La política electoral, si bien no debe desestimarse, no puede ubicarse en el centro de ninguna acción política radical seria, orientada a cambiar las instituciones que sustentan el sistema político, desmantelar las ideologías hegemónicas y fomentar el tipo de conciencia de masas en que habría de basarse un cambio social y político desesperadamente necesario.
Miguel Ángel López Muñoz
La legión extranjera y el aborto
En su combate contra la modernidad, la secularización y la democracia el Cristianismo ha aprendido mucho del islam, especialmente a partir del momento en que la revolución cultural iraní triunfa y el ayatollah Jomeini termina siendo Líder Supremo del país y referente internacional en la reconquista religiosa del Estado en general y del Derecho Público en particular. Diez años después, desde Santiago de Compostela, Karol Wojtyla clamaba como Papa por la recristianización de Europa, desde el Atlántico hasta los Urales…
A finales de los años ochenta del siglo XX, Gonzalo Puente Ojea fue uno de los primeros en denunciar y combatir la reinstauración de la vocación hegemónica de la Iglesia y en avivar el legado laicista que cimentó la emancipación histórica de los españoles frente a la dominación eclesiástica. Desde entonces, decenas de intelectuales de todo el mundo no han dejado de repetir y rumiar la misma idea, desde Gilles Kepel a Paul Cliteur, desde Fernando Savater a Mark Lilla. Éste último lo expresaba como sigue al inicio de su obra The Stillborn God (2007):
El crepúsculo de los ídolos ha sido pospuesto. Durante más de dos siglos, desde las revoluciones americana y francesa hasta el colapso del comunismo soviético, la vida política de Occidente giró en torno a cuestiones eminentemente políticas. Discutíamos sobre guerra y revolución, clase y justicia social, raza e identidad nacional. Hoy día hemos progresado hasta tal punto que nos enfrentamos de nuevo a batallas del siglo XVI: sobre revelación y razón, pureza dogmática y tolerancia, inspiración y consentimiento, obligación divina y decencia común. Estamos inquietos y confusos. Nos parece incomprensible que las ideas teológicas sigan inflamando las mentes de los hombres, agitando pasiones mesiánicas que llevan a las sociedades a la ruina. Suponíamos que esto ya no era posible, que los seres humanos habían aprendido a separar los asuntos religiosos de los políticos, que el fanatismo había muerto. Estábamos equivocados.
No obstante, junto a la expresión de estas inquietudes que sólo pretendían contribuir al rearme de la conciencia laica, toda una legión de lo que Paolo Flores d’Arcais llama ‘teo-pro’ —término correlativo a ‘teo-con’, donde ‘pro’ se recoge como expresión de ‘progresistas’— acude en connivencia con la lucha confesionalista contra el Estado laico en su pretensión, consustancial a la democracia, de articular una estructura institucional capaz de promover la convivencia pacífica y jurídicamente igualitaria propias de una sociedad multicultural y plural en sus convicciones, religiosas o no religiosas.
Junto a la diatriba del diálogo interconfesional contra el carácter secular del Estado —el único enemigo común— una legión extranjera, esforzada en demostrar su auténtica y sincera naturalización, se une en la lucha renovada de la Santa Alianza 2.0. Caracterizada por su heterogeneidad, todos acuden a la llamada de las campanas o de al-adhan —o de la tefilá— para contribuir finalmente a la legitimación jurídica y social del paradigma de la teología política en un revival pietista, no por todos disimulado.
Desde la hermenéutica al marxismo, al psicoanálisis, a la teoría crítica o a los pensamientos ‘post’ y ‘neo’, la legión extranjera contemporiza en el debate sobre el papel público de la religión, contando entre sus filas con la no-hermenéutica religiosa de Giorgio Agamben, Alain Badiou o Slavoj Žižek; con el diálogo interpersonal antiobjetivista de Richard Rorty o Gianni Vattimo, con la laicidad abierta o inclusiva de Michel Morineau, Victorino Mayoral o Dionisio Llamazares; con el acomodamiento razonable de Jocelyn Maclure o Charles Taylor; con la laicidad del reconocimiento de Micheline Millot, y, por supuesto, con la recepción del potencial semántico de Jürgen Habermas.
A fuerza de abrirnos, acomodar, reconocer y recibir se termina difuminando el principio básico de separación entre Estado e Iglesia. Tal es el caso de la nueva regulación del aborto propuesta en España, donde la lógica y las necesidades electoralistas del partido gobernante colman la mayor parte de las aspiraciones de los grupos ultracatólicos pro-life al prohibir en la práctica el aborto y regular la objeción de conciencia médica de la praxis abortiva e informativa. La diferencia fundamental entre la ley propuesta y aquella que sustituye es que la primera obliga a la mujer a tener hijos cuando no quiere y la segunda no obliga a nada a la mujer embarazada, absteniéndose de imponer una determinada visión del mundo. ¿A esto se refería la legión extranjera cuando hablaba de laicidad inclusiva? Con la nueva regulación de la ley del aborto, habrá sanciones penales a causa de una normativa cuya génesis se encuentra en una argumentación política que recurre a Dios, cuya coartada de los derechos no tutelados de la “persona” nonata se descubre al intentar trasponer sus razones a la prohibición del suicidio asistido o eutanasia. ¿Era esta la simetría de las razones del ciudadano no creyente y el ciudadano creyente que lograba evitar la presunta persecución de estos últimos? ¿En esto consistía el abrirse al potencial de verdad de las motivaciones religiosas?
Por la historia sabemos que la secularización del poder estatal ha sido la respuesta adecuada a las guerras de religión y a los conflictos confesionales en la modernidad temprana. Olvidar esta enseñanza, confundiendo ciudadano con creyente y estableciendo lazos de traducción entre el lenguaje de la razón natural y secular y el lenguaje de una autoatribuida razón postsecular, sólo desvela el desconocimiento de la naturaleza de la teología política propia de las religiones de Libro y la asunción de un dualismo político jurídicamente depredador y promotor de intolerancias, incompatible con toda forma de democracia.
[Miguel Ángel López Muñoz es profesor de Filosofía y director de Instituto de Enseñanza Secundaria]
12 /
2013