¿Cómo viven los vivos con los muertos? Hasta que el capitalismo deshumanizó a la sociedad, todos los vivos esperaban la experiencia de la muerte. Era su futuro final. Los vivos eran en sí mismo incompletos. De esa forma vivos y muertos eran interdependientes. Siempre. Sólo una forma de egotismo extraordinariamente moderna rompió esa interdependencia. Con consecuencias desastrosas para los vivos, ahora pensamos en los muertos en términos de los eliminados.
El final de la guerra
Debate,
Barcelona,
414 págs.
Ramón Campderrich Bravo
Con un enfoque historiográfico similar al adoptado por Ángel Viñas y Fernando Hernández Sánchez en su excelente libro sobre las semanas finales de la II República [1], el último ensayo del hispanista inglés Paul Preston analiza con detalle el desmoronamiento sin lucha del régimen republicano español en los meses de febrero y marzo de 1939. La principal tesis de Preston viene a ser la siguiente: la guerra civil acabó como comenzó, con un golpe de estado militar cuyos cabecillas entregaron sin resistencia alguna a Franco lo que restaba del territorio leal, desbaratando definitivamente de ese modo los planes del presidente Juan Negrín para salvar de la represión franquista decenas de miles de españoles. El presidente del gobierno tenía la intención de prolongar la resistencia militar durante unos meses más, con el objeto de organizar la huida de aquellos españoles concentrados en la zona centro-sur respecto de los cuales cabía temer las despiadadas represalias franquistas. También tenía la esperanza, ésta más vana a la vista de los acuerdos de Múnich, de conseguir enlazar la guerra civil con una guerra europea, la cual habría llevado al posicionamiento de Francia y Gran Bretaña (y quizás de la URSS y, en un futuro más lejano, de los EE.UU.) junto a los republicanos españoles frente a los rebeldes, Alemania e Italia. Por último, la visión de Negrín de que convenía continuar la lucha durante algún tiempo se inspiraba en un prurito de honor: un acuerdo de paz avalado internacionalmente debía poner fin a la guerra civil y a la presencia de la República en España, no una vergonzosa rendición incondicional ante los militares facciosos y los nazi-fascistas. Por supuesto, ni Negrín ni nadie, tras la exitosa invasión nazi de los Sudetes y la caída de Cataluña, se hacía ilusiones en cuanto a la posibilidad de evitar la derrota. Pero incluso a principios de febrero de 1939 aún contaban los gobernantes republicanos con bazas con que sortear una entrega sin coste alguno para los «nacionales» de la zona todavía controlada por la República: recursos en hombres y dinero de cierta entidad, el reconocimiento diplomático internacional como único gobierno legítimo por parte de las grandes potencias, excepción hecha de Alemania e Italia, y el apoyo material, si bien menguante, de la URSS y México. Negrín esperaba jugar estas bazas para ganar tiempo y llevar adelante sus planes.
Sin embargo, diversos sucesos acontecidos en febrero y marzo de 1939 dieron al traste con los planes negrinistas y ninguno de ellos fue protagonizado por Franco. La cobardía y vanidad del jefe del estado, Don Manuel Azaña, la actitud ignominiosa de los gobiernos británico y francés —no así de los gobiernos de Roosevelt y Cárdenas—, quienes aprovecharon la negativa de Azaña de regresar a España y su posterior dimisión para reconocer oficialmente el gobierno franquista en detrimento del republicano [2] y la ingenuidad, ceguera, egocentrismo y anticomunismo de buena parte de los militares profesionales republicanos, de los líderes de la agrupación socialista madrileña y de las organizaciones anarcosindicalistas condujeron a la República a un triste final en marzo de 1939. El tiro de gracia lo perpetraron cuatro hombres, sobre todo: el coronel Segismundo Casado, jefe del Ejército del Centro, el intelectual socialista Julián Besteiro, el líder anarcosindicalista Cipriano Mera y el contraalmirante Miguel Buiza, jefe de la Armada (con la que Negrín contaba para proteger la huida de miles de personas comprometidas cuya ejecución entendía segura). Estos hombres prepararon un golpe de estado, en cuya planificación participaron casi todos los mandos clave del ejército no comunistas, incluida su máxima figura, el general Miaja. En la madrugada del 6 de marzo dieron su golpe de estado y después de una patética miniguerra civil entre republicanos entre el 7 y el 12 de marzo, pasaron a controlar toda la zona centro-sur. Horas antes de dar Casado el golpe de estado, Buiza había partido con la flota hacia Orán, dejando en la estacada a Negrín y los suyos [3]. Milagrosamente, Negrín y los miembros de su gabinete que le acompañaban pudieron huir en los últimos instantes por vía aérea.
El propósito de los golpistas, al menos de Casado, Besteiro y los socialistas de Madrid, era desactivar lo más rápidamente posible el conflicto, confiando en la supuesta generosidad de Franco y sus generales. Este motivo era especialmente fuerte entre los militares de carrera, a fin de cuentas profesionales de las armas como los vencedores. Los anarquistas favorables al golpe querían vengarse de los comunistas, por los hechos de la primavera de 1937. Los socialistas de Madrid no soportaban a Negrín. Las excusas dadas por la mayoría de los golpistas del 6 de marzo en sus diarios de posguerra para justificar su acción fueron la imposibilidad de continuar la guerra y el riesgo de un golpe de estado comunista en la zona centro-sur. Ambas tesis, con especial énfasis respecto a la segunda, son rechazadas por Preston, quien estima correcta en lo esencial la valoración de la situación realizada por Negrín. Según el autor británico, todavía era posible continuar la resistencia durante un poco más de tiempo y arrancar de los vencedores y de las potencias occidentales garantías de una limitación de la represión subsiguiente a la victoria franquista o, al menos, organizar la expatriación de los miles de ciudadanos que más tarde serían asesinados en España. En cuanto a un presunto golpe comunista, considera Preston con razón que la idea carece de sentido (asumir la responsabilidad exclusiva de la gestión de la derrota no resultaba nada atractivo; la URSS rechazaba una idea así; los comunistas no tenían capacidad para controlar la zona centro-sur y eran conscientes de ello…). Los golpistas del 6 de marzo, habiendo destruido la escasa capacidad de hacer la guerra que le quedaba al aparato estatal republicano, rindieron un tercio del territorio español a Franco (unas diez provincias, más de diez millones de españoles y un ejército de unos quinientos mil efectivos, aunque mal armados) sin obtener nada a cambio. El 27/28 de marzo las tropas franquistas tomaron Madrid y el 31 de marzo llegaron a Alicante, en cuyo puerto decenas de miles de personas quedaron atrapadas a la espera de algún pasaje de barco (aunque, de todos modos, el reconocimiento diplomático de Francia y Gran Bretaña y la huida de la flota de Buiza hacían casi imposible la venida de barcos de transporte a los puertos levantinos; no obstante, alguno lo consiguió). Entre el 7 de marzo y el 27 de marzo, los casadistas no hicieron el más mínimo esfuerzo por evacuar la gente que quería abandonar el país.
Dos lecciones relevantes se pueden extraer del libro de Preston, más allá de su intrínseco interés historiográfico. En primer lugar, el contraste que puede darse entre la realidad (o, si se prefiere, su descripción derivada de la observación racional y equilibrada de la misma) y la percepción —deformada— de la realidad y sus fatales consecuencias. Los militares casadistas, Besteiro y muchos dirigentes frentepopulistas fueron incapaces de comprender la naturaleza de la guerra civil española y la psicología de los golpistas del 17-18 de julio del 36. A pesar de los desmanes ocurridos en los territorios «liberados» por los franquistas, de la aprobación durante la guerra de duras leyes represivas, como la Ley de Responsabilidades Políticas de 1938, y de la alianza de los «nacionales» con el nazi-fascismo, minusvaloraron la voluntad deletérea del régimen franquista, su ferocidad. Muchos creyeron que sus peores enemigos estaban dentro del Frente Popular y que si deponían pacíficamente las armas ante Franco, éste respetaría sus vidas, bienes y libertad de movimientos (¡Casado hasta había prometido que Franco incorporaría a los oficiales republicanos en el ejército franquista respetando rango y antigüedad!). Bien es cierto que muchas de esas personas se dejaron engañar por la «Quinta Columna».
En segundo lugar, la personalidad de los individuos con poder no debe dejar de tomarse en consideración en la investigación de los procesos sociales. En muchas ocasiones, decisiones trascendentales están determinadas por las motivaciones más absurdas o mezquinas, dado lo dramático del contexto. El peso de la egolatría, los odios personales, la presunción, el deseo de venganza, los prejuicios, la credulidad, factores psicológicos en último término, es mayor de lo que pudiera parecer a primera vista a la hora de explicar el devenir histórico.
[1] A. Viñas y F. Hernández Sánchez, El desplome de la República, Crítica, Barcelona, 2009.
[2] El reconocimiento diplomático era una cuestión vital para Negrín. El reconocimiento del gobierno franquista como el único gobierno legítimo en detrimento del republicano implicaba que los activos de toda clase que todavía quedaran en manos republicanas en el momento de dicho reconocimiento debían ser entregados al gobierno franquista o su disposición quedar bloqueada si, siendo aparentemente de propiedad privada, podía suponerse que pertenecían, en realidad, al ex-gobierno español (siempre que se encontrasen, claro está, en el territorio de los países reconocedores del nuevo régimen). También tenía importantes consecuencias en lo relativo a las cuestiones de asilo y acogimiento de refugiados españoles o la protección militar internacional de convoyes de barcos o aviones con refugiados.
[3] La flota republicana no era del todo desdeñable: dos acorazados, una decena de destructores, submarinos y unos cuantos buques menores, con tripulaciones y armamento completos.
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2014