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José A. Estévez Araújo

Desnacionalizar para exterminar

Desde el año 2006, La Ley de Inmigración, Asilo y Nacionalidad británica, permite al Secretario del Interior privar de la nacionalidad inglesa a las personas que representan un peligro para ese país. De acuerdo con esa normativa, la medida sólo puede aplicarse a aquellas personas que tengan doble nacionalidad. Es decir, que sean ciudadanos de otro estado además del británico.

En enero de este año (2014) se empezó a tramitar una reforma de la ley de inmigración y el gobierno introdujo en el último momento de su paso por la Cámara de los Comunes una cláusula que permitiría privar de la nacionalidad a personas que sólo tuviesen la ciudadanía británica. Tras una intensa batalla parlamentaria, la Cámara de los Lores aprobó el 12 de mayo la reforma, por lo que, en el momento en que entre en vigor la nueva norma el estado británico podrá convertir a sus nacionales en apátridas. Esta disposición, en principio, sólo se aplicará a quienes hayan adquirido la nacionalidad por naturalización. En esto se diferencia de la norma relativa a las personas con doble nacionalidad, que puede aplicarse a los británicos por nacimiento.

Con la aprobación de esta reforma, Gran Bretaña vulneraría, aparentemente, la Convención de 1961 de las Naciones Unidas para la Prevención de la Apatridia de la que es signataria. El artículo 8 de dicha Convención señala en su punto primero: “Los Estados contratantes no privarán de su nacionalidad a una persona si esa privación ha de convertirla en apátrida.” No obstante, ese mismo artículo prevé la posibilidad de que los estados parte puedan acogerse a una excepción en los casos de personas que realicen actividades que sean “seriamente perjudiciales para los intereses vitales del Estado”. Esto constituye una manifestación de que los tratados internacionales que reconocen derechos humanos también establecen la posibilidad de declarar estados de excepción que permitan suspenderlos o ignorarlos. Para evitar violar formalmente la Convención, la cláusula de la nueva norma británica reproduce literalmente los términos de la excepción contemplada en la norma internacional.

Durante estos últimos años, las órdenes de desnacionalización se han ido incrementando en número, especialmente desde la llegada de los conservadores al poder. En el año 2013, veinte personas fueron privadas de su nacionalidad. La mayoría eran sirios que habían ido a combatir a su país en la guerra que enfrenta al gobierno con los grupos insurgentes.

La manera como se ha venido aplicando la normativa de desnacionalización (y como se seguirá aplicando tras la reforma) viola todos los principios de la Rule of Law. Se trata de un mecanismo propio de un estado de excepción, en el que se prescinde de consideraciones jurídicas, rigiéndose las autoridades exclusivamente por criterios de eficacia, sin garantía alguna para los afectados por los procedimientos. La falta de ataduras jurídicas de las autoridades es resultado de la combinación de los poderes excepcionales que les conceden, por un lado, las leyes sobre inmigración y, por otro, las leyes antiterroristas.

Veamos algunas características de este estado de excepción, que está focalizado fundamentalmente en las minorías de origen o raíces extranjeras.

En primer lugar, como ocurre en toda normativa de carácter excepcional, los supuestos que dan lugar a la sanción (en este caso la desnacionalización) están redactados en forma vaga. De ese modo se incrementa la discrecionalidad de las autoridades para determinar si una persona ha incurrido o no en el supuesto de hecho. También se genera una situación de inseguridad jurídica, pues las personas a quienes va dirigida la amenaza de sanción no pueden determinar con precisión cuándo están incurriendo en uno de los supuestos prohibidos. En el caso que nos ocupa, la utilización de expresiones como actuar de forma que sea “seriamente perjudicial” para los “intereses vitales” de Gran Bretaña son buena muestra de esta vacuidad y de la inseguridad y discrecionalidad consiguientes.

Otro aspecto que vulnera de forma manifiesta los principios del estado de derecho es que la regulación que se acaba de aprobar puede aplicarse en forma retroactiva. Es decir, que una persona que sólo tenga la nacionalidad británica podrá ser privada de la misma y convertida en apátrida por actos realizados con anterioridad a la entrada en vigor de la nueva disposición. Aunque no se trate de una ley penal, la gravedad de la sanción exigiría que se aplicarse con todo rigor el principio de la irretroactividad de las leyes perjudiciales para el acusado. Sin embargo, esta regla fundamental del estado de derecho no va a ser respetada.

Un punto en el que quedan claros los efectos demoledores de la combinación de los poderes extraordinarios en materia de inmigración y en materia de terrorismo es en lo que respecta a la apelación contra las decisiones gubernamentales de privación de la nacionalidad. En Gran Bretaña existe una comisión, la Special Immigration Appeals Commission (SIAC) encargada de resolver los recursos contra las decisiones de los órganos del ejecutivo en materia de extranjería. Su creación obedeció al propósito de sustraer dichas decisiones al control judicial. En la actualidad, este órgano puede declarar secretas las pruebas que existan contra el acusado si el Secretario del Interior considera que hay cuestiones que afectan a la seguridad nacional implicadas en el caso. De ese modo se elimina en la práctica el derecho a la defensa de la persona afectada, pues ésta desconocerá las evidencias en que se basa la acusación y no podrá, por tanto, rebatirlas. Se trata de una forma de indefensión similar a la que ya existió en la época de la caza de brujas en Estados Unidos.

Para disminuir aún más las posibilidades de defensa de los desnacionalizados, el Secretario del Interior dicta las órdenes que privan de la nacionalidad cuando las personas a quienes afectan se encuentran en el extranjero. Estas decisiones suelen ir acompañadas de sendas órdenes de expulsión de Gran Bretaña. Con ello, las personas afectadas no pueden regresar a ese país, ni pueden tampoco utilizar los servicios diplomáticos británicos para presentar alegaciones contra la desnacionalización. Si quieren apelar tendrán que hacerlo desde la distancia, en el extranjero (ahora, incluso, en condición de apátridas), confiando en terceras personas para velar procesos que pueden durar años. Aunque el Ministerio del Interior alega que se trata de casualidades, el examen de los casos pone de manifiesto que se aprovecha de manera sistemática la circunstancia de que la persona afectada se encuentre en el extranjero para privarle de su nacionalidad.

En ocasiones, la desnacionalización de una persona supone mandar al exilio a toda su familia. Así, por ejemplo, se dio en el caso de un hombre británico-sudanés que se encontraba con su familia en su país de origen. Se le privó de la nacionalidad británica durante esta estancia en el extranjero. Al dejar de ser nacional de Gran Bretaña, su mujer perdió el derecho a residir en ese país, pues ella no había obtenido la nacionalidad y su residencia dependía de que su marido tuviera la condición de ciudadano británico. Por su parte, los hijos, aunque eran británicos de nacimiento, quedaron de facto expulsados de su país al no poder regresar sus padres al mismo. Aun suponiendo que el padre fuese culpable de algo, en este caso las consecuencias de un procedimiento completamente arbitrario afectaron también, de manera dramática, a su inocente familia.

Hay casos contrastados en los que las personas desnacionalizadas han sido, después, exterminadas por drones norteamericanos. Así ocurrió (en 2011 y 2012) con dos hermanos de origen somalí que fueron «neutralizados» por aviones no tripulados estadounidenses una vez que fueron privados de la nacionalidad británica mientras se encontraban en su país natal. En estos casos está claro que Gran Bretaña da «luz verde» a los militares estadounidenses para qué exterminen a esas personas, lavándose las manos respecto de las posibles consecuencias: al tratarse de personas que no tienen la nacionalidad británica el estado de Gran Bretaña queda eximido de toda posible reclamación y de toda obligación de exigir responsabilidades a los exterminadores. En esas condiciones, la desnacionalización convierte al sujeto afectado en una especie de Homo Sacer en el sentido que Giorgio Agamben da a esa expresión: se trata de seres humanos cuyo destino no es ser ejecutados ni asesinados, sino «neutralizados». Quienes les maten no serán juzgados por asesinato ni su muerte será una ejecución derivada de un fallo judicial.

Hay evidencias que apuntan a que el gobierno británico facilita a los estadounidenses información relativa a las personas que son desnacionalizadas. En casos así, los británicos no se limitan a mirar hacia otro lado, sino que se convierten en cómplices de lo que les ocurre a quienes han privado de la nacionalidad.

Esta connivencia quedó claramente puesta de manifiesto en el caso de un joven somalí llamado Hashi. El MI5 le ordenó que realizase labores de espionaje entre los miembros de su comunidad. Como quiera que el muchacho se negara a espiar a sus compatriotas, los agentes del MI5 le advirtieron que si viajaba al extranjero no se responsabilizaban de lo que le ocurriese. Y, efectivamente, durante un viaje que hizo a su país de origen el joven somalí fue privado de su nacionalidad y, después, desapareció. Al cabo de un mes se encontró ante un tribunal de Nueva York acusado de haberse estado entrenando para realizar actividades terroristas: había sido secuestrado por el FBI no se sabe muy bien en base a qué clase de jurisdicción.

Este caso es significativo no sólo porque pone de manifiesto la connivencia entre las agencias británicas y norteamericanas. También es revelador porque muestra que una persona puede ser privada de la nacionalidad británica por negarse a espiar a sus vecinos. Es una clara manifestación de la absoluta arbitrariedad con que se toman las decisiones en este ámbito de poder excepcional donde se violan todos los principios del estado de derecho.

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La ley que permite convertir a ciudadanos británicos en apátridas no constituye un hecho puntual, sino que es la culminación de un proceso que se inició con el cambio de siglo. Este proceso ha consistido en la estigmatización de las minorías culturales en Gran Bretaña (especialmente las musulmanas). La estigmatización ha generado una nueva forma de racismo «políticamente correcto» y el discurso que la ha articulado ha sido el de la crisis del multiculturalismo.

En efecto, la culpabilización de los musulmanes se ha justificado por el «mal uso» que supuestamente éstos han hecho de los derechos que les concedían las políticas multiculturales. Este tipo de políticas reconocen una «ciudadanía multicultural» en el sentido de que conceden determinados derechos o ponen en marcha ciertas actuaciones dirigidas específicamente a las minorías culturales. Estas pueden ser pueblos originarios, naciones minoritarias, o pueden tener su origen en los flujos migratorios. Las políticas multiculturales tienen como objetivo evitar el desarraigo de las personas pertenecientes a esas minorías intentando que no sean asimilados totalmente por la cultura dominante y mantengan el contacto con sus raíces. Las actuaciones pueden consistir, por ejemplo, en la inclusión de la lengua materna en el currículo escolar, o en el reconocimiento del derecho a la objeción de conciencia frente a obligaciones que podrían vulnerar sus principios culturales o religiosos.

Pues bien, en Gran Bretaña se ha generado en estos últimos años un discurso que sustenta la tesis de que el multiculturalismo ha fracasado. Según ese discurso, las políticas multiculturales habrían propiciado que las minorías (especialmente los musulmanes), se constituyeran en comunidades aisladas del resto de la sociedad y vivieran una vida paralela a la de ésta. Es necesario subrayar que esta crítica al multiculturalismo no se ha limitado a los ambientes académicos, sino que ha tenido una resonancia muy importante en los medios de comunicación y en los mensajes de los políticos. Ese discurso se ha ido reforzando al hilo de distintos acontecimientos que han jalonado el siglo XXI: cuando se producía un atentado terrorista atribuido a grupos islamistas o cuando se producían revueltas en los barrios periféricos de las ciudades, el discurso contra el multiculturalismo se recrudecía. El punto más álgido se alcanzó con los atentados que tuvieron lugar en el metro de Londres en junio de 2005, que fueron llevados a cabo por jóvenes de religión musulmana nacidos y criados en Inglaterra.

No obstante, está perfectamente demostrado que quienes realizaron ese atentado no vivían en ningún tipo de «comunidad separada» ni llevaban una «existencia paralela» a la del resto de su sociedad. Eran personas que vivían en su barrio, iban a comprar a los comercios y se relacionaban con sus vecinos. Los efectos de las políticas multiculturales no parecen haber tenido influencia alguna en su decisión de cometer los atentados. Pero eso es algo que los teóricos del fin del multiculturalismo parecen haber pasado por alto.

Sobre los cimientos del mal uso por parte de los musulmanes de las facilidades del multiculturalismo se construyó una nueva forma de racismo «políticamente correcto». Se criticaba a los musulmanes por no reconocer la igualdad de las mujeres, por no respetar la libertad de expresión (a raíz del caso Rushdie o de las caricaturas de Mahoma), por mezclar la religión con la política… Todas éstas eran críticas que se basaban en valores liberales y que, por tanto, uno podría expresar sin temor de ser acusado de racista. Sin embargo, la forma como se construyó este discurso sí permite calificarlo como una forma de racismo, pues presenta a los musulmanes como un todo monolítico, sin diferencias de origen ni mentalidad y concibe a los seguidores del islam como inherentemente hostiles a los valores liberales.

Frente a esta disgregación cultural, se propone un reforzamiento de la «comunidad de valores» británica supuestamente existente. Eso se traduce entre otras cosas en pruebas de «britanicidad» no sólo para los nuevos inmigrantes, sino también para los viejos residentes. Este nuevo tipo de discurso racista no ha quedado limitado a Gran Bretaña, sino que ha sido incorporado por varios partidos de extrema derecha de la Unión Europea. Así lo pone de manifiesto el artículo de Ignacio Ramonet, titulado «¿Por qué sube la extrema derecha en Europa?» y publicado en Le Monde Diplomatique en español, concretamente en el número de mayo de 2014.

El recrudecimiento del discurso sobre la crisis del multiculturalismo y la consecuente estigmatización de los musulmanes han ido acompañadas, en Inglaterra, de un endurecimiento progresivo de las leyes que ha culminado (de momento) en la nueva norma que permite convertir a los ciudadanos en apátridas.

Los solicitantes de asilo han sido uno de los colectivos más afectados por el endurecimiento de la legislación británica en el siglo XXI. El derecho de asilo ha desaparecido en la práctica en Gran Bretaña, como en la mayoría de los países de la Unión Europea. Las solicitudes son sistemáticamente denegadas y los peticionarios son expulsados o se ven obligados a vivir como inmigrantes clandestinos. Inglaterra ha eliminado incluso la lista negra que antes manejaba y que incluía a los países que no ofrecían suficientes garantías para que los solicitantes de asilo fuesen deportados a los mismos.

Las minorías, especialmente los musulmanes, han visto cómo se intensificaba la vigilancia sobre sus miembros. Se ha incrementado la vigilancia policial en los barrios y la arbitrariedad de los agentes del orden pone furiosos a muchos jóvenes que antes se sentían plenamente integrados. La introducción de un documento de identidad electrónico permite realizar controles en transportes, espacios públicos, o centros de prestación de servicios sociales, creándose así numerosas fronteras interiores.

Por otra parte, los nuevos poderes de detención policial introducidos por la legislación antiterrorista han sido padecidos especialmente por la minoría musulmana cuyos miembros podían ser detenidos simplemente por su aspecto. De las 895 personas detenidas entre el 11 de septiembre de 2001 y el 30 de septiembre de 2005 por terrorismo, sólo una veintena de ellos fueron formalmente acusados, la mayoría por portar insignias de organizaciones prohibidas de Irlanda del Norte. Pero, aunque no sean llevadas a juicio, las personas detenidas ya han sufrido un castigo, se han convertido en sospechosas y han experimentado las consecuencias humillantes de ser objeto de un poder arbitrario. Todo eso genera rabia y genera temor.

También se aprobaron en este periodo medidas de control para las personas respecto de las cuales el Ministerio del Interior tuviera “bases racionales para sospechar” de su implicación en “actividades relacionadas con el terrorismo”. Estas medidas constituían formas de arresto domiciliario, con control de las visitas que podía recibir el sospechoso en su casa, monitorización de sus desplazamientos mediante mecanismos electrónicos, etc. Aquí el ejercicio arbitrario del poder se endurece varios grados respecto de las detenciones indiscriminadas. Y se endurecería aún más con la aprobación de la norma que permite privar de la ciudadanía a los británicos con doble nacionalidad (2006) y, ahora (2014) a los que sólo tienen una.

Algunas de estas medidas, limitadas inicialmente a determinadas minorías, se extendieron posteriormente al conjunto de la población. Es el caso por ejemplo de la obligación de portar un documento de identidad. Las medidas excepcionales contra los extranjeros o contra las minorías pueden ser utilizadas, por tanto, como test de cara a la aplicación de las mismas con carácter general. En cualquier caso hemos de tener en cuenta que todos los regímenes de excepción son, por sus propias características, expansivos. Quienes creen que esas medidas arbitrarias están justificadas porque determinados grupos son «peligrosos», deberían tener en cuenta que mañana ellos mismos pueden ser incluidos entre esos grupos. Como decía Hannah Arendt, “el desierto se extiende con rapidez” y si no hacemos algo para evitarlo, pronto nos veremos engullidos por él.

28 /

6 /

2014

La política electoral, si bien no debe desestimarse, no puede ubicarse en el centro de ninguna acción política radical seria, orientada a cambiar las instituciones que sustentan el sistema político, desmantelar las ideologías hegemónicas y fomentar el tipo de conciencia de masas en que habría de basarse un cambio social y político desesperadamente necesario.

Noam Chomsky
The Precipice (2021)

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