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El Lobo Feroz

El esperpento de un referéndum y otras miserias

 

El pseudoreferéndum catalán

Resulta que pese a todas las diferencias, Cataluña comparte con el resto de España una destacada característica cultural común. Cada país tiene sus defectos, ciertos rasgos específicos propios de su cultura, que avergüenzan a algunos de sus naturales y pasan inadvertidas a otros, pero que son perfectamente visibles desde fuera. No mencionaré los de los teutones, los británicos o los franceses. Pero está claro que una característica específicamente española es la cultura del esperpento. El esperpento es una expresión deformada de la realidad, cuyo recorrido va de lo jocoso o lo patético a lo sencillamente impresentable. Y ahora tenemos una muestra característica del esperpento en la convocatoria a unas urnas para el 9 de noviembre por parte de la Generalitat de Catalunya. Unas urnas sin censo, sin garantías de control, que permiten el «voto» a los catalanes residentes en el extranjero pero no si residen en el resto de España, para responder a una cuestión ambigua pero cuya respuesta —el sí a la independencia— es defendida sin neutralidad alguna por las propias instituciones convocantes; una respuesta a la que conduce la pregunta misma.

No es que el esperpento del nueve de noviembre carezca de sentido: en este caso lo tiene y muy claro: la Generalitat convoca a una manifestación más de los suyos para salvar la cara de Mas, y además para preparar unas elecciones que éste tenía perdidas de antemano frente al hasta ayer ufano y ahora de momento gimoteante alcalde de Sant Vicenç del Horts.

Recientemente ha aparecido en Catalunya una publicidad independentista a base de cartelones, bien pagada o militante —qué más da a estas alturas de gasto público en fomentar la independencia— pero a fin de cuentas publidad. Algunos de los slóganes dejan ver demasiado la mano de los profesionales de esta industria de manipulación de las conciencias: «Un país donde me pueda ir de casa a los 18»; «Un país donde los trenes no me dejen tirado»; «Un país desde el que se pueda volar a todo el mundo sin escalas», o un país donde se lea, o cosa así. Con lo de los trenes, un codazo a la incuria de los gobiernos españoles en el transporte de cercanías catalán, y lo demás se construye a base de slóganes la imagen idílica de un país que ni siquiera podría pagar sus deudas, tal como están las cosas de la economía, y en el que sin tal publicidad idílica no podría creer nadie en su sano juicio. ¿La verdad? Un país que apelotona estudiantes en las aulas. Un país donde los padres y los abuelos son el maná de los jóvenes. Un país donde se alargan las listas de espera médicas y donde se cierran quirófanos y camas hospitalarias. Un país donde no hay trabajo y cuando la hay es precario y mal pagado. Un país donde el personal político autóctono ha metido mano en las arcas públicas y se ha llenado los bolsillos de ellas. Desde el sagrado icono fundacional y familia al último caso, el del Palau de la Música, desde donde se financiaba ilegalmente a Convergència.

Lo peor de esta etapa esperpéntica del independentismo es la indefinición de las consecuencias para los ciudadanos de la opción independentista. No me refiero a las consecuencias económicas, crónica de una catástrofe anunciada, sino a las políticas: a los ciudadanos nacidos en Catalunya que lo desearan ¿les sería posible conservar la nacionalidad española, o tener doble nacionalidad? ¿Se les reconocerían los mismos derechos que a los ciudadanos catalanes, o deberían llevar cosida en la manga —léase como licencia retórica— el equivalente de una estrella de David? —el trato que el independentismo viene dando a los no independentistas, sobre todo si son castellanohablantes nativos, así lo sugiere—. ¿Qué estado garantizaría las —en todo caso magras— pensiones? Un poder independentista, ¿podría hacer algo para resolver los problemas del paro, de la asistencia sanitaria y del más que manifiesto déficit educacional que tiene Catalunya? ¿O seguiría en la actual cuesta abajo de cierre de centros médicos y educativos? Y, sobre todo, ¿de qué independencia se trataría? Pues no se ve movimiento alguno para independizarse de una tiranía verdadera, la tiranía del capital, que es quien manda de verdad.

En una cosa tienen toda la razón los independentistas catalanes: al acusar la cerrazón cultural de la España Negra que una vez más gobierna el país. Una cerrazón de la que ellos son espejo. Mientras, sigue bullendo en Catalunya un clima crecientemente irrespirable, un tufo de exceso de alubias (secas) que sólo parece superable, como mínimo, con cambios constitucionales de calado y un relevo importante en el personal político que nos ha llevado hasta el borde mismo del enfrentamiento social.

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Una ley mordaza

A propuesta del muy pío ministro del interior, el gobierno ha aprobado un proyecto de ley jocosamente titulado «de seguridad ciudadana» —jocosamente: el gobierno se carcajea de la gente— cuya finalidad principal es penar con multas desmesuradas los ejercicios del derecho constitucional de manifestación que el gobierno considere inconvenientes.

Así, será objeto de sanción leve —de 100 a 1.000 eurillos— cualquier reunión o manifestación no comunicada previamente (¡pulgar abajo a las asambleas o marchas de trabajadores y estudiantes, por ejemplo!); pero pueden ser vistas como graves en ciertos casos ambiguamente definidos (entonces 30.000 euros), como las alteraciones de la seguridad ciudadana, por ejemplo ¡obstaculizar desahucios! y cosas por el estilo. Si se perturba la seguridad ciudadana en acontecimientos deportivos, oficios religiosos (se supone que los católicos, pues no creemos que para el ministro del interior los ritos de los no católicos sean «oficios»), o bien en las jornadas «de reflexión» o electorales, las multas pueden alcanzar la bonita suma de 600.000 euros.

El ministerio del interior se cura en salud: recurrir sus sanciones por la vía administrativa no será barato: 2.750 euros, al parecer. Lo importante, sin embargo, es que además queda abierta la vía de la sanción penal, y en este momento hay numerosos procesados de piquetes informativos en huelgas diversas por la simple declaración de agentes de policía.

Y, sí, parece que la solidaridad de las gentes con quienes padecen persecución por la justicia —y no solamente por la administración de justicia, que es otra cosa— está en horas bajas. En la lógica de este gobierno la solidaridad parece crear inseguridad ciudadana, o quizá sea al revés y lo contrario.

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Tras los huesos de Cervantes

Al inventor de la novela de humor no dejaría de hacerle gracia el repentino interés por sus huesos desatado en el país. Se sabe que Cervantes fue enterrado en el convento madrileño de las Trinitarias, y ahora buscan, mediante georradares, las tumbas que hay allí por si algún cadáver con pocos dientes presenta una patología en el brazo izquierdo. Profesores universitarios y expertos forenses colaboran en la búsqueda.

Lo de los pocos dientes no va a ser, a buen seguro, un signo distintivo. Imaginamos lo que era la odontología a principios del siglo XVII. Lo de la mano —más que el brazo— tampoco será demasiado útil para la identificación, pues no se sabe si la manquedad de Cervantes se debía al estado de sus huesos y no al de otros elementos anatómicos.

Pero el interés por hallar los restos de Cervantes seguro que dará fruto. De un modo u otro. Así se podrá ampliar el catálogo de restos de otros grandes escritores del siglo de oro como Teresa de Jesús y Juan de la Cruz, con el cuerpo repartido por diferentes instituciones eclesiásticas. Con los huesos de Cervantes se podrían organizar oportunos destinos turísticos para japoneses, rusos y chinos, por lo menos.

La mercantilización de todo no es exclusiva de un país turístico como España. En la iglesia de Santo Tomás de Leipzig los restos de Juan Sebastián Bach fueron sacados de su enterramiento en los muros, como los demás cantores, e instalados en el centro del presbiterio. Una tumba nuevecita que estimula los apremiantes «donativos» que se exigen a los visitantes para la conservación del recinto.

Pero junto a la risa, a Cervantes, que para escribir tuvo que ganarse la vida como pudo, seguro que de haber imaginado el futuro del negocio con sus huesos eso le causaría cierta indignación. Podemos tenerle como un símbolo, como un indignado más. Y como nadie sabe lo que en el futuro se puede hacer con nuestros propios restos, lo oportuno es exigir no sólo el derecho a morir dignamente sino también el derecho a ser icinerado por defecto —como se dice ahora de alguna declaración de voluntad en sentido distinto.

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Expertos

De los expertos líbrese el que pueda. Ya sabemos que las autoridades políticas encuentran siempre los expertos que necesitan, que generalmente cubren sus vergüenzas con académicos taparrabos. Lo divertido surge cuando los expertos pretenden halagar a la sociedad. Vender humo. Entonces aparecen al desnudo.

En La Vanguardia del 23 de octubre pasado Alexander Erath, que se presenta como investigador del Future Cities Laboratory, declara: «No hay mejor lugar que Barcelona para moverse en bicicleta en toda Europa».

Quien usa la bici en Barcelona y conoce por ejemplo Amsterdam o Berlín sabe que, a diferencia de las ciudades citadas, la atmósfera barcelonesa es de las más contaminadas de Europa, por lo que el transporte en bici es peligroso especialmente para neumópatas y cardiópatas, además de la gente en general; que los carriles-bici son insuficientes y las calzadas peligrosísimas; que los ciclistas precisan a menudo circular por aceras; que no hay educación vial para respetar la prioridad de peatones en primer lugar y ciclistas en segundo; que los transportes públicos no están especialmente adaptados, en general, para llevar bicis; y que la ciudad no es especialmente llana. Que la patrona de Barcelona, santa Lucía, le conserve la vista al experto del Future Cities Laboratory.

23 /

10 /

2014

La política electoral, si bien no debe desestimarse, no puede ubicarse en el centro de ninguna acción política radical seria, orientada a cambiar las instituciones que sustentan el sistema político, desmantelar las ideologías hegemónicas y fomentar el tipo de conciencia de masas en que habría de basarse un cambio social y político desesperadamente necesario.

Noam Chomsky
The Precipice (2021)

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