La política electoral, si bien no debe desestimarse, no puede ubicarse en el centro de ninguna acción política radical seria, orientada a cambiar las instituciones que sustentan el sistema político, desmantelar las ideologías hegemónicas y fomentar el tipo de conciencia de masas en que habría de basarse un cambio social y político desesperadamente necesario.
Rafael Poch
Guerra fría: entre la nostalgia y el futuro
El Imperio del Caos en busca del Nobel de la estupidez, o cómo la aventura occidental en Ucrania contribuye a una nueva bipolaridad. Este bien podría ser el título para un análisis de las relaciones internacionales tras unos acontecimientos que vienen a resucitar ecos de aquella guerra fría que mantuvo en vilo al mundo surgido tras la Segunda Guerra Mundial. Próximos al 25.º aniversario de la caída del muro de Berlín, se suceden los análisis –y ficciones– sobre aquella época; relatos que pueden servir también para comprender mejor el mundo actual
En 1987 llegué a Moscú procedente de Berlín con una idea muy alemana según la cual las responsabilidades de la guerra fría se repartían por igual entre ambos contendientes, el Este y el Oeste. El contacto con una URSS agotada por el esfuerzo que suponía mantener el pulso bipolar y la constatación de que el comunismo no sólo era reformable sino que se autodesmantelaba, con aquel Gorbachov que ofrecía desarme radical y predicaba una nueva civilización, me hizo cambiar el acento.
En la guerra fría ni las bombas A y H, ni el bombardero o submarino estratégico (es decir, capaz de portarlas y lanzarlas a miles de kilómetros), ni el misil intercontinental, ni la multiplicidad de cabezas nucleares en un misil, ni la doctrina del primer golpe, ni la militarización del espacio, ni tantas otras cosas, fueron iniciativa de la URSS. Moscú siempre llegó a todas esas locuras como respuesta a la tecnología de su adversario. La experiencia china confirmó el diagnóstico: por más que comprenda el desagrado y la antipatía que los regímenes de países como Rusia o China puedan provocar en el público, ya tengo muy pocas dudas acerca de que la política exterior de esos dos países es mucho menos agresiva y mucho más cooperativa y razonable que la del Imperio del Caos (Samir Amin), es decir, la tríada formada por Estados Unidos, las potencias europeas y Japón.
Es verdad que China depende cada vez más de materias primas y recursos lejanos, pero el hecho es que, hoy por hoy, su ejército no es adecuado para aventuras exteriores ni está orientado para ello. China tiene casi el mismo arsenal nuclear que tenía en los años ochenta (equivalente al del Reino Unido y sin gran preocupación por su modernización) y es el único país que mantiene en su doctrina una promesa de no usar nunca esas armas si no es atacada. A quienes miran el mundo desde el maniqueísmo democracia/dictadura, recordarles que el ejército chino está claramente subordinado a la esfera política, cosa mucho más discutible si hablamos del complejo militar-industrial y de lo que el Pentágono representa en el sistema de EE.UU.
El programa del caos
Hace años que Immanuel Wallerstein aventuró que el mundo que sucedería al bipolar sería aún más caótico. Ucrania sugiere que entramos de lleno en la fase multipolar de los imperios combatientes, fase superior de la estupidez humana en el siglo XXI. En Occidente, el Imperio del Caos (ahí están sus obras a la vista; Iraq, Afganistán, Libia y Siria), continúa dispuesto a seguir afirmándose militarmente. En Europa, la Unión Europea se confirma como su fiel compañero y pese a la crisis que merma sus presupuestos militares, busca ampliar su presencia en África y Europa Oriental, mientras Alemania sale del armario reivindicando abiertamente el control militar de recursos globales y una política exterior más activa que aún no ha decidido la intensidad de sus relaciones con Rusia y Estados Unidos, que Washington plantea como incompatibles.
El único programa que este Imperio del Caos ofrece a los imperios emergentes de Oriente, los BRICS, Rusia y China, es la «completa sumisión», explica Samir Amin, pero ni Rusia ni China aceptan ese programa.
En Ucrania Rusia ha dicho basta. Estaba dispuesta a convivir con una Ucrania neutral, pero no con un protectorado occidental enfocado contra ella, algo que rompe a ese país por la mitad y le empuja al conflicto interno. Vía la anunciada privatización del sector energético ucraniano, los grifos de las venas por las que fluye el grueso de la exportación energética rusa quedarán en manos de Estados Unidos (empresas como Chevron están en ello), y la inequívoca perspectiva de ingreso en la OTAN convierte el cerco militar en tierra ancestral rusa en un agravio insoportable.
Líneas rojas
La rebelión de Rusia supone un vuelco en la conducta de ese país durante más de veinte años, siempre cediendo tras la violación de líneas rojas permanentemente marcadas por Moscú y traspasadas sin ceremonias por Euroatlántida. Ese vuelco es visto como un desafío intolerable que hay que castigar ejemplarmente, pero para Moscú no tiene vuelta atrás, sin arriesgarse a un desmoronamiento del régimen de Putin. «Lo importante no es Ucrania en sí, sino el desafío que el vuelco supone», dice Fedor Lukianov.
La revisión de los resultados de la guerra fría es inadmisible en Occidente. Aquel resultado que Gorbachov imaginó como un acuerdo entre caballeros con miras a construir una seguridad continental integrada en Europa (Carta de París, noviembre de 1990), fue convertido por Euroatlántida en una fullera y arrolladora ofensiva sobre el terreno liberado por uno de los dos gángsters en beneficio del otro. Los dirigentes rusos estaban entonces demasiado entretenidos en llenarse los bolsillos con la privatización y saqueo del patrimonio soviético. Una mezcla de ingenuidad, desbarajuste, choriceo y espíritu matón. Occidente considera ahora inadmisible revisar aquel excepcional conglomerado y quiere escarmentar a Rusia. Pero ¿cómo hacerlo sin empujarla en brazos de China?
Lo de Ucrania apenas está empezando y China ya asoma como ganadora. Su presidente Xi Jinping se paseó en invierno por Europa, inspeccionando el panorama del subimperio occidental; Holanda, Francia, Berlín, Bruselas, un rosario de viejas capitales coloniales unidas, en una orquesta cada vez más desafinada, alrededor del propósito de contrarrestar a los viejos y nuevos imperios emergentes.
Los intentos de que China condene a Rusia por Crimea han sido vanos. Pekín se ha abstenido en la poco entusiasta condena de Rusia en la ONU y ha expresado cierta prudente comprensión hacia la actitud de Moscú. «China no tiene intereses privados en la cuestión de Ucrania», dijo Xi en Berlín. La crisis de ese país «deriva de una historia muy compleja y de realidades actuales», matizó. Hay similitudes.
Si la Rusia de Putin no es la de Yeltsin y Gorbachov, tampoco la actual China de Xi Jinping es la de Deng Xiaoping. La doctrina china, explicó Xi en un acto celebrado en marzo en la Körber Stiftung de Berlín, sigue siendo el rechazo a convertirse en potencia hegemónica. China no quiere tratar a los demás de la forma en que ella misma fue tratada por las potencias occidentales y Japón hasta Mao. Pero Pekín -y esa es la novedad- también está marcando líneas rojas en el Mar de la China y advierte contra el cerco del que ella misma es objeto, mientras el Imperio del Caos pregona el traslado del grueso de sus armadas hacia Oriente. «No queremos ser hegemónicos, pero tampoco nos dejaremos colonizar ni arrollar por otras potencias como ocurrió en el pasado», respondió Xi a una pregunta sobre su incrementado presupuesto militar.
Como a Rusia, Estados Unidos acecha a China en sus propias barbas. El regreso al conflicto y la tensión en Europa no le viene mal a Pekín. Resta energía al escenario asiático. Aunque Europa no puede pasarse sin el gas ruso, la mera insinuación de represalias contra Moscú en el frente energético, empuja a Rusia hacia China.
Mirar a Oriente
Las relaciones de Moscú y Pekín son de enorme desconfianza, pero las comunes presiones y agravios euroatlánticos sobre ambos países ya han desembocado en un importante acuerdo sobre el precio y las infraestructuras del gas que China necesita. Hace tiempo que Moscú, crecientemente desengañado de Europa y embarcado en un planteamiento ideológiconeocon-eslavo-ortodoxo (en la Duma rusa hay tantos ultraderechistas como en la Rada de Ucrania), mira más hacia Oriente, pero eso no impide que el Kremlin tenga un enorme interés en alcanzar un entendimiento con Alemania. En Asia, la mirada de Moscú va más allá de China e incluye a adversarios de Pekín en la región, en primer lugar Japón y Corea del Sur, socios y aliados militares de Washington. Moscú tienta con ofertas y proyectos energéticos a Tokio y Seúl, pero Washington presiona para que eso no prospere. El problema es que al disuadir a Japón y Corea del Sur de cualquier negocio energético con Moscú mientras azuza el patio ucraniano, EE.UU. aún estrecha más la alianza entre Rusia y China: convierte lo que podía ser una difusa deriva rusa hacia Oriente, estratégicamente diversificada, en una unilateral y concreta deriva hacia China, es decir algo que consolida un bloque.
El cálculo de Pekín es el 2020: el pulso con Estados Unidos ya será para entonces militar. Seguramente en Pekín se considera que el Imperio del Caos no les dejará en paz sin mediar una crisis militar. El recurso militar de China -el potencial en el que está invirtiendo su defensa- es cegar a la armada del Imperio del Caos atacando todo el sistema espacial de satélites sin los cuales el principal ejército del mundo ya no puede vencer en una de esas guerras de ordenador con centenares de miles de víctimas en el adversario y cero víctimas en el propio campo a las que está acostumbrado. Para cuando eso llegue, el suministro energético, que hoy le llega a China por vulnerables vías marítimas controladas por el adversario, estará garantizado continentalmente vía Rusia. Pero tampoco Pekín quiere un bloque con Moscú. El sueño de los dirigentes chinos es un acuerdo de convivencia con Estados Unidos en Asia Oriental que conjure al mismo tiempo las tentaciones de Japón y Corea del Sur por hacerse con el arma nuclear.
A la Unión Europea y a Alemania todo esto le viene grande. Bruselas anuncia una estrategia para «disminuir su dependencia energética de Rusia». Con ello contribuirá a lo mismo: a crear una especie de nuevo mundo bipolar, Euroatlántida contra Eurasia. Ese no es el escenario de Rusia, ni de China, ni de los BRICS en general, pero, por lo visto, es el único programa que maneja el Imperio del Caos.
Sería mucho mejor que se abriera paso un orden internacional basado en el consenso multipolar -arbitrado por una ONU reformada y más representativa de la correlación de fuerzas global- enfocado a la resolución de los retos del siglo (calentamiento global, recursos, superpoblación, desigualdad…), pero por desgracia la humanidad persevera en su prehistoria y la estupidez de la formación de nuevos bloques enfrentados es lo que se está abriendo paso. Teniendo en cuenta los retos del siglo, un verdadero premio Nobel a la estupidez.
[Fuente: La Vanguardia, 16 de Julio 2014]
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