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Juan Torres López

Sobre la violencia en la marcha de la Dignidad

Cualquiera que se haya informado bien de lo ocurrido en los momentos finales de la Marcha de la Dignidad del pasado 22M ha podido comprobar que hubo lamentables momentos de violencia que desgraciadamente provocaron que varias personas (manifestantes y policías) resultasen heridas, algunas de consideración.

Al respecto creo que lo primero que hay que manifestar es que resulta lamentable que haya ocurrido eso y que es deseable que todas esas personas se recuperen bien y cuanto antes. Quienes defendemos la dignidad y la vida no podemos hacerlo segmentada o parcialmente, cuando se quiebra solo la de «los nuestros». La grandeza de principios éticos como los que se supone que defendemos radica precisamente en su transversalidad y universalidad, en su capacidad para impulsar una realidad social y personal diferente para todos los seres humanos sin distinción, no solo, como tantas veces se ha creído, solo para quienes están en la misma trinchera.

La Paz, precisamente por eso, debe ser una aspiración, un lenguaje y una práctica continua de los seres humanos, no algo excepcional. La violencia, venga de donde venga, la genere quien la genere y sea cuál sea su causa, es un fracaso de la humanidad. La paz, por el contrario es el camino y no un instrumento que utilicemos de vez en cuando, solo cuando no tenemos problemas con los demás o cuando son irrelevantes o de pequeña factura.

Por tanto, creo que debemos condenar sin ningún reparo y sin paliativos la violencia que se ejerció al final de la Marcha. Digámoslo claro. Es indigno y completamente contrario a lo que perseguía la marcha que un joven trate de romper la cabeza de un policía con un ladrillo cuando éste último está en el suelo o cualquiera de las otras agresiones que se produjeron en la Marcha.

Pero dicho eso, creo que también hay que ser coherentes y afrontar los hechos con objetividad pues las cosas no siempre ocurren como nos dicen que han ocurrido. Y, por tanto, pedir responsabilidades en todos los sentidos, y no en uno solo.

Las organizaciones y personas que convocaron la Marcha hicieron siempre una llamada permanente a la acción pacífica. Nunca llamaron a la violencia sino que advirtieron para que nadie cayese en provocaciones. Por tanto, hay que rechazar con toda firmeza las acusaciones y la manipulación política que supone calificar a todas ellas como violentas.

Pero tampoco se puede negar, porque es cierto, que en la órbita ideológica de las izquierdas más radicales hay personas o grupos que no tienen otro modo de expresar sus reivindicaciones que no sea por medio de la violencia. Negar eso es una hipocresía. Basta por pasarse por los foros de debate que hay en la red para comprobarlo o incluso visitar las web de algunas organizaciones. Me ha granjeado ya críticas de todo tipo el haberlo denunciado varias veces, pero no me cansaré de repetir que me parece una aberración política y una vergüenza que las Juventudes Comunistas de Andalucía, por ejemplo, sigan vendiendo camisetas con la efigie de Ramón Mercader con un lema verdaderamente atroz y que muestra que el germen de la violencia está mucho más cerca de nosotros de lo que a veces nos creemos: «Clavando fuerte desde 1940» (puede verse en: http://tiendajca.tumblr.com/post/16007521884/sudadera-de-nuestro-club-de-alpinismo. No son solamente cosas «de los jóvenes», sin mucha importancia.

También es bien sabido desde hace mucho tiempo que en las manifestaciones progresistas se pueden infiltrar grupos provocadores de extrema derecha justamente para generar el efecto contrario al que buscan los promotores pacíficos de las movilizaciones. De ahí que en muchas ocasiones se produzca una desgraciada combinación de extremismo de derechas e izquierdas que a mi juicio tiene más que ver con la barbarie y la marginación que con otra cosa y, desde luego, muy poco o nada con la actividad política transformadora.

Finalmente, no podemos olvidar que en los últimos años, precisamente cuando las manifestaciones han sido más numerosas y concurridas porque las agresiones sociales y los recortes de derechos son más profundos, es la propia policía quien infiltra a sus agentes como si fueran manifestantes normales y corrientes para provocar los incidentes que justifican la intervención policial y para que se puede tildar de violentos o incluso de terroristas a los convocantes y asistentes.

Las pruebas de ello son abundantes e indiscutibles, pues hay multitud de fotos y videos que muestran que efectivamente los provocadores más violentos son muchas veces policías que hacen todo lo posible para que una manifestación pacífica se convierta en violenta y así puedan quedar justificadas las cargas policiales. Negarlo también es una hipocresía lamentable.

Por la red hay docenas de fotos de encapuchados que ayudan a la policía uniformada a poner esposas a detenidos o de otros mostrando sus pulseras distintivas cuando van a ser golpeados por la policía, precisamente porque los habían detectado siendo especialmente violentos.

La violencia que eso produce también es grave y su importancia no se debe soslayar. Es violencia provocadora y criminal y quizá aún mucho menos justificada. Debería hacerse un esfuerzo para mostrarla a la sociedad y reivindicar también con fuerza que deje de darse.

Tampoco es una simple casualidad que las cargas policiales y los hechos más violentos se produzcan siempre unos minutos antes de las noticias televisivas de la noche, lo que permite que los telediarios abran con escenas siempre impactantes y que crean un inevitable rechazo hacia las manifestaciones y hacia quienes las convocan.

Comprendo que la policía debe hacer su trabajo y que su misión es procurar que no se den disturbios innecesarios pero lo que está ocurriendo ya en demasiadas ocasiones es que los mandos al servicio de un gobierno, a su vez cómplice y servidor de los grandes grupos financieros y de poder, utilizan a los policías para hacer un servicio de represión vergonzosa. No para prevenir, sino para crear altercados, a veces, como ha ocurrido en esta última ocasión, incluso poniendo en peligro la integridad física de los propios policías.

Hay vídeos que demuestran que la policía irrumpió en el acto final del 22M antes de que hubiera concluido y cuando se trataba de un acción perfectamente legal y pacífica, lo que es natural que provocase indignación y rechazo.

No voy a justificar ningún acto de violencia. No me voy a rendir. Quiero que la paz sea siempre mi única expresión, mi único modo de entenderme con los demás seres humanos. Pero no voy a caer en el error de dejarme llevar por la sinvergonzonería de unos dirigentes políticos que usan a otros seres humanos para evitar que la gran mayoría de la sociedad disfrute de derechos elementales que les están quitando en beneficio de unos pocos.

Lamento sin ningún tipo de reserva la violencia y condeno los altercados y la lesiones y el daño que se han producido, tanto a manifestantes como a policías, y a ambos en la misma medida. Pero condeno sobre todo a quienes han provocado todo ello y ahora quieren hacer pasar por violentos a cientos de miles de personas pacíficas que reclaman con dignidad justicia y las libertades que nos están quitando.

Hasta portavoces de sindicatos policiales han afirmado que el gobierno «busca un muerto», lo que le permitiría descalificar ya mucho más radicalmente a quienes se movilizan contra sus políticas reaccionarias e injustas. Hay que evitarlo por todos los medios, como hay que procurar que nunca más resulte una persona herida cuando se sale a la calle por libertad y la dignidad. Por eso quizá ha llegado la hora de que las distintas fuerzas políticas, sindicales, movimientos sociales y todo tipo de organizaciones se planteen formas efectivas de prevención de la violencia. Es una terrible paradoja que quienes la practican contra los pueblos pretendan ahora utilizarla como arma política precisamente contra quienes más convencida y firmemente estamos contra la violencia porque amamos la vida y queremos vivirla con la dignidad y justicia que los gobiernos nos quitan.

Me atrevería a decir que las izquierdas de todo tipo han tenido siempre un discurso algo instrumentalista de la paz. Siempre la han defendido como un blasón indiscutido entre sus reivindicaciones, pero enseguida afirmando que, sin embargo, no se puede renunciar a la violencia revolucionaria, a la respuesta ante las agresiones… Creo que hay que ir más allá. La Paz, como he dicho más arriba, es un valor absoluto que no me parece que debamos relativizar porque en cuanto que deja de estar dejamos de ser humanos.

Otra cosa es que entendamos bien que la Paz es de suyo imperfecta, porque convive con la violencia y se construye precisamente en medio de conflictos y como respuesta a nuestra naturaleza más indeseable, porque es perfectible y quizá siempre inacabada, porque hemos de forjarla a cada instante y está siempre a punto de venirse abajo, porque es el resultado de una intervención constante en escenarios y relaciones de conflicto que nos obligan a continuos equilibrios y pactos, a dar pasos adelante y hacia atrás constantemente. Es lógico, además, que tenga que ser así. Eirené, la Paz, nace en la Antigua Grecia como una diosa no individualizada que pertenecía al grupo de las Horas o de las Estaciones junto a Díke, la Justicia, y Eunomía, la equidad o el buen gobierno. Las tres son hermanas y no pueden estar nunca separadas. No hay paz sin justicia y buen gobierno, ni buen gobierno sin paz y sin justicia, ni justicia sin paz y buen gobierno y por eso cada una de ellas es tan compleja y difícil de alcanzar. Con las tres al mismo tiempo hay orden y hay abundancia y riqueza. Sin cualquier de ellas, cuando Eirené o Díke o Eunomía están ausentes, no se regulan bien los conflictos y además se sufren carencias de donde nace la violencia (Candida Martínez López, Las mujeres y la paz en la historia. Aportaciones desde el mundo antiguo. Universidad de Granada 2000: http://bit.ly/1gSFEU7).

Por eso, la dignidad que esperamos alcanzar con la satisfacción de las necesidades humanas que proporciona la libertad y el reparto más justo y eficiente de la riqueza que reclamamos es también radicalmente incompatible con la violencia, en cualquier de sus expresiones.

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2014

La política electoral, si bien no debe desestimarse, no puede ubicarse en el centro de ninguna acción política radical seria, orientada a cambiar las instituciones que sustentan el sistema político, desmantelar las ideologías hegemónicas y fomentar el tipo de conciencia de masas en que habría de basarse un cambio social y político desesperadamente necesario.

Noam Chomsky
The Precipice (2021)

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