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Edgardo Logiudice

La seducción de «El Capital en el siglo XXI»

Nueva plataforma ideológica: el discurso de la desigualdad

Creo que en aquello que algunos ven como la crisis del neoliberalismo aparece apenas un cambio de discurso, otro transformismo de la revolución en el status quo.

El discurso sobre la pobreza de Amartya Sen, apoyado en el de John Rawls, de carácter ético normativo, que le valió el Premio Nobel, si no agotado parece al menos algo debilitado. Sin duda Sen con sus categorías contribuyó a precisar las estadísticas sobre la pobreza, es decir a contabilizar a los pobres reduciéndolos a números. Como también a ayudar a perfeccionar las técnicas de los organismos internacionales que proyectan los préstamos para la reducción de la pobreza. La que aún existe en cantidad suficiente como para no dejar sin empleo a buen número de burócratas y comisionistas de los fondos asistenciales.

Quizá dos caras de la hegemonía del capital financiero contribuyen a difuminar la cuestión de la pobreza con mayor efectividad.

Uno puede ser la necesidad de generar los clientes reales o potenciales a través del consumo forzado sobre el que se apoyan las expectativas de ganancias en que se basa el edificio de la pirámide especulativa de las finanzas capitalistas.

El otro, la necesidad de alimentar a aquella parte de la población productiva con el mínimo de bienes, tangibles e intangibles, cuyo trabajo presente o futuro genera la base material en la que se apoya y domina, como garantía, la arquitectura financiera.

Ambas caras contribuyen a generar las formas ideológicas de la propiedad privada y la de la remuneración del trabajo como renta.

Dos ejemplos. Los consumidores se constituyen en propietarios de lo que compran, aunque su propiedad no dure más que aquello que consumen. La propiedad del consumidor es tan efímera como la propiedad del humo.

Si la remuneración del trabajo es, por ejemplo, una de las franquicias que están tan de moda, el trabajador franquiciado, aparece como dueño de un capitalito. Por lo tanto su remuneración aparece como renta de un capital y no salario.

Creo que en esto se apoya la tan mentada existencia de una clase media. O, como dijo Kemal Dervis, ex ministro de Economía de Turquía, clase «casi media».

Lo cierto es que, como también dijo este hombre de Estado «centenares de millones de personas han podido escapar a la pobreza e ingresar en la era del consumo moderno”.

Organismos como la FAO y la OMS, o la CEPAL, atribuyen al crecimiento de PBI de las llamadas economías emergentes el descenso estadístico de la pobreza. Pese a los todavía mil millones en extrema pobreza y cuatrocientos ochenta millones de desnutridos. Es decir: los que no sirven siquiera como clientes potenciales. Éstos son los que siguen alimentando los resultados de las curvas de medición suficientes para satisfacer el espíritu de las almas caritativas y la competencia interrreligiosa en América Latina y el Caribe.

El combustible de las economías emergentes lo conocemos, la extractividad y la desposesión como material tangible de commodities. Negocio financiero. 

Pero a este «descenso» de la pobreza le salió un grano: la desigualdad. De magnitud obscena.

Y, con ella, otro discurso. Más descarnado. Y otra ilusión: un impuesto a las grandes empresas y patrimonios. Y un teórico: Thomas Pikkety, francés del MIT y de L’École, que dice francamente: desigualdad hubo siempre y va a haber más. La desigualdad no es mala, ayuda a querer mejorar, a hacer mérito y el mérito fortalece la democracia.

La desigualdad se debe a que los ricos tienen mayor posibilidad de ahorro que los pobres, por lo tanto pueden invertir los excedentes que, al producir mayor renta asumiendo más riesgos por tener mejor acceso a los fondos de cobertura, ensancha la brecha entre ambos. 

Para que la brecha no sea tan inequitativa que atente contra el mérito, es decir la esperanza de estar mejor, hay que redistribuir. Que no se apague la ilusión para que nadie abandone la carrera. Porque peligra la democracia. Las «desigualdades arbitrarias e insostenibles socavan radicalmente los valores meritocráticos en que se basan las sociedades democráticas». En suma peligra la actual forma de gobernabilidad.

Este es El Capital del siglo XXI que la prensa anglosajona con el New York Times a la cabeza, junto a The Wall Street Journal, The New Yorker, The Guardian, The Economist, The Financial Times, saluda la reciente edición inglesa.

De este best sellers ha dicho Paul Krugman «será el libro más importante del año y quizá de la década». Vale decir, esta es la nueva plataforma ideológica para la casi clase media.

Por supuesto tiene la reprobación de los cavernícolas republicanos, esos de los que Paul Auster dice que no digieren aún un presidente negro, que lo han tachado de marxista. Cosa que a Piketty no le desagrada, su intención fue provocar esa reacción. Aparecer como una corrección a Marx, pero no aparecer como neoliberal clásico. Para ello critica lo más fácil, a esta altura, de criticar: el derrame.

No es necesario que Piketty aclare que él no tiene nada que ver con Marx. Como tampoco que recuerde que viendo las góndolas vacías en Rumania entendió que «necesitamos la propiedad privada y las instituciones de mercado». Basta leer unos párrafos de la edición francesa: «Para comenzar, a todo lo largo de este libro, cuando hablamos de «capital», sin otra precisión, excluimos siempre lo que los economistas llaman a menudo —y a nuestro entender demasiado impropiamente— el «capital humano», es decir, la fuerza de trabajo, las cualificaciones, la formación, las capacidades individuales. En el cuadro de este libro, el capital es definido como el conjunto de los activos no humanos que pueden ser poseídos y cambiados en el mercado. El capital comprende particularmente el conjunto del capital inmobiliario (inmuebles, casas) utilizados como vivienda y del capital financiero y profesional (edificios, equipamientos, máquinas, patentes, etc.) utilizados por las empresas y las administraciones».

Esta definición parecería muy tonta, si no fuese tramposa.

Excluir el trabajo del concepto de capital significa que el capital no tiene nada que ver con el trabajo. Por lo tanto el capital no tiene nada que ver con su apropiación y, por lo tanto, con la propiedad.

La equiparación como capital de la vivienda con una fábrica, en el segundo párrafo de la «definición», equivale a equiparar a cualquier propietario, por ejemplo un obrero con casita propia, con un capitalista. Con lo cual nuestra casi clase media la única diferencia que tiene con cualquier fondo de inversión es de cantidad. La desigualdad, entonces, es una cuestión de grado. No se trata de pobreza sino de más o menos ricos, el ideal de esa casi clase media.

Esto es coherente con la consideración del salario, no como desposesión de la fuerza de trabajo en forma de venta, sino como renta, tan renta como la ganancia del capitalista industrial o la renta del capital financiero. Y así lo afirma.

Una periodista de El País lo entrevistó. En una de sus respuestas él afirma: «La desigualdad siempre ha sido un tema de debate pero durante mucho tiempo se abordó desde una perspectiva ideológica». Esto hace suponer que no lo es la suya. Autodefinido como pragmático afirma: «El objetivo principal de este libro no es llegar a una conclusión política sino facilitar las herramientas para que cada uno adopte su propia posición».

La periodista afirma que las tesis de Piketty han suscitado entusiasmo entre algunos referentes de la izquierda. Es posible que esos referentes entiendan que: «La distribución de la riqueza hoy es menos desigual, contamos con una clase media que posee buena parte de la riqueza. La pregunta es: ¿vamos a aumentar esa clase media y el proceso histórico de redistribución de la riqueza o vamos a provocar un aumento de la desigualdad y la reducción de la clase media? […] Si quieres conservar la apertura de los mercados y la globalización creo que es mejor tener una fiscalidad progresiva que imponer barreras comerciales o controles de capital».

El capital no se toca. Mucho menos el capital financiero.

En la publicación digital del Comité por la anulación de la deuda del Tercer Mundo (CADTM) se publicó un debate en el que Piketty sostiene que la anulación de la deuda «no es ninguna solución progresista». Rechaza las anulaciones de deuda debido a que los acreedores serían en su mayoría pequeños ahorristas, siendo injusto de que recayera sobre ellos esa anulación, mientras que los muy ricos sólo habrían invertido una pequeña parte de su patrimonio en títulos de la deuda pública. Similar respuesta le dio a las observaciones críticas que le hiciera François Chesnais. La deuda no se toca.

En suma, con la presunta defensa de un sector de la clase media, engloba a toda esa casi clase media y termina dejando intacto todo el edificio financiero que gobierna el mundo.

Respecto a la presunta fiscalidad progresiva, a lo que Chesnais, como miembro de la ATTAC, recuerda el ya existente proyecto de la tasa Tobin, desde la CADTM, Thomas Coutrot, Patrick Saurin, Eric Toussaint dicen: «¿Qué gobierno, qué G20 decidirá gravar al capital con un impuesto progresivo sin que unos potentes movimientos sociales hayan previamente impuesto el desmantelamiento del mercado financiero mundial y la anulación de las deudas públicas, que son los principales instrumentos del poder actual de la oligarquía?». Cabe recordar también que los acuerdos de Basilea no han podido ni querido simplemente regular los fondos que actúan a la sombra del capital bancario. Precisamente lo que no parece desear Piketty es ese desmantelamiento. Para él, como lo recuerda Chesnais, una mera auditoría de la deuda provocaría «el pánico bancario y las quiebras en cascada».

Por el contrario, su aparente denuncia de la inequidad de la desigualdad se funda en la tesis de que, en el largo período, «el rendimiento de la riqueza, especialmente para las grandes carteras de inversión, va a ser mucho mayor que el crecimiento del PBI», con lo cual se genera una creciente desigualdad, porque como vimos los más ricos pueden asumir más riesgos. Pero Piketty dice: «No tengo ningún problema con la desigualdad siempre y cuando sea conveniente para todos». Lo que en realidad le preocupa es la gobernabilidad: la desigualdad extrema pone en peligro nuestras instituciones democráticas que, como recuerda el New York Times son una promesa de igualdad de oportunidades. 

Creo que vale la pena transcribir una partecita del reportaje que hiciera Babelia recientemente al historiador y filólogo marxista, miembro de la Fondazione Istituto Gramsci, Luciano Canfora:

«El andamiaje es igual y sigue en pié —el Parlamento, las elecciones…— y aparentemente se sigue discutiendo sobre leyes electorales, las coaliciones…Pero la realidad es que se ha desarrollado y consolidado un fortísimo poder supranacional, no electivo, de carácter tecnocrático y financiero […] Uno podría decir, por tanto, que la democracia ha muerto, que sólo permanece el cadáver que camina —se hacen elecciones, leyes…— porque quien decide realmente lo hace sin contar con un parlamento.

P: ¿Quién decide entonces?

Una oligarquía fundada sobre los intereses de grandes grupos financieros que son el verdadero poder. Comparada con ellos, la familia Agnelli, por poner un ejemplo, es una familia de mendigos, no pobres, pero cuentan poco y nada. Los grandes grupos financieros que tienen un poder mundial e ilimitado pueden decidir el destino de todos. El Parlamento Europeo que elegiremos en mayo es un seminario universitario, no tiene ningún poder real, sólo aquel de crear una clase de parásitos bien pagados, preciosísimos para el sistema, porque sirven para hacer ver que existe un parlamento no es completamente antidemocrática. Por eso les pagan tanto. Porque uno compra una persona si le da 10.000 euros al mes».

Mi opinión es que esta repentina seducción por el capital es al menos sospechosa de constituir una ideología hecha a medida. Como quien dice, un engañabobos. Lo malo es que creo que tiene porvenir, no sólo académico. Creo que merece atención lo que se elabore y diga respecto a la desigualdad.

 

[Publicado en la revista argentina Herramienta. Edgardo Logiudice es abogado y ex docente de Ciencias Políticas de la Universidad de Buenos Aires; coautor, junto con Leandro Ferreyra y Mabel Thwaytes Rey, de Gramsci mirando al Sur, Buenos Aires, K&ai, 1994. Integró el colectivo editorial de la revista argentina DOXA. Es autor de numerosos artículos y ensayos en publicaciones de Francia, Italia y Argentina, referidos a las problemáticas de la pobreza, la propiedad, el Estado, la representación y la crítica a la ideología. Autor de Agamben y el Estado de excepción, Ediciones Herramienta, Buenos Aires, 2007. Forma parte del consejo de redacción de Herramienta]

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2014

La política electoral, si bien no debe desestimarse, no puede ubicarse en el centro de ninguna acción política radical seria, orientada a cambiar las instituciones que sustentan el sistema político, desmantelar las ideologías hegemónicas y fomentar el tipo de conciencia de masas en que habría de basarse un cambio social y político desesperadamente necesario.

Noam Chomsky
The Precipice (2021)

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