La política electoral, si bien no debe desestimarse, no puede ubicarse en el centro de ninguna acción política radical seria, orientada a cambiar las instituciones que sustentan el sistema político, desmantelar las ideologías hegemónicas y fomentar el tipo de conciencia de masas en que habría de basarse un cambio social y político desesperadamente necesario.
Behemoth
Anthropos,
Barcelona,
485 págs.
Ramón Campderrich Bravo
El 8 de mayo se cumplirá el setenta aniversario del final del nazismo y de la segunda mundial en Europa. Aprovechando la proximidad de este acontecimiento, la editorial Anthropos ha publicado por vez primera en castellano la segunda edición inglesa de la obra maestra del iuspublicista y politólogo alemán afincado en los Estados Unidos Franz Neumann: Behemoth. Pensamiento y acción en el nacionalsocialismo, el primer estudio sistemático y completo del régimen nazi en ver la luz. El libro de Neumann sentó los cimientos sobre los cuales se ha construido toda la investigación histórica en torno al régimen político nazi desde los años sesenta, a pesar de que algunas de las tesis expuestas en él no han resistido el paso del tiempo y otras, únicamente apuntadas o esbozadas, sólo han podido ser desarrolladas con exhaustividad por la historiografía posterior.
El estudio de Neumann se propone, fundamentalmente, tres tareas: en primer lugar, identificar y caracterizar los grupos dirigentes del régimen nazi y las relaciones que se establecen entre los mismos; en segundo lugar, analizar los principales mecanismos de dominación empleados por el liderazgo nazi para mantenerse en el poder; y, en tercer y último lugar, delimitar los contornos del proyecto sociopolítico nazi.
En cuanto a la primera de las tareas indicadas, Neumann explica la dinámica de funcionamiento del régimen nazi como el producto de las relaciones de consenso y conflicto entre cuatro grupos con una idiosincrasia y composición muy distintas entre sí y con intereses sólo en parte coincidentes: los propietarios y gerentes de los oligopolios industriales alemanes, los altos mandos militares, la cúspide de la administración civil y los jerarcas del partido nazi y sus organizaciones auxiliares. Las tensiones entre estos grupos eran constantes, en el contexto de una constante lucha por el predominio en la distribución del poder y la riqueza. El único elemento que mantenía cohesionados a estos grupos dirigentes, además del común temor a la insubordinación de las clases sometidas, lo constituía la figura del líder carismático encarnada en Adolf Hitler. Éste se convirtió en el árbitro incuestionable de las disputas entre los grupos dirigentes. De ahí la intensa personalización y “desinstitucionalización” del poder político que caracterizó al Tercer Reich. Por consiguiente, frente a los teóricos del totalitarismo de la época de la guerra fría y su visión de la dictadura nazi como un ente monolítico, sin grietas, en el cual únicamente los líderes nazis jugaban un papel relevante, los historiadores más competentes formularon inspirándose en Neumann la tesis de la policracia o poliarquía autoritarias, la descripción de un mundo político fragmentado y contradictorio, pero autoritario. Esta tesis mostró que el pluralismo de grupos de poder no contribuye necesariamente a una mayor participación política, libertad o igualdad, ni mucho menos. En contraste con el reconocimiento en este punto de la deuda hacia las ideas de Neumann, la historiografía de las últimas décadas ha argumentado de modo convincente que atribuía un excesivo protagonismo a los intereses de la gran industria en el entramado del poder nazi como consecuencia de su formación marxista. Sin embargo, la lectura atenta de Behemoth evidencia que el autor alemán tenía plena consciencia de que los líderes nacionalsocialistas no estaban subordinados a los industriales (ni al capital financiero), tenían sus propios intereses y aspiraban a ser dueños absolutos de la sociedad alemana mediante la infiltración de las organizaciones nazis en todas las organizaciones sociales subsistentes.
Por lo que respecta a los principales mecanismos de dominación, Neumann se centra en dos: el terror y la propaganda. Para Neumann, ambos son dos formas de violencia igualmente imprescindibles para el régimen nazi, si bien de distinta naturaleza: una consistente en la coerción física, la otra en la manipulación de las mentes. El terror nazi fue el resultado de la liquidación de todo vestigio de las reglas del estado de derecho, en particular, del principio de legalidad de la actuación de los poderes públicos, del control judicial independiente de esa misma actuación y de la garantía de los derechos fundamentales. El derecho público desapareció en tanto que instrumento de regulación efectiva de la actuación coercitiva del estado y fue sustituido por la decisión arbitraria y oportunista, coyuntural y particularista, del funcionario del estado o del partido. La expresión paradigmática del terror nazi es el campo de concentración, donde se podía recluir por tiempo indefinido toda persona que, según el parecer de la autoridad policial de turno, constituyera una amenaza, potencial o real, para la sociedad, el estado o el partido, hubiera o no recaído una sentencia condenatoria e, incluso, una vez cumplida la condena.
Neumann singulariza dos rasgos esenciales de la propaganda nazi: por un lado, su versatilidad, su casi ilimitada flexibilidad; por otro lado, su modernidad tecnológica, su inusitada capacidad para utilizar los modernos medios de comunicación y movilización de masas en provecho propio [1]. Para los líderes nazis, el discurso ideológico era sobre todo un medio de manipulación psicológica al servicio de la conquista, conservación y acrecentamiento del poder por el poder mismo. Así que podía y debía revestir los contenidos más diversos en función de las necesidades del momento y del público al cual fuera dirigido. Este es un punto en que se manifiesta con mucha claridad, según Neumann, la duplicidad y el cinismo del liderazgo nazi. Eso no significa que, para Neumann, el nacionalsocialismo careciera de un núcleo mínimo irrenunciable. Pero este se limitaba a dos elementos irracionales contrarios, a juicio de Neumann, a la tradición ilustrada y sus herederos: la existencia de una comunión mística entre el líder carismático y su pueblo y el racismo cientificista —presuntamente derivado de las leyes de la biología contemporánea—. Este núcleo duro de la ideología nacionalsocialista ha sido uno de los aspectos del nazismo que más bibliografía ha suscitado en los últimos treinta años. En resumidas cuentas, cabe afirmar que la esquizofrenia nazi combinaba el relativismo más absoluto con el dogmatismo más intransigente [2].
La tercera tarea que se propuso emprender Neumann con su libro fue, como se ha recordado más arriba, delinear los contornos del proyecto político nazi. La expresión que acuña para designarlo es la de imperialismo racial. El imperialismo racial propugnaba el sometimiento absoluto y completo del continente europeo y sus pueblos a los intereses y el dominio de Alemania. Los nazis creían que todos los problemas, contradicciones y conflictos padecidos por la sociedad alemana de las últimas décadas quedarían solventados cuando los alemanes considerados arios se vieran a sí mismos como miembros de una raza superior de señores, de amos, encargada de ejercer el dominio político y económico sobre toda Europa. El racismo “biologizante” antes mencionado debía estructurar el ejercicio de ese dominio sobre Europa. Los nazis distribuyeron las poblaciones de la Europa ocupada en una pirámide racial compuesta de una multiplicidad de escalones, en cuya cúspide se colocaban a los alemanes “arios” y asimilados y en cuyos escalones inferiores se insertaban los indeseables político-sociales, los polacos, los rusos, los gitanos “no puros” y los judíos. El trato a dispensar a una persona dependía de la posición que se le asignase en la jerarquía racial del Tercer Reich. La exclusión, el trabajo esclavo y la supresión física era el destino final para quienes se encontraban al final de esa jerarquía.
La meta última que subyacía al proyecto imperial nazi, una ingeniería social radical encaminada a moldear la sociedad en todos sus ámbitos y hasta el último detalle conforme a postulados racistas y socialdarwinistas, apenas fue esbozada por Neumann, lo cual es lógico pues en el momento de la aparición de su libro todavía desconocía la existencia de los campos de exterminio y la desquiciada experimentación médico-eugenésica realizada en dichos campos [3]. Pero Neumann pudo intuir esa meta a partir de lo que ya se sabía en aquel entonces sobre las políticas antisemitas y eugenésicas nazis (por ejemplo, el programa Aktion T-4 para la eliminación de internos en instituciones psiquiátricas).
Con lo comentado hasta ahora ha quedado demostrado que el ensayo de Neumann conserva, no obstante algunas insuficiencias debidas a la temprana aparición del texto, toda su fuerza analítica para comprender la naturaleza del Tercer Reich. Pero las virtudes de la obra de Neumann van mucho más allá del estudio del fenómeno nazi. En efecto, muchas de sus páginas arrojan una esclarecedora luz sobre aspectos fundamentales de las sociedades del siglo XX: la burocratización de la sociedad, el solapamiento organizativo y funcional entre lo público y lo privado, la instrumentación consciente del “capital simbólico” para generar poder, la concentración del poder económico en la esfera privada, la separación relativa entre propiedad y gestión y el consiguiente fin de la “democracia accionarial” en el mundo de los negocios, la ambigüedad del intervencionismo estatal, cuya finalidad primordial puede ser perfectamente favorecer los oligopolios empresariales [4], la creciente “atomización” del individuo, la mentalidad narcisista y tecnocrática de las nuevas clases medias profesionales…
No quisiera concluir esta recensión sin manifestar dos inquietantes reflexiones entrelazadas acerca de las sociedades contemporáneas que la obra de Neumann me ha sugerido. La primera de esas reflexiones es esta: el nazismo intentó llevar hasta sus últimas consecuencias la tendencia propia de esas sociedades desde el último tercio del siglo XIX a transformar en marginación o exclusión sociales a gran escala —y, en su caso, exterminio— la inadaptación o desajuste de los individuos a los patrones socioculturales y estilos de vida hegemónicos construidos o respaldados por el estado en conjunción con otras poderosas organizaciones sociales [5]. El denominado Welfare State fue un intento de contrarrestar en parte esta inclinación hacia la exclusión y sustituirla por una orientación integradora y no por casualidad tuvo su mayor desarrollo en una Europa escarmentada por la experiencia nazi-fascista. La segunda reflexión se relaciona muy estrechamente con la anterior y tiene dramáticas implicaciones éticas. El nazismo ha ejercido desde hace décadas una notable atracción morbosa y ha excitado la imaginación de mucha gente porque suscita un insidioso y soterrado temor a que nuestras sociedades altamente tecnificadas y con elevadas capacidades de organización se muten en eficaces maquinarias de exclusión social e, incluso, exterminio masivos en las cuales sólo cabe ocupar dos posiciones: o bien ser pieza del engranaje de esa maquinaria y, por consiguiente, colaborar de un modo u otro en su infernal funcionamiento, es decir, ser verdugos o cómplices de los verdugos; o bien ser meros objetos de procesamiento de dicha maquinaria, esto es, ser víctimas. Este temor es también un temor moral, que pone en tela de juicio la buena conciencia e imagen de uno mismo, pues la inmensa mayoría sabe oscuramente que, siempre que haya oportunidad de elegir, preferirá lo primero a lo segundo, por mucho que esa elección se contrapusiere a las reglas morales más básicas. Por eso es tan reconfortante la descripción del nazismo como un régimen monstruoso producto de la acción maquiavélica de un liderazgo psicópata que engañó hábilmente al honrado, desprevenido e inocente “ciudadano medio” para conquistar el mundo y exterminar a los judíos y nada más que a los judíos.
Notas
[1] En las conocidas palabras del maestro de la propaganda que fue Goebbels, “repetid una mentira cien, mil, un millón de veces y se convertirá en una verdad”.
[2] La continua degradación de la discusión pública en manos de los grandes medios de comunicación de masas y de los dirigentes de los partidos políticos de hoy en día es uno de los terrenos en que la política actual más recuerda al nazismo.
[3] Los campos de exterminio eran campos de concentración cuya finalidad única o preponderante consistía en el asesinato masivo de millones de personas, el procesamiento de sus pertenencias personales y la desaparición de sus restos mediante la aplicación de métodos “industriales”, esto es, inspirados en el taylorismo y la cadena de montaje. Los campos de exterminio fueron cinco: Chelmno/Kulmhof, Treblinka, Sobibor, Majdanek y Auschwitz-Birkenau. Muchos regímenes políticos han recurrido a los campos de concentración, pero sólo el estado nazi llegó a montar campos de exterminio propiamente dichos.
[4] Es decir, Neumann anticipa la idea de que la llamada “liberalización” de la economía no implica una menor intervención estatal —de hecho, el intervencionismo estatal puede acrecentarse con la “liberalización”—, sino un cambio en la orientación de esta intervención (y en sus formas).
[5] La exasperación de esta tendencia se detecta también en regímenes políticos surgidos de experiencias genuinamente revolucionarias o tenidas por tales y no sólo en los fascismos: los dirigentes de la Unión Soviética hasta los años cincuenta, de la China de Mao o de la Camboya de Pol Pot, pongamos por caso, fueron responsables de la exclusión social y la eliminación física de millones de personas a causa de su origen social, procedencia étnica o comportamiento “antisocial”.
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2 /
2015