¿Cómo viven los vivos con los muertos? Hasta que el capitalismo deshumanizó a la sociedad, todos los vivos esperaban la experiencia de la muerte. Era su futuro final. Los vivos eran en sí mismo incompletos. De esa forma vivos y muertos eran interdependientes. Siempre. Sólo una forma de egotismo extraordinariamente moderna rompió esa interdependencia. Con consecuencias desastrosas para los vivos, ahora pensamos en los muertos en términos de los eliminados.
Joan Busca
Sobre victorias, pactos y acción política cotidiana
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La política de nuestro país ha entrado en una nueva etapa con la irrupción de nuevas fuerzas y proyectos en parte emanados del 15-M (aunque soy de los que piensan que el 15-M fue más bien un momento de eclosión de dinámicas que habían tenido su momento fundacional en los movimientos antiglobalización y que tras años de titubeos lograron una primera diana en el 15 M).
Hay algo en común en la nueva izquierda —por más que trate de no aparecer como tal— que en plano estatal representa Podemos y en el local las diversas formaciones promovidas a partir de la aparición de Guanyem. Y es que se ven a sí mismas —lo ven sus activistas— como posibles ganadoras electorales capaces de aplicar su propio programa.
Seguramente es inevitable que cualquier programa rupturista tienda a adoptar este punto de vista, debido al optimismo necesario que sustenta la lucha electoral. Y no hay nada tan motivante como el autoconvencimiento de que se puede ganar (como sucede con las arengas militares o con los gritos de guerra de los entrenadores deportivos). Hay una línea de continuidad entre la propuesta de crear una nueva fuerza política, la convicción de que puede ganar y el convencimiento de que lo que se hacía antes no sirve. Sé que exagero: me consta que, al menos en Guanyem Barcelona, la gente se está preocupando por entender cuáles son los límites de acción del gobierno municipal, cuáles los mecanismos que coartarían las iniciativas más rompedoras, qué cosas se pueden hacer por mera voluntad política y cuáles requieren rodeos, a veces muy largos, para alcanzar el objetivo deseado. Pero en todo caso prevalece la idea de que todo depende de uno mismo.
La visión de esta izquierda es la que, en una visión gramsciana, llamaríamos de “guerra de movimientos”, por más que en este caso estos movimientos se limiten a una movilización electoral. Su posibilidad de éxito está basada sobre toto en el desprestigio de la vieja política tras años de crisis, recortes, corrupción, impunidad e inutilidad. Pero solamente podría darse en el supuesto que hubiera no sólo un sensible desplazamiento del voto, sobre todo el proveniente de las capas medias asalariadas, sino una vuelta masiva, cuanto menos sustancial, de la clase obrera tradicional, la más golpeada por las políticas de austeridad y la menos vinculada a la política tradicional. Si ello no ocurre, si el vuelco no es masivo, esta nueva izquierda se puede encontrar con un panorama poco pensado: por ejemplo el de obtener un buen resultado pero sin capacidad de imponer su proyecto (a Syriza le ha costado dos legislaturas ganar, se ha beneficiado de que la ley electoral griega “regala” 50 escaños a la formación vencedora y aún así ha tenido que realizar un pacto en gran medida anti-natural para formar gobierno). Y, en cambio, es una situación que requiere tener pensadas respuestas, para no improvisar y sobre todo para no generar tal grado de desconcierto en las bases que acabe por dañar al proyecto entero.
Pienso que a pesar de las oportunidades que ofrece la situación actual seguimos estando en una coyuntura de “guerra de posiciones”. Más bien que nos limitamos a defender unas pocas posiciones, pues quien lleva la inicitativa es un potente y extenso “ejército” que controla una amplia variedad de mecanismos —legales, mediáticos, económicos—, aglutina una ingente legión de seguidores con variados dominios técnicos y tiene, además, una impresionante red de aliados globales. Abrir brechas a esta ofensiva, consolidar posiciones y empezar a construir una alternativa requiere de muchas habilidades, esfuerzos, rodeos (que pueden a veces desviar y llevar a donde uno no tenía pensado). Y es en este cotexto donde hay que pensar en que a menudo son necesarios los pactos, la priorización de objetivos. En estas situaciones que al final se acaban dando es mejor ir prevenido de antemano que tener que justificar a posteriori. Por dos razones claras. La primera es porque cuando más pensados se tengan los movimientos más fácil es que resulten adecuados, más ponderada va a ser la toma de decisiones. Y la segunda, porque si las cosas se discuten de antemano es más fácil minimizar la sensación de que los dirigentes traicionan a las bases, fuente de desmovilización y desafección. Se trata no de que una fuerza alternativa deba definir sus posibles alianzas desde el principio, sino de que clarifique cuál es el espacio probable en el que se va a tener que jugar y el tipo de respuestas al mismo que se consideran o no aceptables. Derrotar una hegemonía asentada es siempre muy difícil sin entender que primero es preciso erosionarla. Es lo que aprendí leyendo novela negra, en concreto el Chandler de Cosecha roja. Y es lo que preocupa de las declaraciones de algunos de los líderes de Podemos, por su estúpido ninguneo de Izquierda Unida, pero también por una cierta arrogancia que puede generarles problemas e incomprensión si alguna vez se encuentran en la necesidad de pactar alguna cosa.
Los procesos electorales, como las manifestaciones o las huelgas generales, son “fogonazos”, “movimientos” que cambian las relaciones de fuerza. Pero es patente que alcanzar resultados sustantivos requiere mucho trabajo cotidiano en formas muy diversas: negociaciones, presión mediática (cuando es posible), concreción de propuestas etc. Por eso tienen tan poco “glamour” muchos movimientos sociales que trabajan a fondo las cosas, que tratan de mejorarlas aunque sea marginalmente, pero una parte importante de cuyo trabajo se produce en la trastienda, sin mucha visibilidad, con mucho desgaste, con dilaciones. Sin embargo, cualquier izquierda que quiera transformar el mundo debe estar dispuesta a arremangarse en estas tareas: es uno de los peajes que debe pagar quien quiere transformar la realidad. Algo a menudo difícil de entender en un mundo donde los “media” han convertido el éxito y la actuación bajo los focos (preferiblemente en “prime time”) en una pulsión generalizada. Por ello suele haber “overbooking” de aspirantes a listas electorales o a cabeceras de manifestaciones y, en cambio, padecemos de una carestía endémica allí donde hay menos visibilidad y más rendimiento a largo plazo. No es ninguna crítica moral a nadie, sino simple reconocimiento de lo real con ánimo de ayudar a cambiar las cosas. Si esto que explico es inevitable, quizás lo que haya que hacer es articular mecanismos para que todo el mundo tenga que arremangarse un poco y goce también de oportunidades de reconocimiento y presencia social. Aunque lo que de verdad pretendo destacar es otra cuestión.
Si en los movimientos sociales lo que acaba decantando el éxito o el fracaso de los proyectos es la capacidad de seguir los temas, de incordiar para que se lleven a cabo, o de controlar el cumplimiento de los acuerdos, en el plano de la acción política la batalla se juega en el trabajo cotidiano que se produce tras un buen resultado electoral. Que los candidatos y candidatas sean buenos es importante. Pero si sus equipos de apoyo —la gente que ayuda a que la política se lleve a efecto— fallan, cualquier resultado es inutil. Tan importante es ganar las elecciones como generar equipos de trabajo que sean capaces de traducirlo en política del día a día. De la misma forma que tan importante es defender la participación social en la política como articular buenos mecanismos para que esta proposición sea efectiva. Y por ello una izquierda que pretende transformar cosas debe pensar también, con tranquilidad, cómo articular esta estructura de trabajo en la que de verdad se asan las castañas.
Siempre hay una vía para eludir estos problemas: negarse a reconocerlos. Y mantenerse de forma persistente en la posición de que “o hay ruptura total, o mejor mantenerse fuera”. Es entendible. La cotidianedad mancha. Una política de compromisos, acciones pequeñas y rodeos puede acabar corrompiendo un proyecto. Pero eludir por sistema estos problemas casi siempre conduce al esterilizado mundo de la utopía para pocos, o a un eterno esperar al Godot de la revolución definitiva. En su peor versión, conduce al sectarismo de considerar enemigo principal a quien simplemente se tiene más cerca. De todo ello hay trazos en la política actual de mi ciudad.
A pesar de todo, soy optimista y creo firmemente que es posible hacerlo mejor, desarrollar una estrategia de cambio a largo plazo que no renuncie del necesario compromiso con la realidad del momento, de obtener un plan de ruta que permita saber cuándo un rodeo es necesario y cuándo simplemente nos está desviando de dirección. Y que pueden tenderse puentes entre la acción cotidiana y un compromiso firme con la imperiosa necesidad de construir un sistema social distinto.
30 /
1 /
2015