¿Cómo viven los vivos con los muertos? Hasta que el capitalismo deshumanizó a la sociedad, todos los vivos esperaban la experiencia de la muerte. Era su futuro final. Los vivos eran en sí mismo incompletos. De esa forma vivos y muertos eran interdependientes. Siempre. Sólo una forma de egotismo extraordinariamente moderna rompió esa interdependencia. Con consecuencias desastrosas para los vivos, ahora pensamos en los muertos en términos de los eliminados.
José Luis Gordillo
Cuatro reflexiones a propósito de los atentados de París
1) El retorno del derecho penal de autor
Los execrables atentados de París, del pasado 7 de enero, han sido calificados como el 11 de septiembre europeo. No es poca cosa denominarlos así. Por otra parte, los dirigentes occidentales los han tomado como excusa para profundizar en las medidas de control policial de las poblaciones, así como para proponer reformas de su legislación penal que encaminan los sistema punitivos europeos hacia el “derecho penal de autor”.
El derecho penal de autor es aquel que castiga a las personas por lo que son (por su ideología, religión, identidad étnica, status económico, preferencias sexuales, estilos de vida, hábitos, relaciones de amistad, etc.) y no por lo que hacen. Se legitima presentándose como un derecho preventivo que actúa antes de que se cometan los actos punibles neutralizando riesgos y peligros potenciales. Para ello impone sanciones o medidas de seguridad a personas que todavía no han delinquido, pero que las policías sospechan que pueden hacerlo en el futuro debido a determinados rasgos de su personalidad.
El derecho penal de autor es un viejo conocido de la cultura jurídica europea porque tuvo mucho éxito en los años veinte, treinta y cuarenta del siglo pasado en países como la Italia de Mussolini, la Alemania de Hitler, la Unión Soviética de Stalin o la España de Franco (con el antecedente, nada alentador, de la Ley de Vagos y Maleantes de la II República).
Ejemplo característico de ello sería la Ley de Peligrosidad Social, promulgada en España en 1970, que preveía la imposición de medidas de seguridad a vagos habituales, rufianes, proxenetas, homosexuales, prostitutas, productores y traficantes de pornografía, mendigos habituales, ebrios habituales, toxicómanos, quienes protagonizasen actos de insolencia, brutalidad o cinismo, miembros de bandas o pandillas que manifestasen una predisposición delictiva, menores de veintiún años abandonados por su familia o rebeldes a ella y los moralmente pervertidos, entre otros. En 1979, 1983 y 1989 la ley fue objeto de sucesivas reformas mediante las cuales se consiguió la eliminación de varios de estos supuestos, aunque su derogación definitiva no se consiguió hasta 1995. El actual ministro del interior, Jorge Fernández Díaz, con gusto la volvería a introducir en el ordenamiento jurídico español.
La forma más extrema de derecho penal de autor es el llamado “derecho penal del enemigo” teorizado por Günter Jacobs. Según este penalista alemán, los enemigos serían aquellos individuos que generan la expectativa de un incumplimiento sistemático y permanente de las normas jurídicas. Eso, dice Jacobs, les sitúa fuera del “contrato social” y les coloca en pleno “estado de naturaleza”. En ese inhóspito lugar, sobre todo si se ve con los ojos de Thomas Hobbes, no hay derechos, ni juicios con garantías, ni penas resocializadoras. Lo único que hay es la represión pura y dura porque al enemigo ni agua, ya se sabe. Obviamente, las instituciones encargadas de evaluar qué personas generan dichas expectativas son los gobiernos y sus policías. Los penales de Guantánamo, Bagram, Camp Bondsteel o las decenas de barcos-prisión estadounidenses que surcan los siete mares, son lugares repletos de “enemigos” de esa clase.
2) ¿Terrorismo islamista y bombardeos judeocristianos?
Al cabo de tres días de los atentados de París, todos los grandes periódicos europeos publicaban sesudas reflexiones sobre el islam y su difícil inserción en las sociedades modernas. Eso tuvo que ver con la unánime calificación de los repugnantes asesinatos como actos del terrorismo islamista o yihadista. Pero ¿aumenta una calificación así la eficacia de nuestra comunicación?, ¿la hace más precisa y menos equívoca?, ¿estamos transmitiendo realmente información cuando los caracterizamos con esos adjetivos?
Para pensar en las posibles respuestas podemos hacer un par de experimentos mentales.
El primero sería ampliar todavía más el campo semántico y sustituir islamista o yihadista por religioso. Al fin y al cabo, el islam es una religión que, como todas las religiones, sostiene dogmas de fe. Quienes creen en ellos a pies juntillas son un poco fanáticos, y del fanatismo al crimen sólo hay un paso que es muy fácil dar.
Así pues, todas las personas que sostienen creencias religiosas deberían dejar muy claro que ellas no tienen nada que ver con los crímenes de París, que son decididas defensoras de la libertad de expresión y que se sitúan en primera fila en el combate contra el terrorismo religioso. No hacerlo los convertiría en sospechosos de, al menos, complicidad ideológica con los asesinos de los caricaturistas del Charlie-Hebdo y de los clientes del supermercado kosher. Los ateos, en cambio, estaríamos exentos de esas obligaciones (¡ventajas del ateísmo!).
¿Parece disparatado? Personalmente creo que lo es tanto como hablar de terrorismo islamista o yihadista, culpabilizando con ello a las creencias religiosas practicadas por más de mil millones de personas.
El segundo experimento mental consistiría en promover una nueva convención acerca de la adjetivación de las acciones militares de los ejércitos occidentales y del ejército israelí. Cada vez que se informara de sus bombardeos, asesinatos selectivos o torturas, se debería añadir el calificativo de judeocristianos. Y si alguien afirma que eso no se puede hacer porque en Occidente hace ya mucho tiempo que Dios murió en el imaginario colectivo, pues lo podemos cambiar por agnósticos o ateos ¿También parece disparatado? Sí, lo es, pero de momento ya nos hemos sentido como se han sentido los musulmanes europeos en las últimas semanas.
A los aparatos de propaganda del ejercito israelí (sobre todo después de la última masacre en Gaza que provocó 2.000 muertos) y de los ejércitos de la OTAN les viene muy bien la islamofobia. Con ella consiguen el apoyo social que necesitan para sus intervenciones militares, matanzas, invasiones y ocupaciones en Oriente Medio, Asia Central y África.
A quien también le viene de perlas la islamofobia es a la nueva extrema derecha europea (al Frente Nacional de Marine Le Pen, por ejemplo) la cual, si algo tiene en común, no es ya el antisemitismo, como en los años treinta del siglo XX, sino la fobia a todo lo musulmán. Las versiones gubernamentales sobre la autoría de algunos de los atentados ocurridos en las metrópolis occidentales en los últimos catorce años han contribuido decisivamente al crecimiento de esa nueva xenofobia.
3) Sobre conspiraciones y teorías de la conspiración
En la historia de la humanidad han existido tantas conspiraciones que la mayor parte de los códigos penales incluyen un delito llamado “conspiración para delinquir”. Su definición jurídica es fácil de recordar: hay conspiración cuando dos o más personas se conciertan entre ellas para cometer un delito y toman la firme decisión de ejecutarlo.
La expresión teoría de la conspiración alcanzó una gran popularidad en los años sesenta en EE.UU. gracias a los esfuerzos que hicieron la CIA y otras agencias gubernamentales para contrarrestar las críticas a la Comisión Warren, esto es, a la comisión creada para establecer la verdad sobre el asesinato de John Fitzgerald Kennedy. Como todo el mundo sabe, dicha comisión concluyó que dicho asesinato fue ideado y ejecutado por una sola persona; en consecuencia, jurídicamente hablando, no se podía aludir a ninguna conspiración al no haber sido planificado y ejecutado por dos o más personas, que era precisamente lo que sugerían los críticos de la Comisión Warren.
La CIA, una organización que sabe bastante de conspiraciones, acompañó el uso de la expresión con una serie de chistes y chascarrillos tendentes a ridiculizar y a presentar como personas psíquicamente desequilibradas a los que querían seguir discutiendo sobre la autoría del magnicidio. Era una manera de zanjar la discusión: el estado había establecido “su” verdad y quien dudara de ella sólo podía ser un loco. Desde entonces, entre las élites de Washington, teoría de la conspiración se convirtió en un lugar común para desacreditar toda acusación de juego sucio, corrupción, acciones ilegales o crímenes cometidos por el gobierno de los EE.UU. o por alguna de las muchas agencias de seguridad a su servicio.
La expresión fue recuperada por George W. Bush poco después de los atentados del 11 de septiembre de 2001. Aprovechando su intervención anual ante la Asamblea General de la ONU, el 10 de noviembre del mismo año, el presidente designado por el Tribunal Supremo debido a los muchos líos registrados en las votaciones en Florida, afirmó de forma muy tajante ante todos los jefes de estado y todas las televisiones del mundo: “¡No toleraremos indignantes teorías de la conspiración concernientes a los ataques del 11 de septiembre!”.
La frase era manifiestamente absurda, pues era evidente que esos atentados no los podía haber cometido una sola persona, sino varias. Dicho de otra forma: el 11-S sólo podía ser el resultado de una conspiración en el sentido jurídico explicado más arriba. De hecho, la misma administración Bush ofreció el 14 de septiembre de 2001, tres días después de los atentados, una versión muy redonda y completa de la conspiración que, en su opinión, había dado origen al 11-S (la protagonizada por Bin Laden y los diecinueve suicidas de Al Qaeda).
En relación con el 11-S o con los atentados de París preguntarse si son o no el resultado de una conspiración es estúpido: es obvio que ésta ha existido porque si no los atentados no se habrían producido. La pregunta relevante sobre ellos es quiénes han sido los conspiradores, quiénes los han perpetrado y quiénes han dado la orden de llevarlos a cabo. Y, por lo demás, toda investigación sobre una conspiración comienza siempre con alguna clase de especulación o teoría.
4) Una regla metódica para analizar y pensar sobre los atentados de París y cualesquiera otros de características similares
Los asesinatos de París han provocado en muchas personas al menos tres tipos de sentimientos. El primero, un profundo asco moral ante actos tan deleznables. El segundo, un sano sentimiento de solidaridad con los familiares de las víctimas. El tercero, un inevitable déjà vu.
Muchos hemos tenido la sensación de que esto ya lo habíamos vivido antes varias veces. La masacre ciega o la matanza indiscriminada, la inmediata reivindicación yihadista, la prueba «evidente» —el DNI perdido— que señala a sus autores, los cuales resultan ser personas estrechamente vigiladas por la policía, el final trágico de los mismos por suicidio o disparos de las fuerzas del orden, la sobreactuación de los dirigentes políticos que convocan manifestaciones para exigir unidad frente al enemigo, la movilización del ejército y las policías, el envío inmediato de tropas para participar en alguna guerra de agresión, reformas legales en caliente (¡claro que en caliente, para poderlas aprobar sin oposición!) que recortan o suspenden derechos fundamentales, el circo mediático promovido por las televisiones globales, etc.
Pues bien, el déjà vu debería, como mínimo, inducirnos a adoptar una simple regla metódica para analizar y pensar acerca de acontecimientos de esta naturaleza. Entre otras cosas, porque es bastante probable que se repitan en el futuro.
Ante acontecimientos así conviene siempre separar analíticamente los hechos luctuosos considerados en sí mismos, de las decisiones políticas que toman los gobiernos aprovechando el momento maccartista generado por el ambiente de conmoción y duelo.
Esas decisiones nunca se pueden concebir como obligadas o determinadas mecánicamente por los atentados. En Europa, por desgracia, tenemos una larga experiencia al respecto y sabemos bien que los gobiernos no reaccionan siempre de la misma manera.
Sin ir más lejos, el 22 de julio de 2011, en Noruega, setenta y siete personas murieron y más de un centenar resultaron heridas como consecuencia de unas bombas que estallaron en Oslo y del ametrallamiento de decenas de jóvenes que asistían en la isla de Utoya a un campamento de las juventudes del Partido Laborista Noruego. El asesino se disfrazó de policía y ordenó a los jóvenes que por razones de seguridad se concentraran en una explanada de la isla. Los chicos, obedientes y respetuosos del principio de autoridad, lo hicieron, y el falso policía los estuvo ametrallando sin piedad durante cuarenta y cinco minutos.
La matanza de Utoya fue reivindicada por el grupo islamista Ansar al-Jihad al-Alani (que se puede traducir como “colaboradores de la yihad global”). La policía noruega, sin embargo, no le dio mucha credibilidad porque en su perspicaz opinión esa matanza sólo podía haber sido obra de grupos “antisistema”. Finalmente se detuvo a Anders Behring Breivik, un fundamentalista cristiano pro-israelí e islamófobo que fue juzgado y condenado como autor solitario de la masacre.
Si Breivik hubiese conseguido matar a tres personas más, estaríamos hablando de una cifra de víctimas cuatro veces superior a la de París. Breivik era representativo de esa nueva extrema derecha de la que hablábamos antes y que, a diferencia del extremismo islámico, está organizada políticamente en casi todos los países de la Unión Europea. Como síntoma trágico de la amenaza que representa esas nuevas formaciones políticas, la matanza de Utoya era muy significativa.
Pues bien, aparte de condenar los hechos, los gobernantes europeos ¿hicieron algo más?, ¿convocaron inmediatamente una cumbre antiterrorista como han hecho ahora?, ¿propusieron crear un registro europeo de todos los militantes de esos partidos?, ¿situaron el combate contra la amenaza parda en el primer lugar de sus prioridades? No, no hicieron nada de eso, pero lo hubieran podido hacer. La gravedad de los sucesos, por tanto, no determina nada. Lo que hacen los gobiernos siempre es el resultado de su libre albedrío y su libre actuación.
Con mucha frecuencia, además, lo que hacen los gobiernos es aprovechar que el Pisuerga pasa por Valladolid para intentar colar reformas que hacía tiempo que pretendían impulsar. Así ocurre con el registro de los pasajeros de los aeropuertos, que tiene que ver con una vieja pelea entre la Comisión y el Parlamento de la UE. Su inconsistencia con lo sucedido es palmaria: ¿para qué quieren un registro de todos los pasajeros de todos los aeropuertos de la UE si el registro de detenidos y condenados por delitos de terrorismo no les ha servido para evitar los atentados de París?
Como hemos leído en la prensa, tanto los hermanos Kouachi como Amedy Coulibaly, presuntos autores de los asesinatos, habían sido vigilados por los servicios antiterroristas franceses hasta poco antes de cometer sus crímenes. Coulibaly, incluso, fue condenado en 2013 por ayudar en la evasión de un salafista argelino, y hasta mayo de 2014 llevaba una pulsera electrónica que permitía controlar todos sus movimientos (El País, 13-1-2015). Tal vez ya es hora de decir que los instrumentos jurídicos y policiales existentes son más que suficientes para combatir ese tipo de amenazas, siempre y cuando se recurra a ellos. Si no se utilizan, no sirven, eso está claro.
Sobre la autoría de los crímenes que desencadenan estas reacciones, lo único que debe importar son los hechos y pruebas fiables que permiten afirmar con veracidad que han sido cometidos y planificados por estos o aquellos sujetos. No debe importar, desde luego, los prejuicios de cada cual ni la “verdad” más conveniente para el poder.
La instantaneidad de los medios de comunicación, su omnipresencia y, a veces, la espectacularidad de algunas “pruebas” machaconamente difundidas, crean la sensación de que al cabo de pocos días ya lo sabemos absolutamente todo sobre el quién, el cómo y el cuándo de los atentados. También de que esa es una “verdad incuestionable” de la que no se puede dudar. Pero eso es sólo un espejismo: como mucho se tiene conocimiento de algunos indicios más o menos racionales que apuntarían a tal o cual hipótesis o, si se prefiere, a esta o aquella teoría de la conspiración.
El caso de los asesinatos de París es paradigmático en ese sentido: las investigaciones policiales, judiciales, parlamentarias y periodísticas apenas han comenzado, y sus conclusiones no se conocerán hasta dentro de meses o años. En cambio, para la mayoría de gobernantes, tertulianos y creadores de opinión ese es ya un caso cerrado.
El hecho de que los gobiernos no esperen al resultado final de dichas investigaciones para tomar decisiones políticas que vulneran los derechos más básicos, es indicativo de su voluntad manipuladora e instrumentalizadora. Y eso ya es suficiente para rechazarlas.
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1 /
2015