La política electoral, si bien no debe desestimarse, no puede ubicarse en el centro de ninguna acción política radical seria, orientada a cambiar las instituciones que sustentan el sistema político, desmantelar las ideologías hegemónicas y fomentar el tipo de conciencia de masas en que habría de basarse un cambio social y político desesperadamente necesario.
Antonio Antón
Nuevo marco interpretativo de la protesta social
Los actuales procesos de indignación ciudadana y de movilización social progresista presentan algunos rasgos particulares, diferentes a los anteriores movimientos sociales. Dos aspectos tienen importancia para contrastar la experiencia pasada y las teorías convencionales: 1) su doble componente democratizador y socioeconómico, con una dimensión más global o sistémica; 2) los mecanismos y procesos que intervienen en su configuración, condicionan su influencia y su futuro, y que exigen una nueva interpretación.
Este movimiento ciudadano es una respuesta al deterioro de la situación socioeconómica para la mayoría de la sociedad provocada por el sistema económico y financiero, y agravada por una gestión política regresiva y con déficit democrático. Ambas dinámicas han sido consideradas injustas por la mayoría de la sociedad, que se ha reafirmado en una cultura cívica democrática y de justicia social. Ante, por un lado, el bloqueo o la colaboración gubernamental (y otras instituciones europeas e internacionales) con esas políticas, y, por otro lado, la existencia de distintos agentes sociopolíticos progresistas, la indignación ciudadana se ha convertido y dado cobertura y legitimidad a una acción colectiva de sectores populares relevantes.
Por tanto, son unilaterales las interpretaciones que ponen el acento solo en su carácter democratizador (o frente al sistema político o a aspectos más concretos como la ley electoral), desconsiderando sus contenidos, motivos o demandas socioeconómicos (frente al sistema económico o a aspectos particulares como los recortes sociales, el paro, los desahucios o las reformas laborales). En sentido inverso, son también unilaterales las versiones interpretativas que señalan a este movimiento popular como exclusiva reacción frente a las graves consecuencias de la crisis económica, el papel especulativo de los mercados financieros o la desigualdad social producida por la política de austeridad; excluyen las estrategias y la gestión regresivas de las élites dominantes e instituciones políticas, con rasgos autoritarios y un fuerte deterioro de su legitimidad democrática. Los dos ‘sistemas’, económico y político, están interrelacionados y los pilares de ambos, su carácter antisocial y oligárquico, se han cuestionado por la ciudadanía indignada. Todo ello, junto con una amplia protesta social y la emergencia de nuevos sujetos sociopolíticos, requiere una revisión crítica de las principales teorías sociales y un nuevo esfuerzo analítico.
A partir del análisis de las particularidades de este nuevo fenómeno, explicado en otra parte (ver Ciudadanía activa, Opciones sociopolíticas frente a la crisis sistémica, ed. Sequitur), se exponen los criterios básicos para una explicación dinámica de la pugna sociopolítica y cultural de los sujetos en este contexto. Se trata de favorecer una mejor comprensión de este movimiento social progresista y el consiguiente refuerzo de sus posiciones normativas.
En primer lugar, se señala la falta de adecuación de los esquemas interpretativos de los nuevos movimientos sociales para analizar el actual ciclo de la protesta social en España. Para precisar la singularidad de este nuevo y heterogéneo movimiento social, se alude a algunos elementos comparativos. En el plano histórico y teórico se había realizado una clasificación: viejos movimientos sociales (sindical, vecinal…) de carácter ‘socioeconómico’ y ‘redistributivo’; nuevos movimientos sociales (feminista, ecologista, derechos civiles…) basados en la exigencia de ‘reconocimiento’ de nuevos derechos y actores, y poniendo el énfasis, en algunos casos, en su carácter ‘cultural’. No es adecuada la clasificación convencional (típica de la sociología estadounidense) por su supuesto carácter o identificación de ‘clase’: a los primeros se les adjudica su carácter ‘obrero’ o de clase trabajadora, cuando el movimiento sindical, aparte de los técnicos, expertos y altos negociadores de su aparato, entre su afiliación y su base electoral tiene importantes segmentos de las clases medias profesionales –enseñanza, sanidad, sector financiero…; los segundos no son solo de ‘clase media’, y entre sus componentes hay personas de clase trabajadora, particularmente jóvenes ilustrados pero precarios. Si hacemos referencia a sus dirigentes, su estatus y su posición social se asemeja más a la clase media profesional o con cualificación superior que a trabajadores y trabajadoras precarios o con poca cualificación. En resumen, respecto de su composición y el grueso de sus objetivos o intereses que defienden, ambos tipos de movimientos son interclasistas, de clases trabajadoras y clases medias, aparte de exigir demandas más generales o universalistas.
Podemos englobarlos en la experiencia más general de tres tipos de pugna sociopolítica frente al poder: procesos de cambio (político) democrático, contra el autoritarismo y la dominación y por la ampliación de las libertades políticas y la participación popular; de cambio social y económico de distintas dinámicas de desigualdad social, de transformación de la estructura socioeconómica y las relaciones de dominación sobre las capas populares y subordinadas; de cambio sociocultural frente a la discriminación en diversos campos y distintos sectores sociales.
Los tres procesos se pueden combinar desde la perspectiva de una democracia política, social y económica más avanzada y frente a las relaciones de dominación u opresión que imponen las élites y capas privilegiadas o dominantes. Pero, en las contiendas políticas y sociales, normalmente, aparecen por separado tres tipos de movimientos: movilizaciones o revueltas (solo) ‘políticas’ o democráticas, sin cuestionar el sistema económico y la desigualdad social; movimientos económicos (sindicales o redistribuidores), de defensa de derechos sociolaborales, sin cuestionar el régimen político y su déficit democrático o infravalorando otros tipos de injusticias; nuevos movimientos sociales, con dinámicas de cambio cultural pero que también apuntan a diversas desigualdades u opresiones (de mujeres, étnicas…) dentro de las relaciones sociales, incluidas las internacionales (amenazas de guerra o inseguridad y de cooperación o solidaridad) y del medio ambiente.
Pues bien, el actual proceso de movilización no encaja en ninguno de los tres, es una combinación de ellos pero con una nueva dimensión global o sistémica, aunque vinculada también a realidades y reivindicaciones muy concretas y locales. Se basa en la percepción y la confrontación con la situación de sufrimiento popular y la nueva ‘cuestión social’, se enfrenta al autoritarismo político, se fundamenta en una cultura cívica de los derechos (humanos) sociales, civiles y políticos y apunta a una dinámica social más democrática y liberadora. Este deseo de cambio ‘universalista’ se ha ido combinando y nutriendo con exigencias particulares e inmediatas.
En segundo lugar, podemos destacar la interrelación entre diversos procesos: el agravamiento de las condiciones materiales de la mayoría de la población (no solo del ‘contexto’, como realidad exterior a las personas); la conciencia social de los agravios e injusticias (enjuiciadas desde unos valores democráticos y de justicia social, opuestos al discurso de la austeridad); el bloqueo institucional y el carácter problemático o insuficiente de la clase política gobernante como representante, regulador o solucionador de los problemas y demandas de la sociedad, y la necesidad de una acción popular que va creando una identidad colectiva diferenciada de las élites dominantes.
La causa del inicio y el desarrollo del proceso no es ‘externa’ a la propia gente indignada. Es la situación, la ‘experiencia’ y la ausencia de perspectivas (institucionales, económicas) de solución (más bien de su agravamiento), contrastadas con su propia cultura democrática y de derechos sociales, lo que genera la indignación, la oposición y la resistencia social de una amplia capa de la sociedad. La indignación es un proceso acumulativo a la situación anterior a la crisis, pero cobra un fuerte impulso con los dos acontecimientos y etapas de mayor impacto: primero, con el comienzo de la crisis económica y sus graves e injustas consecuencias, con un fuerte y masivo descontento popular; segundo, a partir del año 2010 se produce un paso cualitativo y se añade el desacuerdo popular y la oposición sociopolítica a las políticas de austeridad y sus gestores gubernamentales y europeos. Al malestar socioeconómico y la exigencia de responsabilidad hacia los mercados financieros y el poder económico, se añade la indignación por la gestión regresiva de las principales instituciones políticas, la clase gobernante y sus incumplimientos democráticos. Esa doble indignación de una amplia corriente social, al valorarla desde valores democráticos e igualitarios, refuerza una actitud progresista de oposición ciudadana y exigencia de cambios, favoreciendo y legitimando la acción colectiva de una ciudadanía más activa.
Existen factores externos o de contexto que acentúan la gravedad de la situación socioeconómica y el autoritarismo político… pero no se puede decir que (mecánicamente) son ‘condiciones favorables’ (o desfavorables) para la acción colectiva. El nivel y el sentido de su impacto entre la población dependen de otros mecanismos institucionales, culturales y sociopolíticos. En particular, la transformación de la ‘situación’ (sufrimiento) en ‘experiencia’ (subordinación con malestar añadido por su injusticia) está mediada por la actitud concreta de esa mayoría social (y sus agentes representativos) que vive el retroceso y la política regresiva como ‘indigna’ o injusta. Interviene lo que en algunos círculos académicos se llama proceso de ‘enmarcamiento’, para dar significado a los hechos sociales. De la indignación, crítica pero más o menos pasiva en el plano individual o colectivo, una parte de la ciudadanía pasa a una participación más activa, con una respuesta colectiva (progresista). Se vence por un lado, la resignación, el fatalismo, el miedo o la impotencia, y por otro lado, la simple actitud reactiva y la pugna competitiva individual o intergrupal. Se reafirma la ‘cultura’ cívica, social y democrática de la mayoría de la sociedad y sus principales actores, que se contrapone con la situación de ‘injusticia’; genera, con la mediación de los mecanismos y oportunidades existentes, los motivos y las demandas de la indignación, su arraigo entre la sociedad y las iniciativas de movilización popular.
La movilización cívica, la protesta social, no se genera (automáticamente) por condiciones y medidas económicas o políticas ‘externas’ a la situación directa y real de las personas. La ‘causa’ del movimiento social no es una ‘estructura’ o un ‘contexto’, ni siquiera una agresión o un mayor sufrimiento (ante los que se puede reaccionar con miedo, sumisión, resignación o adaptación). En ese caso, la movilización popular, su origen, dimensión, carácter y continuidad dependería fundamentalmente de esos factores externos, estaría dependiente de ellos y sus agentes: a mayor sufrimiento, mayor resistencia; a mayores agresiones, mayores respuestas; o bien, lo contrario, a mayores ‘oportunidades’ (debilidad del poder) o ‘expectativas’ (elección racional), mayores movilizaciones. Es el conflicto entre los distintos sujetos sociales (o actores económicos y agentes sociopolíticos), el (des)equilibrio en la pugna entre ellos, lo que configura el proceso de la contienda sociopolítica o cultural, incluida la propia formación de cada sujeto social. El avance o el retroceso dependen de la relación de fuerzas entre ambos (o diversos) actores. No es, por tanto, el aspecto unilateral del grado de ‘oportunidad’ o debilidad que ofrece el poder, o bien su carácter agresivo y amenazante, lo que explica el carácter y la dimensión del movimiento social. Tampoco, la gravedad de las agresiones o retrocesos materiales, económicos o sociales.
La explicación de la indignación y la protesta social pasa por la combinación relacional e histórica de las dos (o más) dinámicas en pugna. El impulso decisivo es la actitud de la mayoría de la sociedad y sus principales actores, confrontada a ‘su’ situación y la actuación de las clases dominantes. Se trata de comparar la fuerza ‘interna’ existente en la sociedad y sus sectores más activos o avanzados frente a la fuerza ‘externa’ del establishment, según su poder, cohesión y legitimidad. Esa capacidad popular de protesta y de cambio está condicionada por su posición social, por su ‘experiencia’ respecto a esa problemática y su percepción como injusta, al contrastarla con su cultura cívica, sus valores éticos y democráticos. Y para evaluar su capacidad movilizadora también hay que contar con sus recursos disponibles, sus formas expresivas, su apoyo social y sus expectativas de resultados en distintos planos.
Los resultados de la contienda sociopolítica y la pugna cultural dependen de esa correlación de fuerzas en presencia. Vencer un poder débil, ilegítimo y dividido, o cambiar aspectos parciales y no sistémicos (de la estructura económica y de poder) puede ser suficiente a través de un movimiento popular menos potente, con menores aliados y con limitado apoyo social o presencia institucional. Al mismo tiempo, un movimiento social más consistente puede fracasar al tener enfrente a un poder más fuerte o aspirar a objetivos más ambiciosos (aunque pudieran derivar en otras ventajas reivindicativas, sociopolíticas, organizativas y de legitimidad ciudadana). El éxito o el fracaso de una dinámica de indignación y protesta social se deben medir en una doble dimensión: conquista reivindicativa a corto plazo; avances y retrocesos de las fuerzas en presencia, de sus capacidades y legitimidad, manifestados también de forma concreta e inmediata, y que favorecen o perjudican las transformaciones a medio plazo. Por tanto, los resultados en los dos planos dependen de la interacción de tres elementos: la envergadura de los objetivos planteados; la relación entre, por un lado, la capacidad, cohesión y apoyo social del movimiento y, por otro lado, la fortaleza económica e institucional y la legitimidad del bloque del poder, y los cambios en los equilibrios entre esos dos campos.
También debemos incorporar en el análisis las profundas transformaciones en la relación entre lo individual y lo global, su influencia en los movimientos sociales y la construcción de identidades complejas y el reconocimiento de un yo como agente. Estas nuevas realidades hay que interpretarlas de forma rigurosa, superando los conceptos y el lenguaje referidos a otras épocas y que hoy, por su carácter esquemático, idealista o determinista, confunden más que clarifican. Supone un esfuerzo teórico y crítico para renovar la teoría social e interpretar mejor las nuevas realidades sociales.
Es fundamental la mediación sociopolítica/institucional, el papel de los agentes y la cultura, con la función contradictoria de las normas, creencias y valores. Junto con el análisis de las condiciones materiales y subjetivas de la población, el aspecto principal es la interpretación, histórica y relacional, del comportamiento, la experiencia y los vínculos de colaboración y oposición de los distintos grupos o capas sociales, y su conexión con esas condiciones. Supone una reafirmación del sujeto individual, su capacidad autónoma y reflexiva, así como sus derechos individuales y colectivos; al mismo tiempo y de forma interrelacionada que se avanza en el empoderamiento de la ciudadanía, en la conformación de un sujeto social progresista. Y todo ello contando con la influencia de la situación material, las estructuras sociales, económicas y políticas y los contextos históricos y culturales.
Por tanto, desde las ciencias sociales, contamos como muchas ideas razonables y hay que partir de ellas. Pero el acento hay que ponerlo en su renovación y en la superación de sus principales errores y límites; es decir, en el análisis concreto y la elaboración de una nueva interpretación de los hechos sociales actuales. Ese esfuerzo teórico, interpretativo y crítico, cuyo enfoque se ha apuntado aquí, todavía es más perentorio para interpretar la nueva realidad sociopolítica, en particular, el proceso de indignación y protesta social, y favorecer su conversión en un poderoso movimiento popular por un cambio progresista, así como su expresión electoral.
En definitiva, aquí se apuesta por una interpretación basada en la interacción entre estructuras y sujetos, por un paradigma social, relacional e histórico que parte del conflicto social, de la conformación de procesos de movilización social y cambio sociopolítico. Se trata de la revalorización del papel de la propia gente, de su situación, su experiencia y su cultura, así como de los sectores más activos y su representación social y política, es decir, de los sujetos sociopolíticos.
Antonio Antón es Profesor de Sociología de la Universidad Autónoma de Madrid
18 /
6 /
2014