¿Cómo viven los vivos con los muertos? Hasta que el capitalismo deshumanizó a la sociedad, todos los vivos esperaban la experiencia de la muerte. Era su futuro final. Los vivos eran en sí mismo incompletos. De esa forma vivos y muertos eran interdependientes. Siempre. Sólo una forma de egotismo extraordinariamente moderna rompió esa interdependencia. Con consecuencias desastrosas para los vivos, ahora pensamos en los muertos en términos de los eliminados.
Gregorio Morán
Unas elecciones para siervos
No creo que haya habido en la historia de la democracia española postfranquista unas elecciones tan alucinantes como estas. No es sólo que a la ciudadanía le importe un comino si ese yogur caducado, que responde al nombre de Cañete, va a salir con los votos disciplinados de su militancia. O si elevará al Olimpo de la mediocridad a la secretaria de Rubalcaba, una trapecista que parece a punto de jubilarse del circo de Manolita Chen en el que se ha convertido su partido. ¿Alguien puede pensar que tales cadáveres políticos pueden ser creíbles? ¿Cabe en cabeza humana, no militante, que estos gañanes y gañanas —habría que añadir en honor del más fatuo e inútil de los presidentes que la suerte nos deparó, Zapatero de León— estén dispuestos a defender nuestros intereses en Europa cuando han sido incapaces de hacerlo en España?
Lo que importa es el trasfondo. Discutimos sobre algo que no tiene nada que ver con la realidad, porque nos imponen que la realidad son ellos. Y es falso, ellos son la ficción, el embeleco. Tendremos tiempo, porque hay que saber esperar, para desentrañar esa especie de funeral al estilo de Palermo que tuvo lugar en la catedral de León. Parecía una página de Sciascia o una secuencia de un filme de Francesco Rosi. I capi. Con sus abrigos negros, sus corbatas negras, sus conciencias negras, sus abrazos palmeados en la espalda. Se ha empezado a romper la red de intereses que se resolvía con las compensaciones y el pizzo. Sicilia. Los secundarios no admiten ya la autoridad del jefe o jefa todopoderosa. La violencia es eso; surge cuando los negocios exigen exclusividad, y sobre todo cumplir los “pactos de honor”.
No será esta la última historia criminal y sangrienta, y en verdad lo digo sin ánimo de augurio sino como evidencia de que estamos bordeando el límite del colapso social y del cinismo. Como diría un castizo, se han pasado muchos pueblos. Mientras hombres como Blesa o ese patán de Castellón con gafas negras, padrino de todo lo que toca, estén libres, habrá una ciudadanía consciente que lo considerará un delito social quizá no inscrito en las leyes que redactaron los abogados de Blesa, o sus socios, pero que está ahí, clamando al cielo. Y el cielo social desde 1789 no existe. Estamos abocados a la violencia porque la paz social se ha vuelto una estafa que sólo beneficia a los delincuentes de honor y a sus abogados de élite.
Detengámonos un momento en la foto fija de estas elecciones al Parlamento Europeo. ¿Qué es un parlamentario europeo? Pues un caballero o una dama que seguirán estrictamente las órdenes de sus grupos partidarios: conservadores, socialdemócratas o lo que sea. ¿A usted se le ha ocurrido alguna vez tener la posibilidad de nombrar consejeros bancarios o directivos de grandes empresas?
Pues si lo desea aquí tiene usted la posibilidad de transformarse por un día de siervo en Gran Elector y con su voto poder ayudar a que alguien gane 8.000 euros brutos al mes, más 4.300 para gastos, sumados a 4.250 de transporte. A esta regalía de ejecutivo alto standing deberá añadir 304 euros por día de trabajo —se entiende que el resto es para pensar en casa—, y 125 por cada reunión que tenga fuera de las dependencias de la Unión Europea. Es obvio que los gastos de alojamiento en hotel o apartamento corren por cuenta de la institución, y que tiene derecho, como mínimo, a un ayudante pagado. ¿Le parece a usted bien? Pues vótelos, es su derecho, pero luego no se queje. Elegirá a los 54 parlamentarios españoles sobre un conjunto de 751 compadres europeos.
Siempre se consideró el Parlamento Europeo como una reserva de lujo para elefantes de la política. Con una trompa que lo succiona todo y que responde perfectamente a las leyes de la selva. La vida en la Europa más civilizada —Bruselas, Estrasburgo— es cara por más que tú no pagues nada y los viajes desgasten mucho la salud, aunque sea en business.
Pero esa es la superficie, luego está el fondo. Nunca hasta ahora nos hemos preguntado si la Unión Europea podía ser un buen invento hasta que se convirtió en controlador de nuestra vida; ahora toca sufrir, porque aseguran que nos gastamos más de lo que producimos. Nosotros, no los banqueros. Cuando algo se convierte en un flagelo para los ciudadanos de media Europa, a uno le cabe preguntar por qué las quiebras bancarias o industriales las avalan desde Bruselas con absoluto desprecio no sólo a la ciudadanía sino a la decencia. Al tiempo que Grecia, España, Portugal, Irlanda, Italia y la desvergonzada amenaza actual sobre Francia pueden hacerse sin que los parlamentarios de sus respectivos países arriesguen algo, sus cargos por ejemplo, y se mantenga esa desvergonzada impostura de “es mejor estar que aislarnos”. ¡Pero tú sigues cobrando, cabrón, y la mayoría de los ciudadanos pasan a la ruina!
Esa Europa de banqueros, industriales y siervos está muy bien para quienes la disfrutan. Durante muchos años España se benefició de los famosos fondos Feder. Todavía recuerdo algún artículo que escribí denunciando la estafa y corrupción de las autonomías. En Asturias, que era lo que tenía delante, se alcanzaron cotas surrealistas, no creo que muy distintas a las del resto. Pero qué hacemos ahora votando a los mismos que se repartieron el botín en Asturias, en Castilla, en Valencia y en Catalunya. ¿Hay alguien que haya hecho un baremo del despilfarro? El del yogur caducado y la secretaria del trapecista podían aportarnos mucha luz. No digamos los gobiernos de CiU, europeístas de toda la vida, tanto que les acojona quedarse fuera del banquete. El límite del patriotismo del nacionalismo catalán está en la reducción del beneficio. Todo menos eso.
Beppe Grillo, ese humorista italiano que dirige el singular grupo Cinco Estrellas —vetado rigurosamente por nuestros medios de comunicación pese a tener una intención de voto entre el 22% y el 24%, que aquí se consideraría algo de primera página—, ha explicado en su último mitin de Bolonia una cosa que me parece muy aguda. Probablemente no le votaría nunca, pero lo mismo me ocurre con Rajoy, Mas y Rubalcaba, y los restos de todos los naufragios en forma de partidetes. Pero Grillo definió algo muy evidente, habló de “ellos” y “nosotros”.
Y es verdad que esa es la diferencia fundamental que dirimimos en esta pantomima electoral. Votar por algo que sabemos a ciencia cierta que jamás cumplirán. Primero porque no quieren, y segundo y fundamental porque ni pueden ni está a su alcance. Aceptamos el lenguaje de ellos o los mandamos a la mierda. Peor no vamos a estar, porque eso es imposible.
Erre que erre nos repiten que el combate con tongo de Rajoy y Rubalcaba decidirá algo, no sé el qué. Nada de nada, pero se quedarán como los reyes del mambo, en la inminente coalición que el perverso Felipe González, convertido en comisionista de asesorías, ha sacado a colación en el peor momento para su despreciado Rubalcaba, a quien conoce desde que hizo sus primeras trampas, allá como maniobrero golfo en el Ministerio de Educación que llevaba José María Maravall. Cuando los tahúres se hacen viejos, aseguran que su única salida es la de crupier: dar cartas para que jueguen los que pueden ganar.
¿Y los pequeños aspirantes? Están muy bien, algunos son hasta muy divertidos, otros menos, pero apenas si alcanzan a la guinda de un daiquiri. Estamos condenados a tener los gobiernos más reaccionarios desde el final del franquismo. ¿Alguien hubiera imaginado en sus pesadillas más sórdidas que un ministro del Interior le iba a poner medallas a una imagen de la Virgen? Acabarán sacando el brazo incorrupto de santa Teresa bajo la mirada siempre comprensiva de Rajoy, y los otros designarán una partida especial de los presupuestos de Sanidad para pegar el palo muerto del pino que simboliza los Países Catalanes, según unos versos de mosén Verdaguer cuando ya estaba como una cabra.
Qué país, o lo que es peor, ¡qué países! No bastaba con uno, para flagelarnos con dos.
[Fuente: La Vanguardia]
17 /
5 /
2014