La política electoral, si bien no debe desestimarse, no puede ubicarse en el centro de ninguna acción política radical seria, orientada a cambiar las instituciones que sustentan el sistema político, desmantelar las ideologías hegemónicas y fomentar el tipo de conciencia de masas en que habría de basarse un cambio social y político desesperadamente necesario.
Miguel Ángel Mayo
El coste de la corrupción política
Datos mundiales
En el mundo, se pagan cada año más de un billón de dólares estadounidenses (US$1.000.000.000.000) en sobornos. Estos datos figuran en un estudio realizado por el Instituto del Banco Mundial y se refieren al bienio 2001-2002. Dicho estudio, publicado por primera vez el 8 de abril de 2004, extrae una conclusión clara: “Un país con un ingreso per cápita de US$2.000 que combata la corrupción, mejore la gobernabilidad y el imperio de la ley podría esperar que sus ingresos aumentaran a US$8.000 per cápita en el largo plazo”. Ha pasado algo más de una década desde la realización de aquella investigación, pero estamos en condiciones de afirmar que la recomendación no se ha tenido en cuenta y que la situación, lejos de remitir, amenaza con expandirse.
Y es que el problema de la corrupción no es algo que afecta exclusivamente a los países en vía de desarrollo, como algunos piensan. Sobornos, malversación de fondos públicos, administración desleal, robo directo de bienes públicos, etc., son hechos que se producen también en nuestra sociedad y que suponen un coste económico que resta directamente recursos al sector público. Además, a los costes económicos hemos de sumarles el coste moral, de degradación de una sociedad que sabe que no es gobernada de forma justa. Y no menos importante es el enorme coste ecológico de la corrupción, en tanto que se permiten actividades totalmente dañinas para el medio ambiente.
La corrupción supone, pues, un sobre coste directo sobre cualquier bien público, que viene unido a un recorte inmediato en la calidad del servicio. Y es que una obra contratada mediante corrupción difícilmente será reclamada por el corrupto en cuestión; obras, claro está, que permanecerán in eternum como bien público y con posibles sobre costos de mantenimiento que todos deberemos pagar. Este tipo de obras las vemos diariamente, nos asombramos de su ineficacia, nos escandalizamos de las desviaciones presupuestarias que se producen y nos sonrojamos cuando reflejan la ineptitud de la clase política que todos votamos democráticamente. Pero lo peor de todo es que estas obras existen y continúan sumándose nuevos capítulos cada vez más esperpénticos y denunciables, que se han financiado con dinero público que debería haber sido destinado a unos servicios públicos que, para muchos, suponen la diferencia entre vivir dignamente o simplemente intentar sobrevivir.
Datos en España
Bruselas cifra en 120.000 millones de euros el coste de la corrupción en Europa, sin entrar en detalles por países. No obstante, un estudio realizado por la Universidad de Las Palmas cifra en 40.000 millones de euros el coste social de la corrupción en España. Las cifras son alarmantes, pero sus efectos no se limitan a su coste económico, sino que deben reflejan una situación económica de freno que, además, resta toda posibilidad de crecimiento futuro. En efecto, la corrupción supone un freno directo a la economía al mermar directamente recursos a la misma, pero además supone un desacelerador natural por el efecto que tiene sobre la imagen de un país, sobre las inversiones extranjeras y la eliminación del efecto multiplicador que estos recursos hubieran supuesto de haberse quedado en la economía productiva. En suma, la corrupción, junto con el fraude fiscal, hace de pinza directa en la economía, en tanto que le resta recursos y le impide progresar de manera mínimamente eficaz.
Ya es suficientemente difícil cuadrar las balanzas de un país ante los innumerables vaivenes, recesiones, crisis y fluctuaciones de la economía mundial. Si a eso le sumamos que gran parte de los recursos de la economía se gestionan de forma ineficaz, se infrautilizan o directamente se roban (corrupción), y que otra gran parte deja de ingresarse en la economía (fraude fiscal), nos veremos abocados a una economía con terribles problemas de liquidez, y sobre esfuerzo fiscal de aquellos que pagan sus impuestos.
Y, en este sentido, los datos de nuestro país no son nada alentadores: nuestra deuda pública ha crecido en el segundo trimestre de 2014 en 16.763 millones de euros y se sitúa ya en 1.012.606 millones, es decir, un 96,30% del producto interior bruto anual de nuestro país. Si comparamos la deuda en España en el segundo trimestre de 2014 con la del mismo trimestre de 2013 vemos que la deuda anual se ha incrementado en 68.734 millones de euros; pero si la comparamos con la deuda de hace cinco años, 565.083 millones, estamos hablando de un aumento de casi 450.000 millones de euros. Por poner un ejemplo, a finales del año 2008 la deuda per cápita de cada español suponía 9.535 €, mientras que ahora la deuda per cápita se sitúa en 20.383 €, es decir, más del doble. Esta deuda no sólo hay que devolverla, sino que en intereses nos va a costar cerca de 35.490 millones de euros. En total, el coste de la deuda pública va a suponer en el ejercicio 2015 una media de 100 millones de euros diarios. Y todo ello sin entrar, como hemos dicho, en otro de los principales problemas de la corrupción: el coste moral del mismo y el desánimo directo que su existencia causa en la población.
La idea de que no se gestionan bien los impuestos que tanto cuesta pagar, la sospecha de inexistencia de una libre concurrencia en igualdad de oportunidades a los proyectos de gasto público, la duda a la hora de emprender proyectos personales y profesionales por miedo a que la corrupción los detenga… todos estos factores detraen la actividad empresarial y por supuesto anulan la conciencia fiscal. Y todos sabemos que la justicia fiscal se basa en una idea de solidaridad que dé lugar a un efecto redistribuidor de la renta vía impuestos, desde las clases con más recursos hacia las de menos recursos. Los impuestos son necesarios; tan necesarios como que éstos se gestionen bien. No existe ningún mecanismo mejor para distribuir la riqueza (y por lo tanto luchar contra la pobreza) que los impuestos. Pero de igual manera, e incluso con mucha mayor crudeza, los impuestos pueden ser la herramienta para que estas desigualdades sociales sean todavía mayores. Y por supuesto, la existencia de un elevado nivel de corrupción acrecienta incluso más las distancias entre ricos y pobres, a la vez que nos hace a todos bastante más insolidarios y recelosos a la hora de cumplir con nuestras obligaciones tributarias.
La corrupción no es inevitable
Sólo si los gobiernos deciden afrontar seriamente el problema de la corrupción, será posible alcanzar el objetivo de desarrollo del milenio de reducir de forma radical el número de personas que viven en extrema pobreza para el año 2015. Porque corrupción y pobreza siempre van unidos. Actualmente, el 20,4% de la población española, uno de cada cinco habitantes, vive por debajo del umbral de la pobreza, según los datos de la Encuesta de Condiciones de Vida (ECV) difundida por el Instituto Nacional de Estadística (INE). En 2013, España fue el segundo país de la Unión Europea con una tasa de pobreza relativa más alta, sólo superado por Rumania. En nuestro país, ya hay cerca de tres millones de personas en situación de “pobreza severa” (según la terminología de Cáritas), esto es, que viven con menos de 307 € al mes. Pero los titulares de los periódicos muestran a políticos más preocupados por demostrar su inocencia en casos de corrupción que entregados a formular propuestas para erradicar este desequilibrio de riqueza.
Es por eso por lo que hay que actuar con energía, y los nuevos gobiernos —porque puede decirse sin ningún pudor que los gobiernos, independientemente de su naturaleza política, deben ser nuevos y decididos a atajar problemas, no a perpetuarlos— deben de tratar el problema de la corrupción con toda decisión y de la forma más transparente posible. La indecisión únicamente lleva a la desilusión popular y a la gradual erosión de los mecanismos para luchar eficazmente contra este mal endémico que es la corrupción. Y, sin ninguna duda, estamos en el momento preciso. La mayor conciencia mundial del impacto de la corrupción ha creado un clima propicio que debe de aleccionar a los líderes de los países del mundo para combatirlo. Contamos además con importantes instituciones internacionales, tales como el Banco Mundial y Transparencia Internacional, que son ahora socios activos en el control de la corrupción. Y en nuestro país tenemos a disposición organismos especializados en la lucha contra la corrupción, como la Fiscalía Anticorrupción Española o la Oficina Antifraude en Cataluña.
No existe una receta única para resolver el problema, desde luego, pero cualquier solución requiere visión y voluntad política de implicar a toda la ciudadanía. Sólo así, y junto con los organismos especializados y las instituciones que ponen a nuestra disposición sus herramientas, podremos alcanzar el objetivo de combatir de manera real la corrupción, en el sentido de eliminarla y de establecer aquellos mecanismos de prevención para que los casos de corrupción que vivimos actualmente sean totalmente imposibles de reproducirse en el futuro.
De manera que, si tenemos todo a nuestro favor, ¿qué podría impedirnos erradicar para siempre la corrupción?
Evidentemente, sólo la corrupción.
[Miguel Ángel Mayo es colaborador de mientrastanto-e y coordinador en Cataluña del Sindicato de Técnicos de Hacienda (Gestha)]
29 /
10 /
2014