La política electoral, si bien no debe desestimarse, no puede ubicarse en el centro de ninguna acción política radical seria, orientada a cambiar las instituciones que sustentan el sistema político, desmantelar las ideologías hegemónicas y fomentar el tipo de conciencia de masas en que habría de basarse un cambio social y político desesperadamente necesario.
Àngel Ferrero
Dos, tres... muchos Tonkín
El 10 de agosto se cumplen 50 años de la entrada en vigor de la llamada “resolución del golfo de Tonkín”. Nadie se acuerda ya de aquel incidente, aunque todo el mundo conoce la guerra que desencadenó.
El 2 de agosto de 1964, el destructor de la Armada estadounidense USS Maddox informó de un enfrentamiento con tres embarcaciones norvietnamitas en el Golfo de Tonkín, frente a las costas de Vietnam, donde se encontraba realizando tareas de vigilancia. La guerrilla norvietnamita, con el apoyo de la URSS y China, trataba de liberar a Vietnam del imperialismo estadounidense, después de haber expulsado con éxito del país a los franceses. EE.UU., que apoyaba a Vietnam del Sur, temía que la victoria del Viet Cong produjese un efecto dominó en la región. Dos días después de aquel incidente, el Maddox comunicó que había sido atacado por torpedos norvietnamitas. Hanoi desmintió la información. En cuestión de horas, el Presidente de EE.UU., Lyndon B. Johnson, ordenó ataques aéreos contra bases norvietnamitas en represalia y compareció luego en televisión para recabar el apoyo del pueblo estadounidense. El 6 de agosto, el Secretario de Defensa Robert McNamara testificó públicamente para aportar pruebas del suceso. Al día siguiente, el Congreso estadounidense aprobaba una resolución que permitía al presidente Johnson emplear la fuerza militar sin necesidad de una declaración formal de guerra. Sólos dos congresistas, los demócratas Ernest Gruening (Alaska) y Wayne Morse (Oregón), votaron en contra de aquella resolución.“Creo que esta resolución es un error histórico”, declaró Morse. No se equivocaba: 58.220 soldados estadounidenses muertos, más de un millón —la cifra exacta se desconoce— de vietnamitas, laosianos y camboyanos fallecidos y un número aún mayor de heridos y mutilados de guerra, a los que aún hay que sumar las consecuencias del Agente Naranja en la salud de muchísimos vietnamitas y soldados estadounidenses y los daños medioambientales causados por el uso de defoliantes por parte del ejército estadounidense. En 2005 se desclasificó un informe de la Agencia Nacional de Seguridad (NSA) que revelaba que el ataque al Maddox del 4 de agosto nunca se produjo. La confirmación de lo que muchos sospechaban –a saber, que nunca hubo un casus belli que justificase legalmente aquella guerra– tardó cuarenta años en llegar.
El patrón le sonará al lector. Recordemos algunos casos. En 1990 una enfermera de Kuwait comparecía ante un comité del Congreso estadounidenses para denunciar, entre lágrimas, cómo el ejército iraquí había entrado en su hospital y sacado a los bebés de las incubadoras para arrojarlos al suelo y dejarlos morir allí. Seis congresistas declararon que su testimonio era suficiente para apoyar una intervención militar contra Irak, que el Senado aprobó finalmente con 52 votos a favor y 47 en contra. Un año después de terminada la Guerra del Golfo se reveló que el testimonio era falso: la enfermera era en realidad la hija de Saud al-Sabah, el embajador de Kuwait en Washington, que pertenecía a la familia real kuwaití y que ni siquiera vivía en el país durante la invasión iraquí.
En 1991 Lituania mantenía un pulso con la Unión Soviética para lograr su independencia. En marzo, el corresponsal de La Vanguardia en Berlín, Rafael Poch-de-Feliu, nos recordaba la historia de Audrius Butkevicius, hombre clave en aquel proceso. Butkevicus fue nombrado en 1990 por el gobierno lituano “Director del Departamento de Defensa del país”, una especie de ministro de Defensa. El 13 de enero de 1991, en medio de un clima enrarecido, las tropas rusas llegaron a la torre de televisión para desalojarla. Grupos de lituanos acudieron al lugar en respuesta. Entonces, como recuerda Poch, se produjeron disparos de francotiradores. La prensa acusó al KGB. Según el jefe del operativo ruso, Mijaíl Golovatov, en declaraciones a Die Presse el 3 de septiembre de 2011, sus tropas ni siquiera se encontraban estacionadas allí aquel día y, en cualquier caso, “las tropas especiales del KGB no llevaban munición real en sus armas, sólo en los bolsillos, como reserva”. Como señala Poch, “hubo que esperar más de diez años para que el propio Butkevicius explicara que fueron sus hombres, armados con fusiles de caza, quienes dispararon a la muchedumbre desde las azoteas.” En una entrevista con la revista Obzor publicada en el 2000, Butkevicius afirmaba: “No puedo justificar mi acción ante los familiares de las víctimas, pero sí ante la historia, porque aquellos muertos infligieron un doble golpe violento contra dos bastiones esenciales del poder soviético: el ejército y el KGB. Así fue como los desacreditamos. Lo digo claramente: fui yo el que planeó todo lo que ocurrió. […] Sí, yo programé la manera de poner en dificultades al ejército ruso, en una situación tan incómoda que obligara a cada oficial ruso a avergonzarse.”
El 24 de marzo de 1999 comenzaban los bombardeos sobre de Yugoslavia de la OTAN que marcaron el inicio de la Guerra de Kosovo. La ofensiva de la Alianza atlántica se justificó como una respuesta al rechazo de Yugoslavia a los Acuerdos de Rambouillet, un mes después de un confuso intercambio de disparos entre la policía yugoslava y milicianos del Ejército de Liberación de Kosovo (UÇK) en el que fallecieron 46 personas y que llegó a conocerse como “la masacre de Račak”. Los rebeldes kosovares sostenían que las víctimas eran civiles, aunque un estudio forense conducido por investigadores bielorrusos concluyó que 37 de los 46 fallecidos tenía restos de pólvora en las manos (es decir, que habían disparado armas de fuego) y que todos los cadáveres habían recibido los disparos a distancia, esto es, en combate, por lo que no podía tratarse más que de milicianos del UÇK. Otros investigadores encontraron además indicios de que la UÇK, aprovechando la presencia de la OSCE en la zona, había recogido los cadáveres del bosque por la noche, los había vestido con ropa civil y arrojado a la fosa común para fabricar las pruebas de una masacre que arrastrase a la OTAN a un conflicto que por si sola no podían ganar. No fue la única mentira de aquel conflicto. El ministro de Defensa alemán, Rudolf Scharping, habló en televisión de la existencia de un “campo de concentración” en Priština. En realidad éste nunca existió, como tampoco el “Plan herradura” para la expulsión sistemática de los albano-kosovares. Terminada la guerra, Norma Walker, una diplomática estadounidense que participó en la Misión de la OSCE para Kosovo, declaró significativamente en un documental de la ARD titulado “It began with a lie” que “hasta el comienzo de los bombardeos de la OTAN no hubo ninguna crisis humanitaria”. Los bombardeos de la OTAN —por su falta de base legal considerados una agresión por sus críticos— acabaron con la vida de cientos de serbios y montenegrinos, y el uranio empobrecido utilizado en algunos de los proyectiles sigue contaminando amplias zonas de Serbia, aumentando la incidencia de cáncer entre su población.
De nuevo Irak: el 5 de febrero de 2003, Colin Powell presentaba en el Consejo de Seguridad de la ONU las pruebas de la existencia de un programa de armas de destrucción masiva del régimen de Saddam Hussein, a quien Washington también acusó de dar cobijo a terroristas de Al Qaeda. Nada de ello resultó ser cierto, pero sirvió para justificar la invasión de Irak, un conflicto que ha dejado un reguero de muertos que se cuenta por millares, desestabilizado por completo la región y cuyo fin está más lejos que nunca. El ataque con armas químicas en la ciudad siria de Ghouta el 21 de agosto del año pasado –cuya autoría sigue desconociéndose– fue utilizado por los gobiernos de EE.UU. y el Reino Unido como argumento para una intervención militar que no terminó produciéndose por el voto en contra del parlamento británico. Y así llegamos hasta Ucrania, con el caso de los francotiradores del Maidán —en una conversación telefónica filtrada a la Red entre la Alta Representante de la Unión para Asuntos Exteriores y Política de Seguridad, Catherine Ashton, y el ministro de Exteriores de Estonia, Umar Paets, este último mencionaba que tanto los manifestantes como los policías fallecidos en aquella jornada fueron abatidos por los mismos francotiradores— y el derribo del avión MH17 de Malaysian Airlines el 17 de julio en Shajtarsk, dos sucesos de los que seguimos sin conocer con exactitud los detalles —la investigación de los francotiradores estaba en manos de una fiscalía controlada por Svoboda, un partido neofascista y rabiosamente rusófobo—, pero de los que se acusa respectivamente al gobierno de Víktor Yanukóvich y los milicianos de la República Popular de Donetsk.
La lista es larga. Salvo en casos muy contados —como las guerras revolucionarias o las guerras de liberación— los Estados recurren a la fuerza armada por motivos poco altruistas, como el control o la apropiación directa de recursos naturales y rutas de transporte, o con fines de expansión territorial. Como obviamente la población de ningún país aceptará jamás ir a la guerra con semejantes premisas, los gobiernos han de elaborar discursos que justifiquen sus aventuras militares y, como la historia demuestra, en muchas ocasiones no dudan en recurrir a fabricaciones. No sólo las hubo después, sino, por supuesto, antes de Tonkín: desde la misteriosa explosión que hundió al USS Maine en el puerto de La Habana y que sirvió de pretexto a EE.UU. para declarar la guerra a España en 1898 hasta el ataque a la estación de radio de Gleiwitz en 1939, asaltada por un grupo de soldados alemanes vestidos con uniforme polaco que emitieron un mensaje anti-alemán en polaco e intentar justificar, así, la posterior invasión nazi.
Que la verdad es la primera víctima de la guerra es una afirmación banal, por conocida. Lo que debería centrar nuestra atención en este aniversario es por qué los periodistas siguen sin mostrar la debida cautela antes de atribuir un suceso, sin disponer de todas las pruebas, y, de las que tienen, sin contrastarlas debidamente. Obviamente, en muchos casos no hay más que los intereses materiales de los accionistas a los que pertenece un determinado medio, que buscan orientar a la opinión pública en uno u otro sentido y crear un clima de opinión que les sea favorable. Pero hay otros motivos, como la lógica de la competencia en un entorno digital que empuja a los medios a la inmediatez, los recortes presupuestarios y la precariedad de los trabajadores —¿cuántos free–lance pueden permitirse redactar con el tiempo suficiente, y no digamos ya comprobar todas las fuentes?— e incluso las ansias de protagonismo personal de algunos periodistas, más interesados en dar la noticia primero que en comprobar su veracidad. ¿Cuántos Tonkín harán falta para cambiarlo?
[Fuente: Sin Permiso]
10 /
8 /
2014