La política electoral, si bien no debe desestimarse, no puede ubicarse en el centro de ninguna acción política radical seria, orientada a cambiar las instituciones que sustentan el sistema político, desmantelar las ideologías hegemónicas y fomentar el tipo de conciencia de masas en que habría de basarse un cambio social y político desesperadamente necesario.
Juan-Ramón Capella
Apuntes subjetivos sobre la cuestión catalana
Barcelona, 15 de enero de 2008
¿Qué soy, socio-políticamente hablando, desde el punto de vista de la cuestión nacionalista?
Un excelente artículo de C. Taibo me lleva a plantearme esta pregunta. ¿Soy un ‘nacionalista español’ a pesar de que creo no serlo? Veamos: escudriñaré mi alma para tratar de responder.
Mi lengua materna es la castellana; he comprendido el catalán, la lengua de mi padre, desde siempre, pero no la usé públicamente hasta la adolescencia —no me gustaba que se burlaran de mí si cometía un error de lenguaje—, y no he sido instruido en su escritura: cosas del franquismo y de su persecución de las culturas “periféricas”. Que la gente se burle de quien habla mal una lengua en vez de ayudarle a hablarla bien es cosa que jamás he podido aceptar.
He disfrutado y me gustan los poetas clásicos del castellano, así como Lorca, Cernuda, Machado, Jaime Gil, Angel González, García Montero y tantos otros. Pero también he disfrutado y me gustan poetas como Ausiàs March, o Salvat-Papasseit, Espriu, “Pere Quart”, Gabriel Ferrater, Brossa, Martí Pol, Margarit y otros. Entre los narradores catalanes, mi preferido es el intraducible Jesús Moncada por su sentido del humor, que no poseen muchos excelsos. Quiero a Castelao, y me gusta leer en gallego-portugués tanto a Rivas como a Saramago o a Pessoa. No conozco poetas vascos porque no entiendo el euskera.
Por otra parte, en mi cultura cuentan también numerosos escritores “extranjeros” (para otros; para mí no son extraños): franceses, sobre todo: Stendhal y Balzac, Voltaire y Diderot, Rimbaud y Proust, Sartre y Camus, e igualmente gente tan distante en el tiempo como Villon y Brassens. También italianos: de la cumbre de Dante al valle de Manzoni; Leopardi, y Pasolini, Pavese, Moravia… De los anglos, amo a Shakespeare tanto como a Stevenson y ‘Conrad’ o Poe; de los rusos, a Nabokov o a Bulgakov casi tanto como a Dostoievski y a Tolstoy. Pero, ¿para qué seguir? Culturalmente hablando, me parece que no soy nacionalista, sino más bien cosmopolita, aunque mi cosmopolitismo me parece a mí mismo indebidamente limitado. ¡Desconozco tanto!
¿Soy un patriota español? La palabra patria, por empezar por ahí, no me convence nada; ¿por qué no matría? ¿O tal vez fratría? La verdad es que, si se tratara de fraternidad tendría menos problemas. Aunque no puedo hermanarme con la gente de la España negra. Antes tendrían que lavarse la sangre de las manos y sobre todo, ya, la del cerebro, pues de eso no se han lavado de veras nunca: ni después de la Década Ominosa ni después del franquismo. No, patriotismo, en el sentido corriente de la palabra, ninguno. Fraternidad, pero nada que ver con esa obscena España negra.
Creo que no soy pues nacionalista. O si lo fuera, no lo sería de la España negra. Pero ¿por qué me irrita tanto el nacionalismo de los otros, sea central o periférico? Seguro que me irrita, que no comparto, el nacionalismo vasco o el catalán: el vasco por haber convertido ese país en patria de extorsionadores, por hacer que la cultura de la violencia se adueñara de tanta gente. ¿El nacionalismo catalán? Me irrita, simplemente, porque lo conozco bien: está hecho de una presunción básica: els altres no son com nosaltres. Que es además puro sofisma, porque muchísimos catalanes, incluidos los de pura cepa —escasean: la gente aparece muy mezclada a poco que se rastree en sus apellidos— no pretenden ser en ningún sentido moral o político superiores a los demás o diferentes en algún sentido básico: son muy buena gente. El nacionalismo catalán, en cambio, pretende exacerbar las diferencias, pastorear un gran rebaño independentista porque eso es lo que le conviene a la burguesía neoliberal.
¿Me convierte en “nacionalista español”, en un “españolista” —como algunos suelen decir— abominar de los nacionalismos periféricos, aunque esté dispuesto a respetarlos si se pudiera convivir con ellos en paz y sin coerciones? Sinceramente, creo que no: no soy nacionalista español porque el nacionalismo español incluye a la España negra. No lo soy al menos por eso. Y porque no quiero serlo.
En realidad pienso que el lugar donde se socializa uno es tan accidental como la cultura en la que la socialización le inserta a uno. Tan carente de fundamento, tan accidental, como cualquier otra. Lo importante es lo que las gentes hacen cuando se han socializado. Si comprenden que los sentimientos de los demás son tan importantes como los suyos. Si son ovejas asustadas (y motivos para asustarse hay) o piensan y actúan según una conciencia civil crítica elaborada y propia.
Todo lo que me ocurre es, pues, que amo la cultura castellana de los Garcilaso, Juan de la Cruz o Cervantes, o la andaluza de Góngora, Cernuda o Lorca, probablemente más que a las otras; pero seguramente sólo porque mis oídos son más sensibles a las voces de la lengua materna.
Si esto es ser nacionalista…
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28 de abril de 2014
Cuando era niño, en los difíciles años cuarenta, estaba orgulloso de ser catalán. Me parecía extraordinario que la tierra de Cataluña pareciera un jardín. Todo el delta del Llobregat era una alfombra verde de huertos bien regados, aprovechando al milímetro todo el terreno disponible. Y en las excursiones en auto veía que la laboriosidad de mis paisanos plantaba hasta en laderas imposibles, lo terraceaba todo para cultivar (a esa edad era ignorante de la penuria que impulsaba en aquella coyuntura esa tenacidad, pero venía de muchas generaciones). Desde muy niño supe que Cataluña era, con el País Vasco, la industria de España. Se oía el zumbido de esa industria, de las correas de transmisión, o el tran-tran de los telares, a poco que saliera uno del Ensanche barcelonés. Y la cultura que me rodeaba era cosmopolita: en casa había libros y discos, muchos, en francés, en inglés. Francia estaba muy cerca. Mis primos, catalanohablantes, eran también cosmopolitas; París parecía un referente más cercano que Madrid. Y Madrid, cuando la visité por vez primera tras atravesar el desierto de Los Monegros, me pareció una ciudad atrasada. Sin la racionalidad del trazado de Barcelona; con demasiados ujieres, burocrática, jerárquica, triste bajo un cielo magnífico; eso me pareció casi natural: ¿se podía vivir sin tener cerca el mar?
¿Cuándo cambió todo? Lo hizo rápidamente y ante mis propios ojos. He de decir que cualquiera que visitara los poblachones castellanos, en los años cincuenta y sesenta, sabía que la murmurada opresión de Cataluña por Castilla era un mito. Eran de una pobreza lastimosa, medio muertos, en comparación con la actividad de cualquier población catalana. Pero a finales de los sesenta Madrid parecía haber resucitado y empezaba a ser una ciudad tanto castiza como abierta y cosmopolita. Allí todo el mundo era de Madrid: no se le preguntaba a nadie de dónde venía. Empresas extranjeras se instalaban en la capital. Fabricaban coches, había grandes manifestaciones obreras ya en 1964. Y en Cataluña hubo batacazos diversos, como el que afectó a toda la industria textil, que se vino abajo; los propietarios se dedicaron a vivir sin dar un palo al agua en sus antiguas torres de veraneo: no levantaron otra cosa (lo haría en cambio un gallego, ¡y cómo!); los textileros del Barça, los Miró Sans, Montal, Carreras… cedieron el paso a Núñez, del ladrillo. Una época nueva.
En Barcelona se había instalado para quedarse El Corte Inglés. Desaparecieron El Siglo, Jorba, los Almacenes Capitolio, el Sepu; (hasta Sears se tendría que largar). La Barcelona de Porcioles perdió el tren del tiempo, aunque se cubrieron las vías férreas. Quizá sólo Duran Farell, al crear una gran industria gasística, y La Caixa, dirigida por un aragonés, crecían con solidez: a ésta el Estado le permitía expandirse como un banco sin serlo. El maná era ahora el turismo extranjero. Barcelona seguía siendo la capital mundial de la edición en lengua castellana, un pequeño París, y con sus Goytisolos, Barral, Jaime Gil, Sacristán, Matute o Marsé atraía a escritores aún desconocidos como García Márquez o Vargas Llosa. Pero el campo catalán ya no era un vergel, y los pueblecitos catalanes perdían su forma, acuchillados por edificios en altura y por naves de pequeñas industrias subsidiarias.
El cosmopolitismo se fue reduciendo a ser casi solamente barcelonés. Una pequeña industria del cine surgió prácticamente de la nada. Gerona y Tarragona estaban expuestas a la influencia del turismo aunque con escasa producción cultural, pero ¡qué decir de Vic, la ciudad levítica! ¿Y de las viejas ciudades carlinas, como Olot o Tortosa? Igualada, Manresa, Lérida, tenían al menos librerías… En Barcelona, en los años 60, despegó la edición en catalán con las casas Proa y Edicions 62. En el teatro los astros populares, en verdad, eran Joan Capri y Paco Martínez Soria…
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16 de mayo de 2014
La omfaloscopia catalana se inició con el grito de Tarradellas: Ja sóc aquí!, cuando nadie le esperaba y pocos sabían quién era. En seguida el nacionalismo burgués se ocupó de nacionalizar la cultura de Cataluña. Nunca tuvo la Generalitat más poder que con el nuevo régimen. El objetivo distante, pero servido milímetro a milímetro, era naturalmente la independencia.
Los instrumentos de esta nacionalización catalanista fueron varios. Políticamente, CiU se ocupó de facilitar gobiernos a partidos que carecían de mayoría absoluta en el parlamento español a cambio de tener las manos libres y las máximas competencias en Cataluña. Materialmente, los instrumentos fueron los medios de masas subvencionados o «públicos»: el diario Avui y, sobre todas las cosas, TV3. Ambos eran los seleccionados por defecto en los televisores y kioskos de la Cataluña rural.
Y el instrumento intelectual de la nacionalización no podía ser otro que la lengua catalana. Que se usó de varias maneras: en primer lugar, se catalanizó todo el espacio público. Las placas con los nombres de las calles pasaron en Cataluña de rezar ‘calle’ a decir ‘carrer’ (o ‘Passeig’, o ‘Avinguda’). Luego, sin visible agresión al castellano, se empezó a multar a bares y restaurantes «por no informar en catalán» —se podía no informar en castellano—. Y las instituciones públicas empezaron a subvencionar cambios en los rótulos de los establecimientos comerciales para catalanizarlos.
La lengua catalana se convirtió en un requisito-barrera para el acceso a la función pública en Cataluña, esto es, para la enseñanza, la administración, los servicios sociales. Un requisito solventable mediante certificados públicos de haber alcanzado el llamado «Nivel C» de catalán. Que no resultaban sencillos de obtener, pues las pruebas para eso contaban con exámenes orales, puestos en manos de talibanes del nacionalismo, que permitían discriminar las prosodias. El lector puede imaginar lo que sería examinar de prosodia castellana a Jordi Pujol, Artur Mas, Muriel Casals o Miquel Roca Junyent. Fácil, ¿no? Y por si eso fuera poco, para desconcierto de quienes deseaban alcanzar el everest del «Nivel C», las normas lingüísticas de la sintaxis catalana cambiaban de año en año, como puede comprobar cualquiera recurriendo a los sucesivos manuales editados con nihil obstat de la Generalitat o del Institut d’Estudis Catalans.
Con la aquiescencia de los gobiernos del Estado que miraban para otro lado, la discriminación lingüística afectó a la función pública catalana de arriba a abajo: no sólo a las administraciones autonómica, provincial, municipal y de entes públicos como las universidades y otros; a los administrativos, docentes públicos y de la enseñanza concertada, a los profesionales de los servicios sanitarios, etc. El escándalo de la lengua propia de Cataluña —cuando no son las instituciones ni los territorios los que tienen lengua, sino que son los hablantes quienes tienen una lengua propia, y en Cataluña hay dos mayoritarias— convirtió a la lengua catalana en esencial a la hora de solicitar una beca, realizar un trámite administrativo, etc.: todo el mundo sabía —estaba en el ambiente— que si no la usaba podía suceder burocráticamente cualquier cosa. Eso sí, el castellano nunca ha dejado de ser una teórica lengua oficial. Pero ha ido desapareciendo de la comunicación institucional. Desde el año 2014 ya ni siquiera se usa en la megafonía de los autobuses y otros transportes públicos de Barcelona, que emplean exclusivamente la lengua catalana pese a ser el castellano la lengua mayoritaria nativa de sus usuarios. El metro, el bus y las rodalies (cercanías) son más bien para currantes, y en Cataluña es bien sabido qué lengua hablan por defecto los currantes.
Por supuesto, la cuestión de la lengua vehicular en la enseñanza, obviamente el catalán, no es baladí. En varias direcciones. Quede claro que los niños catalanes, salvo los de las zonas rurales donde se sintoniza por defecto TV3, hablan perfectamente las dos lenguas —aunque los de las zonas rurales no suelen entender, por ejemplo, a sus coetáneos canarios o malagueños— y no sufren en modo alguno por causa de la lengua vehicular, que en la práctica no se puede manejar sin manga ancha.
Pero el asunto no es baladí por dos razones: en Cataluña los niños se pierden la literatura española, una de las grandes de la literatura universal, y el principal saber social, la historia, sustituida por fábulas diversas en las que incluso se ha llegado a atribuir a los catalanes el descubrimiento y la colonización de América.
La otra y principal razón es que la insistencia de los gobiernos catalanes en la lengua vehicular catalana de la enseñanza no es una cuestión de huevo, sino de fuero: con ella proclaman su legitimidad para la universalización lingüística en catalán de los hablantes de Cataluña. O sea, su derecho a realizar un genocidio lingüístico hervido a fuego lento.
Que ya lleva bastante tiempo de cocción. Tanto que sobre la base de sucesivas estupideces de los gobiernos centrales y con la crisis se ha podido impulsar desde las instituciones catalanas un poderoso movimiento independentista al que no se contrapone movimiento alguno, sino solo las personas en su aislamiento, no amparadas por institución ninguna. Eso permite usar sin trabas la ambigua expresión «derecho a decidir» en vez de la veraz «derecho a la secesión»; permite plantear preguntas capciosas para un hipotético referéndum; y permite a los actuales gobernantes de Cataluña fingir que hablan en nombre «de los catalanes» cuando sólo lo hacen en nombre del emocionalismo independentista y, todo hay que decirlo, de la exacerbada voluntad empresarial de recortar los salarios y las prestaciones sociales a los trabajadores.
Así los catalanes disconformes con todo eso, que seguramente somos la mayoría, vamos quedando braseados entre dos fuegos cruzados: el de un gobierno estatal en manos de la España negra y el de unas instituciones autonómicas por cuya existencia hemos luchado pero que tampoco nos representan.
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19 de mayo de 2014
Le he dado a leer a Albert las anteriores anotaciones sobre «nacionalismo», y su sensata contestación es que quizá le doy demasiada importancia al tema de la lengua. Albert dice que en la práctica en Cataluña nos entendemos sin problemas en las dos lenguas, que tienen un tronco común y son fáciles de dominar —en eso lleva razón—. En realidad un producto social como es la lengua o las lenguas con que la gente se entiende no debería ser problema para nadie. Para mí el lío viene del uso político de la lengua.
Albert señala que bajo el nacionalismo catalán hay otros elementos además del lingüístico, y eso también es verdad. Pero no es fácil determinar por qué un regionalismo se puede convertir en un nacionalismo.
Si echamos un vistazo a la historia, la guerra de sucesión española fue ante todo una guerra europea, en la que lo que estaba en juego eran las posesiones españolas en Europa y América y la hegemonía en Europa; se dirimía entre el imperio austríaco, el británico y Francia; a los tres lo que menos les importaba es lo que sucediera en España, la potencia a esquilmar. Y, en España, lo que se debatía entre austracistas y borbónicos eran dos formas de régimen político: el tradicional protofederal austracista y el moderno unitarismo de Luis XIV de Francia.
Cataluña desempeñó un papel destacado en la guerra de sucesión por convertirse en la capital austracista. Los vaivenes de la guerra en España sólo la afectaron al final. En mayo de 1714 la guerra europea había finalizado. Barcelona quedó sin aliado alguno, abandonada hasta por Austria. Los políticos catalanes decidieron una defensa a ultranza frente a fuerzas superiores, y ni intentaron pactar ni aceptaron capitular cuando todo se iba al garete.
Siempre me ha resultado poco comprensible que Rafael de Casanova, un político inhábil, que es herido pero huye de la ciudad disfrazado de monje, que vive una larga vida en el campo sin ser molestado y finalmente solicita y obtiene el perdón de Felipe V se haya convertido en un símbolo del nacionalismo catalán. Seguramente nunca un pedazo de metralla consiguió tanto.
Ciertamente, los decretos de Felipe V liquidaron las instituciones catalanas —menos democráticas de lo que se suele afirmar; eran censitarias y los no contribuyentes quedaban excluidos— en beneficio de un estado unitario. Sin embargo eso mismo autorizó a los catalanes la emigración y el comercio con América, con grandes beneficios económicos. En la guerra de la independencia los catalanes actuaron como el resto de los españoles. Pero andando el siglo XIX se produjo el choque del arancel entre industriales y agrarios (y colonias), que supongo está en la base del nacimiento de la cuestión catalana moderna. El estado de aquella restauración no era sensible a las necesidades de la industrialización. Y Barcelona, tras el 98, era un lío: desde la Semana Trágica, a la huelga de la Canadiense, al predominio de la CNT…
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Barcelona, 20 de mayo de 2014
Ahí interrumpí la escritura ayer. Y hoy recibo otro correo de mi amigo Albert que dice lo siguiente:
Estoy de acuerdo en que el tema de la guerra de Sucesión es una manipulación moderna del nacionalismo (todo nacionalismo tiene que inventar una historia). A mi me parece que lo que efectivamente perduró fue una base cultural diferente, mayor en el mundo rural, y un desarrollo burgués que al ver frustrada la modernización de España (antes de los alfonsinos los borbones ya habían frustrado la modernización al final de las guerras napoleónicas) tomaron esta base antigua como seña de identidad. Una de las cosas que hace diferente a Catalunya del resto de comunidades con lengua propia (a excepción de Baleares que hasta la llegada del turismo era una sociedad muy tradicional) es que la lengua local es la de las capas medias urbanas. En Euskadi, Galicia o Valencia casi nadie habla su lengua en la ciudad (hay una anécdota que yo la he vivido en Valencia y otros amigos me la han contado igual, incluidos valencianoparlantes: entro en un bar, el camarero está hablando valenciano con un cliente conocido, me dirijo a él en catalán y él me contesta en castellano). Y esto creo que es uno de los factores que fuera de aquí crispan. Por ejemplo Aribau, era de Reus, y Reus en esta época era la segunda ciudad de Catalunya (por esto tiene tanto modernismo) en base a la industria textil y el comercio (frutos secos, vino) o sea una ciudad moderna. Esto quizás también explica la capacidad que ha tenido el país de catalanizar las sucesivas oleadas de inmigrantes (una buena parte de mis amigos de Gràcia totalmente catalanizados eran nietos de inmigrantes aragoneses; mi padre salió del campo de concentración franquista avalado por un falangista murciano (con hermano comunista) inmigrado en 1929; parte de la familia volvió a Cartagena, pero alguno de los hermanos se comunica en catalán). La enorme inmigración de los 60 y la creación de verdaderos ghettos cambió las cosas. Pero tantos años sin inmigración, escolarización en catalán y tensión con Madrid han vuelto a cambiar las cosas. Los amigos de mi hija son todos hijos de inmigrantes de procedencias diversas, hablan habitualmente castellano pero varios de ellos votan a ERC o al CUP (ICV para algunos no está de moda, es lo que votan sus padres) y no tienen problemas con la independencia. La cuestión no es el catalán sino el rechazo a Madrid, al PP y PSOE. Conozco bastante más gente obrera inmigrada que piensa lo mismo (también otros que están tensos con el tema y votan a Ciutadans), y con el mismo argumento anti estado central y la experiencia de ser tratados como catalanes cuando vuelven al pueblo. Por esto las cosas son tan complicadas. Yo creo que hay que combatir dos fundamentalismos: a) el de que es imposible replantear el marco estatal (cualquier territorio debería poder decidir con reglas de juego claras), y b) la mítica de los nacionalismos y los proyectos de homogeneización desde arriba.
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Hasta aquí, Albert. Por completar, es preciso decir que hay ahora una fuerte inmigración mayormente extracomunitaria, un nuevo proletariado, carente cuando menos de derechos políticos. Y renace al mismo tiempo la xenofobia. Eso complicará seriamente el cuadro. Por lo demás, estoy de acuerdo con las conclusiones de Albert, aunque con ligeros matices: en vez de ‘territorio’, cualquier ‘población’; reglas de juego claras: cualquier población puede decidir en lo que la afecta a ella y no a los demás, y siempre sin recortar los derechos de las minorías. Pero el centro del asunto no está ahí, sino en la posibilidad —y además la conveniencia— de replantear el marco estatal general; el nacido de la constitución del 78 hace aguas por todas partes, y la brecha principal se ha llevado por delante derechos básicos de las personas. Las instituciones no han hecho los deberes que constitucionalmente les correspondían.
En cuanto a Cataluña, el nacionalismo ha hecho su tarea al destruir el tradicional y bien fundado internacionalismo de las personas que viven o intentan vivir de su trabajo. Y todo hace prever un choque de trenes algo más que institucional. Su consecuencia será, en cualquier caso, la frustración de mucha gente, cuando no están los tiempos para tensiones adicionales.
22 /
5 /
2014