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Ramon Boixadera i Bosch

De Bretton Woods al euro: el orden monetario del Capital

A propósito de “The Battle of Bretton Woods” (Princeton University Press, 2013), de Benn Steil

Suele denominarse con el nombre de la localidad estadounidense de Bretton Woods al orden monetario establecido tras la Segunda Guerra Mundial en el bloque capitalista en los años 1947-1973 (desde la fijación de paridades con el dólar hasta su flotación libre) o 1959-1971 (desde la convertibilidad de las monedas europeas al dólar-oro hasta la desmetalización de la divisa estadounidense). Elaborado, esencialmente, según los planes del departamento del Tesoro de la administración de Roosevelt, se restauró un patrón-oro con divisas convertibles hegemonizadas por el dólar americano, y se crearon sendas instituciones (el Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial) que serían guardianes de la liberalización económica y el equilibrio en las cuentas exteriores, en defensa —y, posteriormente, en ausencia— de la estabilidad cambiaria.

Si bien coincide en el tiempo con la expansión más prolongada y robusta del capitalismo, la historia del sistema de Bretton Woods no es particularmente exitosa. La estabilidad y el crecimiento en las relaciones económicas internacionales ocurrió a pesar de las propuestas que, en Bretton Woods, EE.UU., deseaba imponer para la reconstrucción de posguerra. En un primer momento, el desmantelamiento de aranceles, cuotas, preferencias y controles de capital fue extremadamente lento, debido a la fragilidad de los regímenes aliados capitalistas (patente tras el fracaso del retorno de la convertibilidad de la libra esterlina en 1947) y la necesidad de movilizarlos contra la supuesta amenaza soviética o, alternativamente, de estabilizarlos como mercado exterior para el comercio y capital estadounidenses.

La “escasez de dólares” de estos primeros años se suplió con devaluaciones y estrictos controles cambiarios al margen de las indicaciones del FMI y con generosas ayudas, como el Plan Marshall, al margen del BM. Más adelante, el rápido desarrollo de Europa occidental y de Japón y sus satélites convirtieron a EE.UU. en un país deficitario y afianzaron al dólar como principal fuente de liquidez internacional. Cuando esta expansión monetaria entró en conflicto con los compromisos de Bretton Woods, EE.UU. no dudó en abandonarlos: primero, con la suspensión de la convertibilidad al oro; y más tarde, con el abandono de los tipos de cambio fijos. El dólar se consolidó como la moneda de reserva internacional sin necesidad de la ficción del respaldo metálico y sin compromisos sobre el tipo de cambio que en algún modo coartaran su política económica doméstica: tal era el estatus de la superpotencia americana en el sistema económico mundial.

Con distintos acentos, ésta es una historia ampliamente conocida y divulgada [1], en la que Benn Steil, con su indudable talento narrativo, hilvana dos argumentos críticos frecuentes en el discurso político actual y que explican quizá la buena acogida de su libro: por un lado, contra el actual sistema de tipos de cambio, que supuestamente acentúa la inestabilidad económica permitiendo que persistan graves desequilibrios comerciales entre estados (por ejemplo, entre China y EE.UU.); por el otro, contra un sistema de tipos fijos que no incorpore mecanismos que orienten a los gobiernos a ajustar sus economías en la dirección adecuada (como en el propio Bretton Woods o la eurozona).

Para Steil, la solución a estos problemas parece ser el retorno al patrón-oro “puro” previo a la Primera Guerra Mundial, garante de la sumisión de los Estados a las “leyes” del mercado (p. 340). Si se perdiera la confianza en la política económica de un Gobierno, la cantidad de oro en sus cofres disminuiría, lo que produciría una caída relativa en el nivel absoluto de precios y con ello un estímulo a las exportaciones y la inversión (y viceversa en los países hacia los que fluyera el oro), restableciendo así el equilibrio en las cuentas exteriores. En efecto, los especuladores financieros aparecen como garantía de la defensa del interés general.

Esta ortodoxia no solo es teóricamente insostenible, sino que choca con la evidencia histórica del viejo patrón-oro. En realidad, los mecanismos “automáticos” que equilibraban las cuentas exteriores de los Estados no eran otros que la reducción de la actividad económica en los países deficitarios; no es casualidad que los movimientos políticos “populistas” de la época situaran la reforma monetaria entre sus prioridades [2]. Por otro lado, este sistema no dependía más del oro y sus pretendidas propiedades monetarias que el sistema de Bretton Woods: eran de hecho la libra esterlina y la política del Banco de Inglaterra las que definían los límites a la liquidez del sistema financiero internacional [3].

Steil señala la aversión al oro y los ideales elitistas e intervencionistas de Keynes, líder de la delegación británica, y enfatiza su importante influencia sobre la prensa y los tecnócratas reunidos en Bretton Woods, a pesar del poco valor que puede atribuirse, en su opinión, a sus contribuciones teóricas [4]. A tal influencia no escapaba ni siquiera su principal contrincante, el estadounidense Harry Dexter White, sobre quien ofrece un buen número de pasajes sensacionales en tanto que espía soviético y admirador de la gestión económica de la URSS. Sumando a todo ello los residuos de intereses imperialistas y financieros que los británicos se empeñaban en defender con la no infrecuente simpatía del departamento de Estado, una impresión posible es que factores coyunturales frustraron que los EE.UU. lideraran un retorno al viejo orden [5].

Sin embargo, el propio Steil demuestra cómo la delegación americana se impuso en todos los asuntos relevantes a la británica [6], en defensa de un interés nacional frente al cual los británicos debieron claudicar progresivamente [7]. EE.UU. monetizó el oro a sabiendas de que tan sólo el dólar podía asegurar su valor en metal y servir de base a la expansión de la liquidez mundial; fijó un tipo de cambio arbitrariamente favorable al dólar (y, como se vería poco después, insostenible) para apuntalar su aplastante dominio económico, y se negó a financiar automáticamente los déficits exteriores en que pudieran incurrir sus socios comerciales o a aceptar la obligación de adoptar políticas expansivas en compensación. Gran Bretaña no pudo oponerse debido a la decadencia de su control sobre las colonias y, sobre todo, porque era consciente de que un programa de reconstrucción nacional exigiría préstamos en dólares para financiar importaciones desde EE.UU. En definitiva, que cualquier política expansiva quedaría supeditada a los intereses de su acreedor.

El rechazo al plan Keynes, que podemos resumir en la provisión casi automática de liquidez internacional para que cada estado pudiera desarrollar su política económica interior sin temor a la escasez de divisas y una crisis en la balanza de pagos, sirve para aclarar los límites del interés “nacional” estadounidense. Sin límites a la expansión de la demanda interna, la propuesta británica debía ser compatible con el pleno empleo global [8] y, por ende, con el uso más eficiente de los recursos internos, también en EE.UU. Sin embargo, el objetivo de Morgenthau-Roosevelt era más limitado: favorecer la integración del bloque capitalista bajo el dominio americano manteniendo la disciplina del crédito internacional sobre los Estados bajo la dirección de un único aparato burocrático-financiero (el FMI), lo que garantizaba menor inestabilidad que la vivida en el período de entreguerras por la disgregación política y la descoordinación propia de los mercados de capitales.

Como hemos señalado, la cambiante percepción de los intereses americanos frustró o transformó históricamente el funcionamiento de Bretton Woods respeto de su manifiesto fundacional, pero no por ello este episodio se redujo a una anécdota. Es interesante señalar los paralelos de esta historia con la génesis del euro, donde también un bloque nacional hegemónico diseñó una institución monetaria internacional a la medida de los intereses generales del capital en su zona de influencia. Además, la liberación del racionamiento de la liquidez internacional de Bretton Woods, implícito en la adopción de una moneda de reserva internacional como el euro, se hizo a cambio de sustraer a la soberanía nacional el mantenimiento de la liquidez de la banca y el sector público, otorgando al capital o, en su defecto, al BCE poder de veto sobre las decisiones democráticas de los estados.

Por todo ello, no es extravagante arriesgar que las posibilidades de transformación del euro deberán medirse frente al éxito en la reforma progresiva de Bretton Woods, o que, a la espera de un plan Keynes, los programas de ruptura monetaria deban limitar la expansión del PIB a un ritmo consistente con el equilibrio de las cuentas exteriores (por lo que deberán ser más audaces en la intervención del sector externo, y en la socialización de la riqueza, la distribución del ingreso y el empleo para asegurar la mejora de la mayoría trabajadora).

En definitiva, Steil aporta nueva luz a un episodio importante de la historia monetaria internacional, y nos advierte acertadamente contra la nostalgia de las instituciones del período keynesiano, si bien desde una perspectiva ortodoxa poco útil para la reconstrucción política de la izquierda.

 

Notas

[1] Eichengreen, B. (2008), Globalizing Capital: A History of the International Monetary. System. Oxford: Princeton University Press, cap. 4.

[2] Clarke, S. (1988), Keynesianism, Monetarism and the Crisis of the State, pp. 113-119.

[3] Smit, J. C. (1934), “The pre-war gold standard”, Proceedings of Academy of Political Science, n.º 13, pp. 53-61.

[4] Steil intercala numerosos pasajes críticos con la teoría de Keynes, enfatizando sus continuidades con el pensamiento económico ortodoxo y la debilidad conceptual de sus posiciones frente a representantes más coherentes de esta misma tradición, como Rueff, Friedman o Hayek (pp. 91-93; pp. 339-341). No deberían ignorarse tales críticas, sino radicalizar el legado de Keynes para hacerlo más congruente con su genial intuición práctica. Véase Pasinetti, L. (2006), Keynes and the Cambridge Keynesians, Cambridge University Press.

[5] Cabe recordar, sin embargo, que las rivalidades imperiales y la irrupción política de las masas ya habían frustrado la restauración del patrón-oro tras la Primera Guerra Mundial. Si bien el ascendente de EE.UU. solucionó el primero de estos problemas, la potencial tensión entre democracias estatales y el orden capitalista supra-estatal sigue vigente.

[6] Permanece abierta la posibilidad de que White, principal ariete de los estadounidenses, actuara de acuerdo con sus convicciones privadas; pero tratándose de un burócrata de poco rango y de modesto prestigio académico, su autonomía respecto del sentir mayoritario de sus superiores en el Tesoro debía ser limitada. Steil es, en general, excesivamente especulativo respeto a la actividad de White, lo que incluye una sorprendente atribución de responsabilidad por Pearl Harbor. Sobre este episodio, véase la crítica de Erich Rauchway en su reseña para el Times Literary Supplement (“How the Soviets Saved Capitalism”, 5 de abril de 2013).

[7] Steil recoge las irónicas, y sin embargo reveladoras, palabras de Roosevelt a Morgenthau, su secretario del Tesoro: “I had no idea that England was broke […] I will go over there, and make a couple of talks and take over the British Empire”, p. 262

[8] La vigencia de una propuesta de reforma monetaria internacional en esta dirección aparece, por ejemplo, en Davidson, P. (2009) The Keynes Solution, Palgrave Macmillan, cap. 8.

 

[Ramon Boixadera i Bosch es economista]

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2014

La política electoral, si bien no debe desestimarse, no puede ubicarse en el centro de ninguna acción política radical seria, orientada a cambiar las instituciones que sustentan el sistema político, desmantelar las ideologías hegemónicas y fomentar el tipo de conciencia de masas en que habría de basarse un cambio social y político desesperadamente necesario.

Noam Chomsky
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