¿Cómo viven los vivos con los muertos? Hasta que el capitalismo deshumanizó a la sociedad, todos los vivos esperaban la experiencia de la muerte. Era su futuro final. Los vivos eran en sí mismo incompletos. De esa forma vivos y muertos eran interdependientes. Siempre. Sólo una forma de egotismo extraordinariamente moderna rompió esa interdependencia. Con consecuencias desastrosas para los vivos, ahora pensamos en los muertos en términos de los eliminados.
Joan Busca
Participación, organización y las nuevas políticas de izquierdas
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I
La irrupción de Podemos, la configuración de diferentes alternativas municipales en muchas ciudades y el descrédito social del Partido Socialista han generado una oleada de un cierto optimismo. Por primera vez hay alguna posibilidad, desde el anterior periodo constitucional, a alterar el mapa político y abrir alguna brecha en el férreo esquema diseñado en 1977. Una posibilidad que requiere una participación social sostenida, tanto en las diferentes acometidas electorales como en el periodo posterior. Por esto las cuestiones de participación y organización constituyen un elemento clave y sobre el que cualquier proyecto serio está obligado a reflexionar.
Si hemos llegado a la situación actual es, precisamente porque la crisis ha posibilitado la irrupción de procesos de movilización como el 15-M, las diferentes “mareas”…, en los que se han puesto de manifiesto tanto las limitaciones democráticas del régimen político dominante, como una latente demanda social a favor de más participación directa. Unos movimientos que sólo pueden reforzarse con procesos y mecanismos que garanticen su continuidad.
Y precisamente en este campo es donde se adivinan más carencias en la configuración de estos nuevos proyectos políticos. Carencias que ya estaban presentes en el 15-M y sobre las cuales no parece haberse reflexionado mucho. Que en la situación actual surjan oleadas participativas como respuesta a coyunturas concretas es bastante probable. Antes del 15-M ya experimentamos situaciones parecidas, especialmente en el período pre-referéndum de la OTAN y frente a las dos guerras del Golfo. Además de un sinfín de estallidos locales. Pero que esto se traduzca en un proceso sociopolítico sostenido en el tiempo es mucho más difícil. El surgimiento de Podemos o los diversos Guanyem, al menos el de Barcelona, son una muestra de que alguno de los impulsores de movidas anteriores (acciones contra las cumbres mundiales, V de Vivienda, 15 M) han acabado entendiendo que hay que intervenir en otras arenas para alcanzar un nivel de eficacia. Pero no está claro que las respuestas que hasta ahora han adoptado sean suficientes para construir una organización social suficientemente densa.
No pienso referirme tanto a los problemas de organización interna de estas organizaciones (algo comenté en mi nota anterior), sino sobre todo a la cuestión crucial de cómo se piensa la organización de la base social a la que se aspira a representar y con la que se pretende interactuar.
II
La participación es siempre una cuestión compleja. Participar de verdad requiere tanto condiciones formales —derechos políticos, procedimientos— como condiciones materiales (recursos de diverso tipo). De los primeros hay mayor conocimiento y es en buena medida donde la nueva izquierda ha centrado sus propuestas: elecciones en listas abiertas, trasparencia informativa, posibilidades de voto virtual, referéndums y presupuestos participativos. Aunque a menudo hay en ello cierta ingenuidad y desconocimiento de los límites (por ejemplo quién tiene derecho a participar en una consulta sobre un tema local, cómo adoptar decisiones sobre cosas complejas) es cierto que sobre esto se han producido avances que permiten introducir cambios en los procesos políticos en un sentido democratizador.
Donde las cosas están más débiles es en la reflexión sobre las condiciones materiales de la participación. Una de las cuestiones clave es el tiempo, cualquier actividad participativa no sólo requiere una cierta cantidad de tiempo sino que a menuda lo requiere en pautas temporales específicas, por ejemplo el horario de una asamblea o de cualquier reunión. Y ahí hay ya un problema puesto que la disponibilidad de tiempo está casi tan desigualmente repartida como la renta. La gente con largas jornadas laborales, con elevadas cargas de trabajo doméstico, con horarios variables o con horarios socialmente “atípicos” tiene menos posibilidad de participar que el resto. Y estas situaciones se encuentran más habitualmente entre las mujeres y la gente empleada en los sectores más flexibles, de bajos salarios. La otra cuestión clave son los recursos culturales, los que permiten a unas u otras personas participar con conocimiento de causa en los debates. No es que confíe mucho en las capacidades de la gente educada, en un mundo donde el aprendizaje está tan fragmentado y codificado y donde no suele fomentarse una visión clara de la complejidad de muchos aspectos. En todo caso lo que es evidente es que la desigualdades sociales se reflejan en desigualdades en los conocimientos, el lenguaje y por tanto condicionan la capacidad de participación de mucha gente. Ello se combina además con un tercer recurso que es el de estatus. No es sólo una cuestión de conocimiento sino también de autoafirmación del derecho a participar; cuanto mayor es el estatus social (real o autootorgado) mayor es la posibilidad de que la gente participe efectivamente. Algo visible en muchos procesos sociales, empezando por el menor ejercicio de voz que en muchas organizaciones experimentan las mujeres. O visible, por ejemplo, en las diferencias de participación en las ampas de colegios de clase media (donde muchos padres y madres se sienten cualificados para opinar) frente a los de clase obrera.
Pensar en formas universales de participación, en ciudadanos abstractos que van a participar espontáneamente en cualquier proceso político, que van a hacer uso permanente de los instrumentos informáticos que permiten “votar”, constituye ignorar la estructura social de la participación y la propia experiencia acumulada en los últimos años. En todos los países los porcentajes de participación política son menores cuando menos ingresos y estatus existe. Una parte de la dictadura neoliberal se ha sostenido en muchos países sobre esta carencia de participación política de las principales víctimas de la misma. Y precisamente uno de los retos que debe plantearse cualquier proyecto alternativo es cómo configurar procesos, cómo alterar los recursos que permitan una participación real de todo el mundo y en especial de la gente más necesitada de cambios radicales en la sociedad.
Y por esto la mera apelación a la ciudadanía en general, la introducción de mecanismos de participación formal suena a mera retórica bienintencionada sin propuestas sustantivas de cambio.
III
La reflexión anterior obliga a considerar el tema de la organización como una cuestión crucial. En un doble sentido. El de la organización política en sentido estricto (y su relación con los grupos sociales que pretende defender, representar, movilizar) y el de la propia organización social.
Y en este campo hay que partir de los fracasos de la izquierda tradicional, en la que imperó un modelo de organización donde por un lado se organizaba una estructura partidista altamente centralizada (y que se consideraba la vanguardia en el sentido que integraba funciones diversas: representación política, elaboración teórica, organización de la acción…) y por otra una miríada de organizaciones menores, en el sentido jerárquico, a las que se encargaba la intervención en espacios concretos y a la que casi siempre se tutelaba. Este modelo me parece obsoleto en todos sus aspectos. De una parte la acumulación de tareas que debe desarrollar la organización de vanguardia (y que de facto se exige a sus líderes) tiende a colapsar por incapacidad material de desarrollarlas todas y sobre todo porque existe una permanente interferencia entre el debate político (qué hacer, por dónde andar) y el problema del poder en sentido estricto. Por otra porque ello ha conducido a un modelo de control sobre las organizaciones sociales que ha acabado en muchos casos por esterilizarlas. Hay muchas evidencias en este sentido, pongo dos en las que he tenido ocasión de participar. De un lado los debates sindicales donde la cuestión del liderazgo ha impedido a menudo debates serenos sobre las políticas sindicales más eficaces. Del otro, el movimiento vecinal que de forma sistemática ha padecido intentos por parte del poder (en muchos casos con éxito) de convertirlo en mero apéndice de la administración municipal.
El modelo que ofrece la nueva izquierda adolece, a mi entender, de una reflexión seria sobre todo ello. De una parte al tratar de presentarse como representación de un movimiento social está colocándose en la misma línea de error de los viejos partidos. De otra al carecer de una fuerte reflexión sobre las limitaciones materiales de la participación no es capaz de ofrecer propuestas viables de trabajo a largo plazo. La experiencia del 15-M debería haber servido para iniciar esta reflexión. Tras el fin del movimiento de las plazas (difícil de sostener mucho tiempo) se optó por recrearlo a nivel local sin que esta organización, salvo casos contados, acabara cuajando en nada sustancialmente sólido (en el peor de los casos simplemente interfirió en procesos locales, aunque por fortuna los activistas han resultado en la mayor parte de casos más sensatos y han acabado optando por opciones más realistas). Una organización partidista basada simplemente en círculos organizados esporádicamente para debatir las propuestas desde arriba difícilmente puede consolidarse como algo alternativo. Una organización local separada del resto del tejido social tiene todos los números para caer en los mismos vicios de las peores experiencias del pasado. Una política participativa exige un activismo integrado en el conjunto de actividades sociales.
Hasta hoy las experiencias más sólidas y persistentes de organización se han basado en su arraigo espacial. Bien sea en el espacio de la empresa capitalista bien en el espacio local. El primero ha sido en gran parte destruido por las políticas de reorganización empresarial desarrolladas a partir de mitad de los 1970, aunque no hay que despreciar los restos que aún persisten. En el espacio local ha habido más recorrido allí donde ha sido posible sortear las presiones que emanan del poder. Y es quizás allí donde primero hay que pensar en qué modelo de construcción es posible y deseable.
Hay algo de la experiencia que podemos ofrecer. La organización social que mejor funciona es la que se basa en la autonomía de la organización (cualquier persona de la comunidad puede participar en la Asociación de Vecinos, los espacios culturales están abiertos a todos los que quieran aportar, cada entidad se configura en función de su propia especialización…) y en la creación de redes de amistad, solidaridad, acción común que incluyen no sólo actividades “políticas” (reivindicaciones, movilizaciones…) sino también comunitarias en sentido amplio (fiestas, servicios colectivos, actividades culturales). Estas últimas son importantes como fuentes de generación de empatía, sentido de colectividad y también porque permiten a mucha gente no politizada, o incluso minorizada socialmente, desarrollar protagonismo y visibilidad social. La gente politizada juega un papel crucial siempre que respete la autonomía y no trate de imponer su proyecto. La autonomía real entre organizaciones sociales y políticas es crucial, aunque pueden existir espacios de confluencia en muchos casos. Donde la nueva izquierda se juega el futuro es en esta capacidad de construcción de malla social capaz de empujar socialmente, de recrear nuevas formas de relación social, de incorporar a mucha más gente a experiencias reales de participación. Y por ello debe adoptar formas de participación interna y formas de acción acorde con esta situación.
Este modelo de estructuras locales en parte reticulares, en parte de conglomerados (a veces las redes se concentran, a veces centralizan algunas actividades, a veces las relaciones son más laxas) no sólo vale a escala local. Es también importante en el plano más general de funciones como la elaboración teórico-programática, donde es importante contar con buen trabajo intelectual, con un debate apartado de la lucha por el poder, con los diferentes conocimientos expertos desarrollados en organizaciones y movimientos específicos. Y con la propia experiencia organizativa de estos mismos movimientos. Siempre he creído que la derecha nos lleva adelanto en esto. Y que la autonomía relativa de, pongamos por caso, la CEOE, la miríada de institutos de opinión, la Conferencia Episcopal, las organizaciones en defensa de la familia, los medios de comunicación, construyen una voz polifónica que genera una potente hegemonía cultural. Pensar que con un mero discurso mediático simplista va a subvertir esta hegemonía resulta ingenuo. La densidad de medios de creación de hegemonía del capital y la derecha exige una construcción asimismo más compleja de espacios, iniciativas y propuestas de intervención. Una verdadera organización de izquierdas debe adoptar un modelo en el que la interlocución con esta retícula social sea permanente, lo que incluye sin duda momentos de conflicto y momentos de cooperación (la crítica es a menudo otra forma de colaboración, aunque a mucha gente le cuesta entenderlo). Una coyuntura favorable puede perderse por muchas razones. Un proyecto social mejor construido tiene más oportunidades de generar buenas coyunturas.
Nota
Esta nota está redactada a partir de las impresiones que me genera el seguimiento de los procesos de Podemos, Guanyem y, en menor medida, de la CUP. En esta misma línea me parecen útiles las reflexiones de Jaime Pastor y Manolo Garí en los n.º 158 y 159 de la revista digital Viento Sur (www.vientosur.info) sobre el proceso de Podemos.
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2014