¿Cómo viven los vivos con los muertos? Hasta que el capitalismo deshumanizó a la sociedad, todos los vivos esperaban la experiencia de la muerte. Era su futuro final. Los vivos eran en sí mismo incompletos. De esa forma vivos y muertos eran interdependientes. Siempre. Sólo una forma de egotismo extraordinariamente moderna rompió esa interdependencia. Con consecuencias desastrosas para los vivos, ahora pensamos en los muertos en términos de los eliminados.
Joan Busca
Ucraniana
Comentarios prepolíticos: 21
I
En la sociedad de los media, recibimos impactos informativos que influyen en nuestras ideas y nuestras acciones. Por esto la publicidad forma parte esencial de la política y la economía de mercado. Y los impactos emocionales se superponen demasiadas veces a la reflexión informada. De ello no se sustrae nadie, y mucho menos la gente de izquierdas que llevamos tantos años sojuzgados por el neoliberalismo y sin un proyecto claro para cambiar las cosas. Llevamos tantos años de zozobras que a menudo nos dejamos cautivar por experiencias ajenas que, vistas de lejos, parecen buenas soluciones a nuestra propia impotencia. Sandinismo, zapatismo, chavismo, etc. han formado las referencias de muchas gentes. En los últimos años fueron los movimientos de las plazas de Túnez, Egipto y Bahrein los que abrieron otra perspectiva, algo que influyó claramente en la cristalización del 15-M y otros movimientos parecidos. Y ahora que los movimientos de las plazas andaban de capa caída (y las experiencias árabes han acabado desastrosamente, con la excepción tunecina) surge la movida de Ucrania para reabrir debates. En lo que sigue no voy a entrar en un análisis detallado de lo que ha ocurrido allí (mi referencia son los magníficos artículos de Rafael Poch en La Vanguardia, que creo que explican adecuadamente lo que ha ocurrido), sino a discutir nuestras percepciones aquí y mostrar lo inadecuado de sacar conclusiones elementales de hechos complejos.
II
La visión más ingenua del proceso es que se ha tratado de una expresión de democracia directa, basada en la implicación personal de individuos en un espacio central que no sólo han conseguido derribar al gobierno sino también imponer a sus propios candidatos; una lectura que propugnaría la vuelta a las plazas y el asamblearismo de masas como forma de transformar a corto plazo la sociedad. Es indudable que la movilización de masas ha sido importante en el caso ucraniano (lo es en todos los procesos de transformación radical), que mucha gente ha acudido a Maidán atraída por la propia concentración (como también hicimos en Sol, Catalunya y tantas otras plazas de nuestro país), pero es bastante improbable que esto mismo haya sido suficiente para explicar el éxito de la acción. Por una parte porque en Ucrania, además de las plazas, han actuado potentes fuerzas (especialmente las presiones de la Unión Europea) que han visto la oportunidad de imponer sus objetivos estratégicos apoyándose en la movilización social. Unas fuerzas de las que no cabe esperar que actúen en el mundo occidental. Por otra, porque en la plaza no sólo había pacíficos ciudadanos sino también grupos paramilitares organizados que jugaron un papel central en los enfrentamientos con las fuerzas de seguridad, y es dudoso que allí donde exista una fuerza militar organizada las decisiones se acaben tomando por medio de procesos democráticos. Habitualmente, cuando hay una fuerza militar organizada en un movimiento social (y alguien la organiza, la sustenta, la dirige), lo que es más probable que ocurra es que esta fuerza acabe imponiendo sus intereses a la mayoría. Una plaza con mucha gente puede ser una expresión de democracia, pero puede también acabar siendo un mero tumulto manipulado donde lo emocional sustituya a lo deliberativo, donde la aclamación se imponga al discurso.
El asamblearismo y la participación abierta han sido un tema transversal en los movimientos sociales de la época moderna. El consejismo ha formado uno de los referentes de la izquierda democrática, pero a ningún consejista clásico se le hubiera ocurrido que una enorme masa de gente congregada en un espacio concreto pudiera constituir un modelo de verdadera participación social. Una democracia deliberativa, asamblearia y participativa sólo puede construirse a partir de espacios de un tamaño y organización tales que posibiliten el debate reflexivo y den a todo el mundo la oportunidad de participar. (No es sólo una cuestión de espacio y tiempo, sino también de condiciones formales y de consensos sociales que acepten la disidencia con normalidad y que promuevan mecanismos de toma de decisiones a la vez inclusivos y no bloqueadores.) Un verdadero proceso participativo exige una pluralidad de espacios de debate e, ineludiblemente, algún mecanismo de segundo o tercer nivel. Una enorme masa de gente en un espacio es, sin duda, una fuerza social importante, una expresión de lucha, de movilización, de presión. Pero difícilmente puede ser un lugar de deliberación serio y tranquilo. Una ocupación sostenida de las plazas permite la apertura de muchos debates (si bien restringidos a la gente congregada), pero sólo puntualmente adaptada a la toma de decisiones sobre cuestiones complejas. Y corre a menudo el peligro de que los aspectos emocionales, la presión ambiental y el control de pequeños grupos acaben por convertirla en un mero proceso de apoyo a unos portavoces autoelegidos. Los que de verdad pensamos que una sociedad decente exige una participación real, informada e igualitaria estamos obligados a leer autocráticamente las experiencias reales y a no confundir deliberación con aclamación. Las acciones colectivas en que se reúne mucha gente son importantes, pero no permiten sustituir otros procesos más sofisticados de participación social.
III
La lectura local del caso ucraniano muestra otra valoración, la que he oído reiteradamente en boca de bastantes de las personas que han participado en las movilizaciones de los últimos días (Panrico, Stop Pujades, Marcha contra el Paro…). Se trata de una visión exclusivamente en clave antioccidental: que lo de Ucrania es una mera acción imperialista de Euramérica. Es evidente que la intervención de alemanes, norteamericanos y estados comunitarios en general ha sido profusa y que no han dudado en incordiar, presionar y apoyar para que tuviera lugar una situación de este tipo. De hecho, la crisis ucraniana es la continuación de una vieja rivalidad histórica entre Alemania y Rusia, del denodado intento alemán de contar con un cinturón de estados satélite en el este de Europa (incluida la frontera meridional de los Balcanes), que fue uno de los detonantes de la Primera Guerra Mundial, se repitió en la Segunda y constituyó uno de los ejes de la Guerra Fría y se mostró en toda su extensión con la caída de la URSS. Que las grandes potencias tienen visiones estratégicas de control mundial es indudable. Que tratan de implantar gobiernos favorables a sus intereses, también. Pero reducir toda crítica social a estos gobiernos a un mero complot prooccidental es de una simpleza generadora de grandes males.
Por ser más concretos: la movilización social en Ucrania (y su carácter pro Unión Europea) es posiblemente más una respuesta al desastre interno, al rechazo de unas castas corruptas e ineficientes, que a la acción de los agentes externos. La URSS estalló desde dentro, y cuando lo hizo poca gente se movilizó para salvar un sistema indeseable en muchos aspectos. Y el desguace de la economía soviética en casi todas partes generó una nueva casta de mafias empresariales que combinaban lo peor de los dos mundos: el desprecio neoliberal por el resto de la sociedad y la tradición autoritario-personalista del antiguo régimen. Estas élites que han dirigido la inserción de estas sociedades en el capitalismo global sólo han sido capaces de ofrecer modelos sociales en que las desigualdades, el clientelismo y el autoritarismo campan a sus anchas. La Rusia de Putin no es mejor, sino que simplemente realiza sus viejas apuestas políticas en beneficio de su propia casta dominante. Éste es el meollo de la tragedia que viven los ucranianos: estar atrapados entre dos sociedades que son incapaces de ofrecerles salidas decentes a sus problemas.
Recomponer una alternativa de izquierdas no sólo exige una crítica al capitalismo neoliberal y sus efectos, sino también también tener un esbozo básico de qué es y cómo puede funcionar una sociedad decente, igualitaria, democrática, sostenible. Ello nos obliga a ser tan críticos con nuestros tiranos como con sus oponentes, y exige evaluar críticamente lo que se hace en otros lugares en nombre del socialismo (o cualquier eufemismo local). Es la única forma de generar propuestas sólidas y de ayudar solidariamente a los que en muchas partes del planeta tratan de buscar alternativas al desastre en el que estamos sumidos.
IV
Ucrania también tiene una lectura en clave de debate nacional; una lectura poliédrica. Para los unitaristas que claman que el Estado no puede aceptar fragmentarse, que es la ruptura inaceptable de un presunto pacto social (nadie sabe cuándo se alcanzó, votamos una Constitución condicionada a la presión de los poderes fácticos, para ganar libertades, pero no creo que nadie pueda sostener realmente que fue el resultado de un debate social “por abajo” cuando ni siquiera pudimos discutir el color de la bandera), la historia del este de Europa debería llamarles a reflexión. Para un independentista catalán resulta provocador observar el proceso de desmembramiento de las antiguas URSS y Yugoslavia, la proliferación de miniestados en el Este, el reconocimiento de lenguas mucho más minoritarias que la suya (y el tema de la lengua es central en la cuestión catalana) y la total negativa a opinar siquiera sobre cambios de estatus en el oeste. Una de las muchas muestras de que siguen predominando la doble moral y los intereses estratégicos; lo de los derechos es sólo una retórica para legitimar políticas.
Para los nacionalistas catalanes, la experiencia ucraniana les puede reforzar en una de las creencias (ampliamente divulgada por los partidarios de la separación) que, a mi entender, más han contribuido al auge independentista: que se trata de un proceso fácil, sin coste, que contará con el apoyo exterior de una Europa que no puede pasar sin nosotros; que bastará con que nos movilicemos, votemos (y, en el caso de que no nos dejen, con que forcemos a nuestro Parlamento a una decisión unilateral de independencia). Y que, dado el estado financiero, el coste económico de la operación no sólo no pasará factura, sino que saldremos ganando. Creo que se trata de un razonamiento erróneo en todos sus puntos y que el caso ucraniano no permite extrapolación alguna. El éxito de la movilización ha contado con apoyos y fuerzas internas que ya han provocado un proceso sangriento y pueden derivar en males mayores. La Europa que está interesada en atraer a Ucrania no tiene interés alguno en una Catalunya independiente (por el propio coste de la operación y por su posible efecto de contagio en países como Bélgica o Italia). Y el coste de la operación, en Ucrania y aquí, será elevado (más o menos lo que ha ocurrido con el contrato de Neymar). Además, en Ucrania está por ver cuál será el siguiente acto, la reacción rusa y la más que previsible desestabilización interna. Las consecuencias habrá que extraerlas al final.
V
La historia reciente (y pasada) del este de Europa es dramática. Siempre sometidos a castas dirigentes autoritarias e incompetentes y a las veleidades de la rivalidad ruso-germánica. Su sostenido sufrimiento nos debe generar respuestas. El fracaso de su experiencia de “burocracia pseudosocialista” sigue gravitando pesadamente sobre nuestras propuestas anticapatilistas, y lo mejor que podemos hacer es reflexionar críticamente frente a unos sucesos dramáticos, cuya información nos llega sesgada por intermediarios diversos, y analizarlos en toda su complejidad. No hay que esperar sacar de los mismos conclusiones simplistas para uso local que ni ayudan a nuestra acción cotidiana ni permiten apoyarlos con la solidaridad y la inteligencia que merecen.
28 /
2 /
2014