La política electoral, si bien no debe desestimarse, no puede ubicarse en el centro de ninguna acción política radical seria, orientada a cambiar las instituciones que sustentan el sistema político, desmantelar las ideologías hegemónicas y fomentar el tipo de conciencia de masas en que habría de basarse un cambio social y político desesperadamente necesario.
Joaquim Sempere
Canibalismo político
En este país durante un tiempo nos hemos dejado engañar por la derecha. Con la transición creímos no sólo que habíamos superado y dejado atrás las instituciones franquistas —aunque con residuos incómodos y peligrosos en los aparatos del Estado—, sino también la cultura política heredada. Cuando el PP ha podido gobernar con mayoría absoluta, nos ha revelado nuestra ilusión. Hemos visto que en España persiste una cultura política autoritaria, profundamente antidemocrática, que el PP se propone no combatir, sino atizar y aprovechar para su propio proyecto de dominación.
Haríamos bien en analizar qué significa ese proyecto. Porque no se trata de una simple vuelta atrás. El tejerazo fue el último intento de unos nostálgicos para una vuelta atrás (en el 23-F de 1981 se mezclaban varias conspiraciones, no sólo la de los nostálgicos del franquismo puro y duro). Lo que ha venido después supone una actualización de nueva planta de los objetivos de la derecha reaccionaria. En esa actualización se observan varios elementos, unos viejos y otros nuevos, a veces entremezclados. Entre los viejos destacan la mitificación de la «unidad de España», como banderín de enganche ideológico, y la vuelta al nacionalcatolicismo. Entre los nuevos destacan la apropiación del lenguaje constitucionalista democrático (versión española del mito de la «democracia» como legitimación del poder capitalista en todo Occidente) encaminada a vaciar de contenido democrático la vida civil y política, y la utilización desde el poder (político, económico, mediático) de los medios de difusión de masas —lo que podríamos denominar «berlusconismo»—. A caballo de lo viejo y lo nuevo está el uso desvergonzado de la mentira, la calumnia y el insulto, magnificado por los medios de difusión.
En conjunto, se ha hecho visible de manera clara y contundente un proyecto derechista protagonizado por una amalgama de personajes directamente entroncados por lazos de filiación y parentesco con los que fueron funcionarios y políticos del franquismo (con algunas cooptaciones notables, no pocas procedentes de la izquierda antifranquista), que recoge y transfigura el viejo proyecto dictatorial de dominación política envolviéndolo en ropajes nuevos, «a la altura de los tiempos»; que recupera el apoyo —siempre implícito en las sociedades modernas— de la antes llamada «mayoría silenciosa», una masa normalmente inarticulada, políticamente lobotomizada por la suma de impotencia política y manipulación televisiva, psicológicamente fragilizada por la inseguridad laboral y económica y por las amenazas que se hacen gravitar sobre el sistema de la Seguridad Social (y en particular sobre el futuro de las pensiones), y políticamente neutralizada por un régimen político que hurta a la gente corriente todo sentimiento de ciudadanía y trata de convertirnos a todos en individuos atomizados e impotentes a quienes sólo se nos pide votar cada tanto y, sobre todo, abstenernos de cualquier otra actividad política y social, dejando en manos de los profesionales de la política la tarea de gobernar.
En este marco, atizar el odio y la desconfianza entre comunidades autónomas es sumamente rentable para el gobierno del PP. No se trata de que no puedan existir diferencias de intereses, recelos e incluso motivos de hostilidad entre los pueblos de España. Pero es obvio que lo deseable es establecer mecanismos con los cuales puedan dirimirse las diferencias dentro de un marco y un estilo de convivencia constructiva, y colocar los problemas en un plano de racionalidad y veracidad informativa. Lo que hace el PP es exactamente lo contrario: expulsar toda racionalidad, toda información veraz, y atizar el odio irracional entre pueblos, con la insensata esperanza de capitalizar ese odio para su propio reforzamiento electoral (sobre todo en las comunidades menos desarrolladas, más sensibles al argumento de «son insolidarios», «nos dejan en la estacada», etc.), aun a costa de un deterioro de la convivencia entre pueblos y de una creciente ignorancia recíproca, madre de futuros desencuentros. El PP aspira, así, a asentar su dominación política sobre el inestable fundamento de la confrontación permanente. De ahí la importancia que tiene hoy cualquier intento de fomentar el diálogo y el entendimiento entre todos los pueblos y las culturas de España, como el encuentro, en esta línea, de intelectuales, profesionales y artistas de toda España que se prepara en Madrid para el mes de abril o mayo. No hay que pensar, por lo demás, que este entendimiento cae por su propio peso: es un objetivo que debe elaborarse a través del diálogo. Y en esta tarea, la izquierda tiene un papel específico. En las naciones y regiones más desarrolladas, la izquierda debe acentuar la redistribución solidaria en beneficio de las comunidades menos desarrolladas; y en éstas, la izquierda debe acentuar el respeto a las culturas y lenguas minorizadas de las comunidades más ricas. Y en todas, el aumento del autogobierno debe verse como un progreso de la democracia y un incremento del potencial para una democracia más participativa.
La información veraz es otra batalla fundamental. La guerra del agua lo ejemplifica. El trasvase de agua del Ebro hacia el levante y el sureste de la península es un auténtico disparate ecológico y económico. Cálculos fiables nos dicen que la desalación de agua de mar in situ (en la costa de Murcia y Almería) proporcionaría agua de mejor calidad y a mitad de precio que la procedente del Ebro (que, por su pésima calidad, requeriría un proceso de desalación y depuración muy costoso, y que supondría unas infraestructuras faraónicas de canalización… y de bombeo ininterrumpido, pues se captaría a una altura de 10 metros sobre el nivel del mar y debería sortear, en su camino hacia el Sur, alturas superiores). A pesar de estas previsiones económicas, y a pesar del desastre ecológico, agrícola y pesquero que representaría para toda la zona del delta del Ebro, el gobierno sigue adelante cerrilmente con su proyecto, cuyos beneficiarios principales no serían los campesinos modestos de Murcia y el País Valenciano, sino básicamente las constructoras concesionarias de las obras de canalización y los intereses inmobiliarios de quienes quieren seguir construyendo viviendas, hoteles, parques temáticos y campos de golf para un desarrollo turístico insensato. O también para algunos grandes negociantes de una agricultura de regadío que hoy no existe. Pues bien, toda esta trama de intereses se esfuma y del tema del trasvase no queda más que un mensaje escuálido pero abrumador: «¡Os quitan el agua!». Gobernar así es hacerlo con el principio de «cuanto peor, mejor», y «después de mí, el diluvio», porque no importa cómo quede el clima de convivencia entre pueblos y regiones de España.
En esta situación, es exasperante que el PSOE lance la idea de que no va a gobernar si no es el partido más votado. En la Comunidad de Madrid estuvo dispuesto a gobernar con los votos de IU sin ser el partido más votado. ¿Por qué ahora no? Hoy en día, echar al PP del gobierno del Estado es una cuestión de salvación nacional, una política de emergencia democrática básica. Tratar de arañar votos a IU y a otras opciones en aras al «voto útil» es una mezquindad que merece un voto de castigo contra el PSOE y requiere articular una presión para que el PSOE renuncie a esta estrategia electoral no sólo suicida, sino incoherente con la única política hoy aconsejable: la de ¡todos contra el PP para desalojarlo de la Moncloa! Lo demás —que es mucho y muy importante— ya se discutirá después.
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2 /
2004