La política electoral, si bien no debe desestimarse, no puede ubicarse en el centro de ninguna acción política radical seria, orientada a cambiar las instituciones que sustentan el sistema político, desmantelar las ideologías hegemónicas y fomentar el tipo de conciencia de masas en que habría de basarse un cambio social y político desesperadamente necesario.
El gobierno de la penalidad. La complejidad de la política criminal contemporánea
Dykinson,
Madrid,
249 págs.
Ramón Campderrich Bravo
Este nuevo libro del penalista y criminólogo José Ángel Brandariz García es una actualización de su ensayo Política criminal de la exclusión [1], obra de lectura obligada para tener una visión de conjunto de la evolución de la política criminal en Occidente desde finales de los años setenta del siglo pasado, aproximadamente. A diferencia de la publicación acabada de mencionar, El gobierno de la penalidad se centra únicamente en el denominado por el autor “subsistema penal ordinario”, por contraposición al “subsistema penal de excepción”, conforme a una terminología acuñada por Luigi Ferrajoli en su Derecho y razón [2]. Mientras que el “subsistema penal de excepción” está conectado fundamentalmente con la delincuencia terrorista y el tratamiento de la desafección política más o menos violenta —ejemplos típicos de dicho subsistema: la legislación antiterrorista subsiguiente a los atentados de los primeros años del siglo XXI o la doctrina del ‘derecho penal del enemigo’ de Günther Jackobs—, el “subsistema penal ordinario” es el que se ocupa de la delincuencia común y corriente, especialmente —aunque no exclusivamente—, aquella asociada de un modo u otro a la marginación social y el tráfico económico ilícito. En principio, el “subsistema penal ordinario” abarcaría también la delincuencia económico-política de ‘cuello blanco’ protagonizada por políticos y ejecutivos de grandes empresas, pero, en cualquier caso, esa clase de delincuencia no es objeto del último libro de Brandariz.
El libro se inicia con una panorámica de las transformaciones históricas experimentadas por los sistemas y políticas punitivos desde las revoluciones liberales en adelante que utiliza como principales fuentes de inspiración las tesis del Foucault de Vigilar y castigar [3] y los estudios de Garland sobre la crisis del welfarismo penal [4]. A continuación, el autor reelabora la teoría de la ‘sociedad del riesgo’ para explicar la exagerada sensación de inseguridad ante el delito que cundió sobre todo en los países anglosajones hasta la crisis económico-financiera subsiguiente al crack de 2007-2008. Esa sensación de inseguridad centrada en el delito fue intensificada y explotada desde el poder político y mediático con el resultado de hacer converger los miedos sociales más diversos en el temor obsesivo al delito, incluso al margen de la vivencia real de hechos delictivos. Esta conversión de la (supuesta) omnipresencia de la posibilidad de ser víctima de un delito en el riesgo social por excelencia constituyó la base ideológica sobre la cual se construyeron las corrientes teóricas y las políticas públicas en materia criminal hegemónicas desde inicios de los ochenta. Todas ellas han tenido un origen anglosajón y han alcanzado su mayor predicamento en EE.UU., pero también han ejercido una fuerte influencia en Europa continental. Están, por otra parte, estrechamente vinculadas a fenómenos de exclusión y marginación social, porque los tipos de delincuencia que llaman más su atención son la violencia callejera, los hurtos y robos, el tráfico de drogas y los abusos y agresiones sexuales. En cambio, la gran delincuencia patrimonial, financiera, fiscal o bélica no ha suscitado temor en un grado comparable, sino indignación, y sólo desde el comienzo de la “Gran Recesión”.
Brandariz dedica el grueso del libro precisamente al análisis de dichas corrientes y políticas. Sus principales víctimas han sido el garantismo penal de inspiración liberal y el ideal rehabilitador o de reinserción social del delincuente propio del Welfare State, por lo que han conducido a un endurecimiento de la penalidad y a un aumento sin precedentes de la población penitenciaria o sometida a control penal (pues las medidas y sanciones distintas a la prisión no se han concebido en lo fundamental como alternativas a la misma, sino como su complemento). Entre las nuevas corrientes y políticas de efecto antigarantista y antisocial, Brandariz destaca: el gerencialismo o actuarialismo penal, la versión criminológica neoliberal del AED, la privatización securitaria y el relanzamiento de la idea de neutralización o inocuización penal.
El gerencialismo o actuarialismo penal propugna la aplicación de las técnicas de los seguros al ámbito de la criminalidad. De lo que se trata es de detectar grupos de riesgo criminógeno, evaluar el nivel de riesgo de comisión futura de delitos de los individuos pertenecientes a los grupos de riesgo y prever la evolución de la criminalidad en el tiempo en función de los grupos de riesgo detectados y los niveles de riesgo evaluados. Estos análisis, a su vez, marcarán a las elites administrativas y políticas qué medidas de control y sanción deben adoptarse para minimizar el número de delitos (desde el ‘urbanismo preventivo’ o ‘disuasorio’ hasta el endurecimiento de las penas, pasando por el control electrónico personalizado). Como se ve, el gerencialismo o actuarialismo penal es antigarantista porque favorece el retroceso hacia un derecho penal de autor. También es antisocial o excluyente porque refuerza la estigmatización de ciertos grupos sociales, como los inmigrantes irregulares, por ejemplo. Y, por supuesto, no está interesado en la reinserción social o rehabilitación de la persona delincuente ni en sus necesidades, puesto que el sujeto criminal sólo equivale a un riesgo a evitar en la medida de lo posible [5].
En la aplicación de la versión neoliberal del análisis económico del derecho (AED) al ámbito penal, los delincuentes son individuos calculadores y egoístas que sopesan con precisión las desventajas y ventajas de cometer un delito y deciden llevarlo a cabo cuando las últimas superan a las primeras. En consecuencia, lo indicado es, sencillamente, adoptar medidas de control y castigo que hagan más costoso delinquir que no hacerlo. Así de burdo es el AED en su concepción del delincuente y su tratamiento. El AED neoliberal, por otro lado, ha extendido al ámbito penal la obsesión por el análisis de costes y beneficios económicos de las políticas públicas. Esta obsesión podría reportar algunas apreciaciones dignas de consideración, si no fuera por su estrecha concepción de las ideas de coste y beneficio. En la práctica, ha conducido a un deterioro de las condiciones de vida de los encarcelados y, desde luego, de las políticas de reinserción sociolaboral, entre otras cosas, pues su horizonte es el corto plazo y los seres humanos le importan un comino (con perdón).
El gerencialismo o actuarialismo penal y la versión neoliberal del AED comparten una renuncia crucial: la renuncia a explicar la criminalidad en función de factores históricos, socioeconómicos, culturales y políticos complejos y, por tanto, a elaborar políticas públicas no simplistas que tengan en cuenta dichos factores. De hecho, se sostiene que tasas de criminalidad elevadas son inevitables y lo único que se puede hacer es contenerlas, ya que jamás caerán por debajo de cierto nivel. El actuarialismo y el AED penales son manifestaciones del denominado New Public Management.
En cuanto a la privatización securitaria, durante estas últimas décadas se ha propugnado la privatización de la gestión de la respuesta al delito. En EE.UU., incluso no son ninguna rareza las cárceles de titularidad privada contratadas por condados y estados. En definitiva, se defiende una extensión a las actividades de prevención y persecución del delito de las políticas privatizadoras que ya afectan a otros muchos servicios y bienes públicos. Sólo que la privatización de la gestión de la respuesta al delito puede incidir en el núcleo esencial tradicional de la definición del estado moderno: la tendencia a la monopolización del uso de la fuerza y la correlativa expropiación de medios de coerción en manos de sujetos y organizaciones privadas. Además, responsabiliza a las propias víctimas de los delitos sufridos —no haber contratado servicios de seguridad privados adecuados— y es incompatible con las exigencias más elementales de la idea de igualdad —desde el punto de vista de la legitimación jurídico-política del régimen político existente, el estado está obligado a proveer un mismo nivel de seguridad física para todos sus ciudadanos y a tratar equitativamente a todos los ciudadanos infractores de la ley—.
Finalmente, nos encontramos con el relanzamiento de la ‘neutralización’ o ‘inocuización’ como finalidad del sistema penal. En contraste con las anteriores corrientes, los principales apoyos a la idea de ‘neutralización’ como finalidad primordial de la penalidad provienen del campo neoconservador. La muy poco sofisticada base teórica de esta idea la expresó mejor que nadie su más influyente precursor, el politólogo y criminólogo norteamericano J. Q. Wilson: “Las personas malvadas existen. Nada es útil, excepto separarlas de las personas inocentes”. Las personas malvadas de la cita son, por supuesto, los delincuentes. Así que es fácil imaginar el tipo de reacción al delito propuesta en el marco de la idea de ‘neutralización’ penal: ampliación de la pena de muerte, alargamiento de la duración de las penas de prisión y radical restricción del acceso a la suspensión de la ejecución de la pena de prisión o su sustitución condicional por otro tipo de sanciones, a los permisos penitenciarios y a la libertad condicional. Cuando no es factible, dado el contexto ético o constitucional, liquidar al delincuente o mantenerlo toda o la mayor parte de su vida en prisión y no hay más remedio que liberarlo, debe ser sometido a medidas de vigilancia permanente aprovechando los modernos medios tecnológicos, aun a pesar de haberse cumplido la pena. El anteproyecto Gallardón de reforma del Código Penal, hoy por fortuna desechado, respondía en sus inicios a estos planteamientos [6].
Brandariz, hacia el final de su libro, lanza un tenue rayo de esperanza ante la proliferación de todas estas corrientes contrarias a la moderación y ‘humanitarización’ del sistema punitivo: esas corrientes están entrando en crisis en la segunda década del siglo XXI al haber perdido credibilidad. Por desgracia, tal cosa no se puede decir de un país como España (Cataluña incluida), tan acostumbrado a importar modas anglosajonas cuando éstas están ya comenzando a periclitar en sus mismos países de origen.
Notas
[1] Brandariz García, J. A., Política criminal de la exclusión. El sistema penal en tiempo de declive del estado social y de crisis del estado-nación, Comares, Granada, 2007.
[2] Ferrajoli, L., Derecho y razón. Teoría del garantismo penal, Trotta, Madrid, varias ediciones.
[3] Foucault, M., Vigilar y castigar. Nacimiento de la prisión, Siglo XXI, Madrid-México D.F., varias ediciones.
[4] Entre los cuales sobresale: Garland, D., La cultura del control. Crimen y orden en la sociedad contemporánea, Gedisa, Barcelona, varias ediciones.
[5] Los gerencialistas o actuarialistas anglosajones han llegado a elaborar índices de riesgo (o de impacto criminal) según grupos y categorías sociales, en virtud de los cuales, dicen, es posible predecir la probabilidad de que un individuo cometa un delito o reincida, a la vista de su grupo o categoría de pertenencia. Según Brandariz, esos índices tienen una incidencia real más allá del mundo académico: el ‘Level of Service Inventory Revised’ (LSI-R) es utilizado en EE.UU. y Canadá para el cálculo del riesgo futuro de conductas indeseables por parte de un condenado, cálculo que determinará la clasificación penitenciaria del reo.
[6] Paradójicamente, los planteamientos neoconservadores han suscitado una dura crítica entre muchos neoliberales en los EEUU mismos en tanto que han conducido a un encarcelamiento y control penal masivos muy costosos en términos económicos (2.266.800 presos y 4.809.400 personas no presas sometidas a control penal en 2010: ¿una estrategia para contener el desempleo?). Claro que ello ha sido, a su vez, instrumentalizado para justificar políticas de privatización en el ámbito punitivo.
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10 /
2014