para su obtención”, o el hurto de quien ya ha sido condenado en tres ocasiones anteriores por delitos de robo o hurto), el delito de hurto —que, recuérdese, no implica por definición ninguna conducta violenta o intimidatoria— comportará pena de prisión de uno a tres años [9]. Otro tanto puede decirse de la nueva regulación de los delitos contra la libertad e indemnidad sexuales en los cuales aparece envuelto un menor. Si la anterior regulación consideraba delito únicamente “los actos de carácter sexual” sobre menores de trece años, aun mediando consentimiento de estos últimos, el proyecto eleva esa edad a dieciséis años, con lo que, en la práctica, todo “acto de carácter sexual” consentido entre menor de dieciséis años y mayor de edad se puede convertir en un delito castigado con severidad (con una pena de hasta seis años de prisión) [10]. Peores consecuencias todavía puede tener, si cabe, la enrevesada redacción del fragmento del proyecto dedicado a definir la pornografía infantil, cuya elaboración, oferta, exhibición o posesión con tales fines está castigada con una pena de prisión de hasta cinco años. Entre otros supuestos, el proyecto incluye dentro de la pornografía infantil: “Todo material que represente de manera visual a una persona que parezca ser un menor participando en una conducta sexualmente explícita, real o simulada, o cualquier representación de los órganos sexuales de una persona que parezca ser un menor con fines principalmente sexuales, salvo que la persona que parezca ser un menor resulte tener en realidad dieciocho años o más en el momento de obtenerse las imágenes” (¿habría jueces y fiscales que comprenderían, por tanto, en el delito de pornografía infantil a directores de películas o documentales?).

El populismo penal lleva al legislador a verdaderos despropósitos que rozan el ridículo. Eso es lo que ocurre con la previsión de un nuevo delito de maltrato animal castigado con pena de prisión —caza y toros excluidos, eso sí—. Por muy amante de los animales que se sea, el maltrato de animales debe ser objeto del derecho administrativo sancionador, en modo alguno del derecho penal y menos aún cuando éste prevé una pena de prisión para el caso. Encima, el redactado del proyecto incluye dentro del maltrato delictivo el sometimiento del animal a “explotación sexual” (¿bestialismo?, ¿espectáculos de exhibición sexual?, ¿reproducción ‘coactiva’ de animales?… ¿En qué demonios estará pensando el legislador?).

(3) El principio de intervención mínima del derecho penal está unido al desarrollo del garantismo penal. Su respeto se concreta en un derecho penal encauzado exclusivamente hacia la protección de los bienes tenidos por vitales o esenciales en una sociedad de frente a los ataques que con mayor intensidad puedan dañarlos y tan sólo en relación con comportamientos para cuya disuasión o reparación de sus efectos no existan vías eficaces menos lesivas de los derechos fundamentales de las personas, menos dramáticas. No hay duda alguna de que este principio garantista del derecho penal vive sus horas más bajas en Europa desde el final de la segunda guerra mundial. El legislador está ampliando en exceso el ámbito de intervención del derecho penal y éste, junto al uso de la potestad sancionadora administrativa de orden público, se está convirtiendo cada vez más en un instrumento de relación cotidiana, en lugar de excepcional, entre el estado y los ciudadanos, lo cual no augura nada bueno. En el actual proyecto de reforma del Código Penal español, la degradación del papel del derecho penal como recurso último extraordinario en manos del estado tiene muchas concreciones. Aparte de la previsión de nuevos tipos —véase el ejemplo ya citado del nuevo delito de maltrato animal— o de la ampliación de tipos ya existentes —recuérdense los ejemplos del hurto, los actos sexuales con menores o la pornografía infantil—, la redacción misma de los preceptos penales constituye la principal plasmación de dicha degradación. El texto del proyecto está plagado de conceptos jurídicos indeterminados, es decir, de ambigüedades, vaguedades y fórmulas enmarañadas incompatibles con los principios de legalidad y seguridad jurídica. Algunos ejemplos bastarán para hacerse una idea: “asegurar la defensa del orden jurídico y restablecer la confianza en la norma jurídica infringida”, “falta de peligrosidad”, “abusando de una posición reconocida de confianza, autoridad o influencia sobre la víctima”, “aprovechándose de la existencia de un riesgo o peligro general para la comunidad”, “ánimo de obtener un beneficio económico directo o indirecto”, incendio provocado “en un momento en el que las condiciones climatológicas o del terreno incrementen de forma relevante el riesgo de propagación del mismo”, hechos “idóneos para alterar la paz pública o crear un grave sentimiento de inseguridad o temor”, “acto de violencia (…) potencialmente peligroso para la vida de las personas”, “mensajes o consignas que inciten a la comisión de alguno de los delitos de alteración del orden público (…) o que sirvan para reforzar la decisión de llevarlos a cabo”, “alteración grave de la prestación normal del servicio”…. Los jueces y magistrados gozarán de una discrecionalidad aún mayor para poder dictar sus sentencias conforme a sus propias convicciones políticas, religiosas o morales, o la de sus jefes jerárquicos o funcionales, cuando su deber en un estado de derecho es intentar aplicar con el menor margen de arbitrio posible normas generales y precisas democráticamente elaboradas. Tal vez la palma se la lleve la nueva redacción del artículo 510, donde se prevén delitos castigados con penas de prisión de hasta cuatro años. Es tan vaga y prolija la formulación de este precepto que podría ser mutada con facilidad en ley de vaciamiento de la libertad de expresión o ‘ley mordaza’. Así, el artículo 510.1.a) permite castigar a “quienes públicamente fomenten (…) directa o indirectamente [la] hostilidad contra un grupo (…) o contra una persona determinada por razón de pertenencia a aquél, por motivos (…) referentes a la ideología, religión o creencias” de la supuesta víctima o grupo; el artículo 510.1.c) permite hacerlo a quienes “públicamente (…) trivialicen gravemente (…) los delitos de genocidio, lesa humanidad o contra las personas y bienes protegidos en caso de conflicto armado (…), cuando de este modo se promueva o favorezca un clima de (…) hostilidad (…) contra los mismos” (se entiende: contra un grupo caracterizado por una común identidad social de alguna clase); y el artículo 510.2.a) a “quienes lesionen la dignidad de las personas mediante acciones que entrañen (…) descrédito de alguno de los grupos del apartado anterior [por ejemplo: grupo definido por su ideología] (…) por motivos referentes a (…) creencias [del grupo]”. Por lo demás, este afán por aparentar que habrá ‘tolerancia cero’ con el racismo, la xenofobia, el sexismo y un largo etcétera en todas sus vertientes, aun a riesgo de acabar poniendo en peligro la libertad de expresión misma, contrasta con las políticas reales del gobierno promotor de la reforma (piénsese en las devoluciones ‘en caliente’ de africanos en Ceuta y Melilla, en la situación de los internos en los CIE, en la restricción de la justicia universal o en la paralización de la aplicación de la ‘ley de memoria histórica’).

Objetivos políticos de la reforma

Hasta este momento mi pretensión ha sido detectar y ejemplificar las ideas-guía del inminente nuevo Código Penal español y he afirmado que son tres, en lo fundamental: el ideal de la neutralización del delincuente, el ‘expresivismo’ o ‘emotivismo’ penales y el decidido arrinconamiento del principio de intervención mínima del derecho penal —y, en conexión con dicho principio, el de los principios de legalidad y seguridad jurídica—. Estas tendencias criminológicas son antigarantistas y contrarias al ideal de la resocialización y constituyen una ‘pendiente resbaladiza’ hacia un derecho penal neoabsolutista más sofisticado desde el punto de vista de las tecnologías de control y castigo que el propio del siglo XVIII, pero imbuido del mismo cruel espíritu. A continuación, me propongo identificar los objetivos concretos de la reforma, en perfecta consonancia con las tendencias acabadas de señalar. De nuevo son tres, en mi opinión, los objetivos que conviene subrayar: intensificación de la represión político-social (1), lucha contra el recurso a medios de vida ilegales (2) y propaganda política (3).

(1) En este escrito empleo la expresión ‘represión político-social’ en un sentido amplio. Por lo general, el término represión evoca imágenes idealistas de la lucha política y social: el intelectual o académico perseguidos por sus razonadas denuncias públicas, el militante del partido clandestino en una dictadura, la paliza en comisaría al indefenso activista político o el asalto policial al manifestante pacífico. Pero, normalmente, en situaciones de graves tensiones políticas y sociales como la actual, el descontento social no suele correr siempre, ni siquiera en un régimen no autoritario, por cauces tranquilos y puede desbordarse originando actos agresivos de baja intensidad físicos, en especial sobre cosas, o verbales. El legislador contemporáneo, vista su creciente incapacidad para afrontar ese descontento social con políticas públicas activas dirigidas a satisfacer las necesidades de trabajo, educación, salud, vivienda o reconocimiento de las gentes, opta por endurecer la penalidad protectora del orden público. Y esto es también lo que ha hecho el legislador penal español. Con esta finalidad, ha introducido un nuevo delito específico de hostigamiento, separado del delito de coacciones y del delito de amenazas y castigado con pena de prisión (delito no identificable con una modalidad del acoso sexual o familiar, aunque el hostigamiento sexual o familiar también sean conductas abarcadas por el nuevo delito). En mi opinión, la razón de la introducción del delito de hostigamiento es castigar la conocida práctica del ‘escrache’ sobre políticos y empresarios, cuando no pueda serlo por los delitos de coacciones y amenazas, o, en su caso, castigarlo más severamente [11]

La regulación de los “desórdenes públicos” contenida en el proyecto es todavía más ilustrativa de que sus promotores persiguen con ahínco la represión político-social. Los “desórdenes públicos” son una categoría de delitos relacionados con la alteración del orden público, entendido éste en el sentido de perturbación de la “tranquilidad de las manifestaciones colectivas de la vida cotidiana” (Muñoz Conde) o, en palabras más llanas, como perturbación del ‘orden de la calle’. En suma, se trata de comportamientos, no necesariamente violentos, que se producen con ocasión de huelgas, manifestaciones, reuniones, concentraciones u otros actos públicos de disconformidad o reivindicativos considerados por el estado una amenaza para la convivencia pacífica (y, todo sea dicho, para el statu quo existente). La definición de los tipos penales en este campo debería ser muy cuidadosa, si se quiere evitar que esta clase de delitos sean una mera tapadera para la persecución política pura y dura. Pero, desde una perspectiva histórica, su configuración ha sido usualmente bastante abierta porque es poco plausible que el estado renuncie a un instrumento utilizable con fines de criminalización de la protesta social o política, sobre todo cuando la ira popular se desmanda y se vuelve incontrolable.

El proyecto de ley profundiza en la línea antigarantista de anteriores reformas en materia de “desórdenes públicos” haciendo aún más vagos y amplios los tipos y agravando las penas. El artículo 557 seguirá conteniendo el tipo básico del delito con esta nueva redacción (se marcan en cursiva las novedades introducidas): “1. Quienes actuando en grupo o individualmente pero amparados en él, alteraren la paz pública ejecutando actos de violencia sobre las personas o sobre las cosas, o amenazando a otros con llevarlos a cabo, serán castigados con la pena de seis meses a tres años de prisión. Estas penas serán impuestas sin perjuicio de las que pudieran corresponder a los actos concretos de violencia o de amenazas que se hubieran llevado a cabo. 2. Con las mismas penas se castigará a quienes actuaren sobre el grupo o sus individuos incitándoles a realizar las acciones descritas [¡!] en el apartado anterior o reforzando su disposición a llevarlas a cabo.” No puedo dejar de advertir que el uso abusivo del novedoso artículo 557.2 puede llegar a ser un instrumento poderoso para coartar la libertad de expresión. Al reformado artículo 557 le sigue un nuevo artículo 557 bis, que eleva la pena de prisión vigente a la de uno a seis años si se dan una serie de circunstancias vagamente delimitadas (a saber: “cuando alguno de los partícipes en el delito portare un arma u otro instrumento peligroso”; “cuando el acto de violencia ejecutado resulte potencialmente peligroso para la vida de las personas o pueda causar lesiones graves. En particular, están incluidos los supuestos de lanzamiento de objetos contundentes o líquidos inflamables, el incendio y la utilización de explosivos”; “cuando los hechos se lleven a cabo en una manifestación o reunión numerosa o con ocasión de alguna de ellas”; “cuando se llevaren a cabo actos de pillaje”; “cuando el autor del hecho se prevaliere de su condición de autoridad, agente de esta o funcionario público” y “cuando se lleven a cabo con ocultación del rostro y así se dificulte la identificación de sus autores”). Se trata de conductas algunas de las cuales nos pueden parecer inaceptables y merecedoras de sanción. Pero eso no es lo importante en este análisis: lo importante es resaltar que son conductas esperables de una parte tal vez nada desdeñable de la población, a medida que la desesperación provocada por las inmisericordes políticas de ajuste estructural y el deplorable espectáculo de la desigualdad vayan calando en ella. Los defensores de la reforma lo saben y preparan la maquinaria del estado para el día de mañana.

Por último, mencionaré en este punto dedicado a la plasmación del objetivo de la represión político-social en el texto del proyecto las matizaciones hechas en él por sus redactores de los delitos de atentado contra la autoridad (delitos que no se deben confundir con los atentados terroristas del lenguaje periodístico). Se elevan de forma drástica las penas, se reitera la condición de autoridad de los médicos y maestros —una manera de reconducir los conflictos surgidos de los recortes sanitarios y educativos a un enfrentamiento personal entre servidores públicos y usuarios de servicios en el cual los primeros deben ser protegidos de la rabia de los segundos—, se señalan nuevos subtipos agravados —destaca el de realización del atentado “con ocasión de un motín, plante o incidente colectivo en el interior de un centro penitenciario”, castigado con una pena superior a cuatro años: ¿indicio de una situación de masificación y pérdida de control en las cárceles españolas?—, y se equiparan a la policía los guardias de seguridad privados en el supuesto de que “desarrolle[n] actividades de seguridad privada en cooperación y bajo el mando de las Fuerza y Cuerpos de Seguridad” [12]. Pero para contar con una panorámica completa del programa legal de represión político-social del gobierno del PP no es suficiente analizar el proyecto de reforma del Código Penal, será necesario ocuparse de otras disposiciones en curso: el proyecto de Ley Orgánica de Seguridad Ciudadana, el proyecto de reforma de la Ley Orgánica del Poder Judicial, el proyecto de reforma de la Ley de Enjuiciamiento Criminal y la Ley de Seguridad Privada, disposiciones que espero poder comentar en futuros números de esta revista.

(2) La evolución del capitalismo en las últimas décadas está consustancialmente unido a la intensificación de procesos de exclusión y marginalización sociales. Cada vez más gente se ve expulsada del mercado laboral y/ o sin capacidad para acceder a él, al mismo tiempo que los servicios y prestaciones sociales menguan o no cubren las necesidades de todos. De hecho, el capitalismo financiero, automatizado e informatizado no requerirá más que una parte decreciente de la oferta de trabajo disponible. Algunos individuos, con las conexiones necesarias, buscarán integrarse en grupos criminales como medio de vida. Otros muchos más recurrirán para sobrevivir, ocasional o regularmente, al hurto, al robo o a la venta de objetos robados o ‘pirateados’. La respuesta del gobierno es ensanchar cualitativa y cuantitativamente el espacio de la coacción estatal. Ya se ha indicado que los asesinatos producto de la actividad de las mafias pueden conducir a la imposición de la pena de prisión permanente revisable. También se ha visto que las penas por robo y hurto se han elevado —así como las penas por receptación de lo robado o hurtado—, en el caso del hurto de manera muy destacada. Junto al tratamiento más severo de la criminalidad mafiosa violenta y de los delitos patrimoniales de ‘cuello azul’, hay múltiples señales en el proyecto de la relevancia que ha tenido en su elaboración el objetivo de la lucha contra modos de ganarse la vida criminales o ilícitos en un marco de desesperantes empobrecimiento y desigualdad con o sin recuperación económica. Sólo aludiré a dos de estas señales.

En primer lugar, se elevan las penas para castigar los delitos contra la propiedad intelectual e industrial —patentes, marcas—, se regulan estos delitos con fórmulas más vagas, se crean nuevos subtipos agravados y se castiga con una pena de prisión de seis meses a dos años “la venta ambulante u ocasional” de productos protegidos por derechos de propiedad industrial (en el Código Penal vigente la pena es de multa o trabajos en beneficio de la comunidad).

En segundo lugar, se crean delitos ‘antiocupación’ de inmuebles. En el Código Penal vigente sólo aparece tipificada la entrada sin autorización o la permanencia en un inmueble con violencia o intimidación. En el actual proyecto de Código Penal ya no es así. El nuevo artículo 203.2 ordena castigar “con la pena de multa de uno a tres meses el que se mantuviere contra la voluntad de su titular, fuera de las horas de apertura, en el domicilio de una persona jurídica pública o privada, despacho profesional u oficina, o establecimiento mercantil o local abierto al público” —es decir, no se exige la violencia o intimidación—. Y el nuevo artículo 557.1 ter aparece redactado de la siguiente guisa: “Los que, actuando en grupo o individualmente pero amparados en él, invadan u ocupen, contra la voluntad de su titular, el domicilio de una persona jurídica pública o privada, un despacho, oficina, establecimiento o local, aunque se encuentre abierto al público, y causen con ello una perturbación relevante de la paz pública y de su actividad normal, serán castigados con una pena de prisión de tres a seis meses o multa seis a doce meses (…).” Nótese cómo estos preceptos no combaten únicamente las ocupaciones de inmuebles de personas jurídicas por personas sin acceso a la vivienda, sino también las ocupaciones reivindicativas a propósito de conflictos políticos y sociales (en realidad, lo primero es el principal objetivo del artículo 203.2 y lo segundo del artículo 557.1 ter).

(3) Todo derecho penal ha servido a fines de propaganda política. El salvajismo de la condena de Damiens no era gratuito, a pesar de su aparatosidad. Pretendía transmitir un mensaje de omnipotencia casi divina del poder del monarca en un período de formación del estado moderno y afirmación de la soberanía estatal. Del mismo modo, los derechos penales actuales sirven a objetivos de propaganda política. Estos objetivos son inherentes al ‘expresivismo’ o ‘emotivismo’ penales ya comentados. La pretensión última del populismo punitivo unido al ‘expresivismo’ penal es desviar la atención de los ciudadanos de las razones de los problemas sociopolíticos y focalizarla en el epifenómeno de la criminalidad o la desviación social. El temor a perder el empleo o la vivienda o a arruinarse se transmuta en miedo a ser agredido o desvalijado en la calle. La indignación ante la corrupción institucionalizada se canaliza hacia la sed del castigo ejemplarizante de algunas ‘manzanas podridas’. Cualquier comprensión o empatía hacia quienes protestan porque se indignan ante la injusticia social o la sufren se intenta borrar mediante la invocación de la ‘tolerancia cero’ respecto a alborotadores y revoltosos, enemigos de la “paz pública”. Alevosamente, se intenta estigmatizar con sutileza los inmigrantes procedentes de mundos culturales dispares.

El objetivo propagandístico es muy evidente en el proyecto de reforma del Código Penal comentado en estas líneas. El aumento de las penas a los autores de delitos integrantes de organizaciones criminales, a los autores de hurtos y robos y a los delincuentes sexuales y la exigencia de mantener durante largos períodos de tiempo después de cumplir la condena archivos policiales informatizados de perfiles genéticos de condenados por delitos graves contra la libertad e indemnidad sexuales, contra la vida y contra la integridad física, en un país donde, en términos comparativos, las tasas de criminalidad son bajas, estimula el miedo de los ciudadanos a sufrir un delito y su impresión de que la criminalidad es uno de los problema más serios de la sociedad española. El incremento de las penas a los servidores públicos por delitos de cohecho, malversación de fondos públicos y negociaciones prohibidas a los funcionarios obedece a la idea de que la corrupción sistémica es un problema personal de falta de moralidad de los funcionarios y envía a la población el mensaje de que se está actuando con decisión contra la corrupción. En las mismas coordenadas se sitúa la previsión de nuevos delitos de financiación ilegal de los partidos políticos, encaminada a lavar la imagen de los partidos políticos tradicionales y, quizás, dificultar la formación de nuevos partidos alternativos o su continuidad [13]. La reforma de los delitos de atentado contra la autoridad y “desórdenes públicos” induce a desconfiar de la actividad política fuera de las instituciones representativas y los procesos electorales y proyecta sobre la misma una alargada sombra disuasoria de actividad de alto riesgo. Finalmente, la medida de expulsión del inmigrante delincuente alternativa a la pena, la nueva redacción del artículo 518.1.bis [14] y la previsión de un delito específico de matrimonio forzoso, innecesario pues ese supuesto se ajusta a los delitos de coacciones y amenazas existentes, contribuirá a estigmatizar la población inmigrada extracomunitaria.

* * *

El comentario crítico del proyecto de Código Penal español podría proseguir con el estudio de los cambios efectuados en la regulación del decomiso, las lesiones, las detenciones ilegales, la apropiación indebida, las estafas, las insolvencias punibles [15] —castigadas con gran severidad y minuciosidad, lo cual no es de extrañar, dada la situación económica—, los delitos de daños, los delitos informáticos, los delitos de incendios, los delitos contra el medio ambiente y en relación con la fabricación y comercialización de medicamentos, pero no me parece conveniente ocuparme de ellos para no hacer más prolija aún mi exposición y porque estimo que tienen una menor relevancia respecto a los comentados en este escrito.

No quisiera acabar mi artículo sin unas palabras conclusivas. El proyecto de reforma del Código Penal a punto de ser aprobado es, a mi juicio, una primera puesta a punto de la ‘artillería pesada’ encaminada a prevenir o, llegado el caso, combatir el peligro de una elevada conflictividad socioeconómica y política, individual y colectiva, quizás cada vez más violenta si no se dejan canales adecuados de expresión no violenta de esa conflictividad y no se idean respuestas al fenómeno de la exclusión social. Nuestros gobernantes son incapaces de cuestionar el modelo socioeconómico en cuya raíz están el conflicto y la exclusión que quieren combatir con el Código Penal; al contrario, se sienten muy cómodos en su cabina de mando político. Por tanto, la única vía que les queda es armarse y prepararse para hacer la guerra, dicho esto de un modo metafórico, pero muy expresivo.

 

Notas

[1] M. Foucault, Vigilar y castigar, Siglo XXI, Madrid, 1994, p. 11.

[2] En toda esta reflexión me sitúo en un plano primordialmente legal. Otra cosa son las prácticas ilegales o alegales más o menos clandestinas o encubiertas de los agentes del estado o de organizaciones paraestatales, las cuales incluyen secuestro, tortura, asesinato, vejaciones, coacciones y un largo etcétera.

[3] Este acuerdo prevé la creación de nuevos tipos penales específicos que se prestan a aplicaciones abusivas o desproporcionadas, como la previsión de una pena de dos a cinco años de prisión a quien, con la finalidad de cometer un delito terrorista acceda de manera habitual a uno o varios servicios de comunicación accesibles al público en línea o contenidos accesibles a través de Internet (o sea, se trataría de una especie de delito de consulta de Internet definido por una cierta disposición anímica, algo siempre difícil de evaluar).

[4] Piénsese en el siguiente ejemplo hipotético: un sujeto lleva cinco años en libertad condicional (o suspensión de ejecución del resto de la pena) y le quedan diez días tan sólo para cumplir su condena. En ese momento, comete un delito (no leve) o quebranta alguna condición importante de la libertad condicional (por ejemplo: no se presenta injustificadamente al juzgado el día que debía hacerlo). El juez podría entonces revocar —y en ciertos supuestos, estaría obligado a ello— la libertad condicional y ordenar el ingreso en prisión del condenado. Conforme a la antigua legislación, sólo tendría que pasar diez días en prisión para acabar de cumplir su condena. Con la que resultará de la reforma, tendrá que pasar cinco años y diez días en prisión.

[5] El juez puede ordenar que el extranjero cumpla su condena en España en lugar de expulsarlo a su país de origen, entre otras cosas, “cuando resulte necesario para asegurar la defensa del orden jurídico y restablecer la confianza en la vigencia de la norma infringida por el delito”. Esta expresión, que también está recogida en otros preceptos del proyecto, es una evidencia bastante clara del influjo directo sobre los redactores del proyecto de una de las más abominables doctrinas jurídico-penales actuales, la del ‘derecho penal del enemigo’ citada en el cuerpo del texto, de resonancias totalitarias indudables.

[6] Resultado de la adaptación a nuestro derecho de una normativa comunitaria. Lo cual puede dar al traste con la concepción restrictiva de la reincidencia que se había logrado imponer en 1995 —véase actual artículo 22, numeral 8º del Código Penal—, volviéndose a la franquista (véase cualquier código penal anterior a la Constitución de 1978).

[7] En el caso de los delitos de terrorismo (pero no en los de genocidio o de lesa humanidad), la remisión queda supeditada a la activa colaboración del penado con la justicia, a su público repudio de su pasado terrorista y a la petición de perdón a las víctimas.

[8] Por otra parte, las definiciones tradicionales en España del homicidio y el asesinato se han modificado en el proyecto, ampliando el campo reservado al asesinato y reduciendo el del homicidio, y se ha creado un supuesto antes inexistente de homicidio cualificado distinto del asesinato. El resultado es una exasperación generalizada de las penas en los delitos contra la vida. 

[9] Así que en virtud del proyecto podría darse con el paso del tiempo el siguiente supuesto hipotético: un sujeto hurta en un supermercado un producto de 50 euros y es descubierto. Resulta ser que este mismo sujeto ya fue condenado anteriormente por tres hurtos (cada uno de ellos por valor inferior a 400 euros). Un juez poco sensible no cometería prevaricación al condenar al sujeto a dos años y un mes de prisión (superior al límite por debajo del cual se puede suspender la ejecución de la pena de prisión, salvo en casos muy excepcionales o de toxicomanía).

[10] El consentimiento del menor sólo excluye la responsabilidad “cuando el autor sea una persona próxima al autor por edad y grado de desarrollo o madurez”, lo que deja un amplio margen de discrecionalidad al juez. Como se tendrá oportunidad de recalcar con otras palabras, este proyecto refuerza el estado de inseguridad jurídica en que vive hoy en día el ciudadano.

[11] Reza así el texto del proyecto: “1. Será castigado con pena de prisión de tres meses a dos años o multa de seis a veinticuatro meses el que acose a una persona llevando a cabo de forma insistente y reiterada (…) alguna de las conductas siguientes y, de este modo altere gravemente el desarrollo de su vida cotidiana: 1ª La vigile, la persiga o busque su cercanía física. 2ª Establezca o intente establecer contacto con ella a través de cualquier medio de comunicación, o por medio de terceras personas. 3ª Mediante el uso indebido de sus datos personales, adquiera productos o mercancías, o contrate servicios, o haga que terceras personas se pongan en contacto con ella. 4ª Atente contra su libertad o contra su patrimonio, o contra la libertad o patrimonio de otra persona próxima a ella.”  

[12] Cuestión que enlaza con el asunto de la privatización del uso de la fuerza estatal, del cual espero tener ocasión de decir algo al comentar en otro número de la revista la Ley de Seguridad Privada española.

[13] Nuevos 304 bis y 304 ter. 304.1 bis: “Será castigado con una pena de multa del triple al quíntuplo de su valor, el que reciba donaciones o aportaciones destinadas a un partido político, federación, coalición o agrupación de electores con infracción de lo dispuesto en el artículo 5.1 de la Ley Orgánica 8/ 2007, de 4 de julio, sobre financiación de los partidos políticos (…). 304.1 ter: “Será castigado con la pena de prisión de uno a cinco años, el que participe en estructuras u organizaciones, cualquiera que sea su naturaleza, cuya finalidad sea la financiación de partidos políticos, federaciones, coaliciones o agrupaciones de electores, al margen de lo establecido en la ley.” Si esta normativa hubiera estado vigente en los años setenta y ochenta los dirigentes de los grandes partidos políticos españoles de entonces podrían haber sido condenados por financiación ilegal de partidos con base en los artículos transcritos, si las afirmaciones realizadas en libros como Soberanos e intervenidos, de Joan Garcés, son ciertas.

[14] “El que intencionadamente ayude a una persona que no sea nacional de un Estado miembro de la Unión Europea a entrar en territorio español o a transitar a través del mismo de un modo que vulnere la legislación sobre entrada o tránsito de extranjeros, será castigado con una pena de multa de tres a doce meses o prisión de tres meses a un año. Los hechos no serán punibles cuando el objetivo perseguido por el autor fuere únicamente prestar ayuda humanitaria a la persona de que se trate.” El Código Penal vigente emplea los más restrictivos términos de “tráfico ilegal o inmigración clandestina”.

[15] En cambio, el delito de blanqueo de capitales es una de las pocas cosas que no se tocan en la reforma.

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2015

¿Cómo viven los vivos con los muertos? Hasta que el capitalismo deshumanizó a la sociedad, todos los vivos esperaban la experiencia de la muerte. Era su futuro final. Los vivos eran en sí mismo incompletos. De esa forma vivos y muertos eran interdependientes. Siempre. Sólo una forma de egotismo extraordinariamente moderna rompió esa interdependencia. Con consecuencias desastrosas para los vivos, ahora pensamos en los muertos en términos de los eliminados.

John Berger
Doce tesis sobre la economia de los muertos (1994)

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