¿Cómo viven los vivos con los muertos? Hasta que el capitalismo deshumanizó a la sociedad, todos los vivos esperaban la experiencia de la muerte. Era su futuro final. Los vivos eran en sí mismo incompletos. De esa forma vivos y muertos eran interdependientes. Siempre. Sólo una forma de egotismo extraordinariamente moderna rompió esa interdependencia. Con consecuencias desastrosas para los vivos, ahora pensamos en los muertos en términos de los eliminados.
Joaquín Juan Albalate y Jesús Matamala Bacardit
Los accidentes de trabajo: asumir riesgos por tener que trabajar
Introducción
La enésima tragedia humana de los cinco mineros sepultados a quinientos metros bajo tierra en una mina de carbón de un pueblo de León, ha vuelto a recordar que, al menos para algunos y de forma aunque sea efímera, trabajar aún puede conllevar la muerte. Es algo de lo que no suele ser objeto de debate cotidiano ni en las tertulias radiotelevisivas, ni en las universidades, ni en las empresas, ni en el espacio público; a no ser que se presente un desastre de un calibre como el antes citado. En todo caso, al día siguiente, ya nadie se acuerda del suceso y la vida sigue como si nada hubiera sucedido.
La muerte y, más en concreto, su anticipación artificial, no la desea, en principio, nadie que esté en su “sano juicio”, por mucho que hayan siempre personas que, por diversos motivos personales o sociales, la persigan. Sin embargo, se estima que, cada vez, hay un mayor número de accidentes o muertes que, como dicen los demógrafos o los psicólogos, “buscan” la muerte más o menos, conscientemente. Sólo hay que mirar, por ejemplo en el campo del ocio, donde es común observar cómo ciertas personas arriesgan su vida cuando deciden llevar a término innumerables prácticas para superar lo insuperable para la gran mayoría, que pueden conducir, en el peor de los casos, a una muerte gratuita. Es una de las paradojas de la sociedad capitalista actual: mientras unos arriesgan su vida para salvar a otras vidas o a la suya propia, otros arriesgan su vida para “vivir experiencias” insólitas o únicas aunque sea a costa de encontrar la muerte.
Pero retornando a los accidentes o/y las patologías que se padecen en razón a tener que trabajar y que dan como resultado directo o indirecto la enfermedad, la invalidez o, incluso, la muerte, ni son “buscados”, ni mucho menos deseados. Y es que contraer una enfermedad grave por absorber gases tóxicos o morir de un accidente de tráfico in itinere por tener que desplazarse al trabajo, es uno de los percances más injustos que aún se producen en el mundo productivo actual.
1. La visión social de la siniestralidad
Si hay algún componente que mejor indica cuál es el estado de la calidad del empleo de un país, ese es, sin duda, el grado de siniestralidad laboral. Otros componentes como el nivel de cualificación del trabajo o del salario, la mayor o menor intensidad del trabajo, la estabilidad en el empleo, el cambio continuado de los turnos de trabajo, por no hablar de las desigualdades de género o la compatibilidad con la vida no laboral; son, ciertamente, indicadores importantes que señalan también dicho estado pero no alcanzan el mismo rango de «calidad» del empleo. El riesgo de las consecuencias que se derivan de esos componentes no es comparable con el que se sigue de las actividades que comprometen la salud y la vida de los trabajadores.
De forma parecida, la siniestralidad laboral es también un buen detector del tipo de sistema productivo y de las formas que se resultan para organizar el trabajo dentro de un determinado modelo capitalista. Según se trate de un modelo que busca la obtención del beneficio, a partir de organizar el trabajo con bajos salarios, baja cualificación y alta intensidad en trabajo manual o, por el contrario, se busque ese beneficio a partir de buenos salarios, alta cualificación y una considerable inversión tecnológica que garantice el incremento de la productividad; así será, uno u otro, el grado de siniestralidad que se deparará para la sociedad (Castillo, 2007: 7).
Hablar de siniestralidad es hablar de enfermar, quedar inválido o, peor aún, morir por no poder eludir la obligación de desplazarse para trabajar donde el empleador ha decidido, unilateralmente, ubicarse, o por tener que desempeñar un trabajo peligroso, nocivo o arriesgado psicológica o físicamente, como único medio para poder obtener unos ingresos o ganar un salario con el cual costear el precio de los bienes y servicios necesarios para vivir.
La siniestralidad constituye uno los escándalos sociales más inmorales que, año tras año y todavía en pleno siglo XXI, acontecen en las actuales sociedades capitalistas, más si se tiene en cuenta la existencia de numerosos avances que hoy se disponen en materia ergonómica, tecnologías antropocéntricas y de salud y seguridad laboral, la implementación sistemática de las cuales podrían mitigar o remediar buena parte de las consecuencias de la reiterada omisión o insuficiencia de las inversiones que realizan los empresarios al respecto, a menudo, eludiendo o burlando el cumplimiento de lo legislado por la propia ley de riesgos laborales de 1996.
Si bien la siniestralidad laboral es intrínseca al propio trabajo humano (desde las primitivas bandas de cazadores y recolectores, el riesgo para la salud física y mental asociado a la transformación de la naturaleza ha sido una constante de la vida social humana), desde que apareció el modelo de producción industrial capitalista; ese riesgo se incrementó sustancialmente (Castillo, 2007: 4) y, aunque desde finales del siglo XIX nacerían las primeras instituciones para prevenirlo, aún en nuestros días el riesgo de accidentes y de enfermedades profesionales en España sigue siendo muy elevado, al menos, en comparación con otros países de nuestro entorno.
A pesar de que las cifras anteriores tienen una cierta antigüedad y de que las diversas estructuras económicas de los países citados en el cuadro son distintas y han podido varia durante estos últimos diez años, los datos que se muestran en el cuadro anterior ponían de manifiesto la fuerte disparidad que hay entre los accidentes mortales y los generales (suma ponderada de los leves, graves y mortales) que acaecen en cada territorio analizado.
Probablemente, transcurridos unos años, estos datos habrán ido a la baja en todos esos países, como consecuencia de la disminución de la actividad económica y del correspondiente empleo, especialmente, en aquellos sectores productivos, particularmente, intensivos en trabajo y poco cualificado, altamente generadores de accidentes, como la agricultura, la construcción y algunos subsectores relacionados con la producción metálica y las industrias extractivas pero no, presuntamente, por una mayor conciencia preventiva de los empresarios —y a veces, de los propios trabajadores, todo hay que decirlo— aumentando las inversiones en esta materia en plena crisis económica.
2. Las causas de la siniestralidad en España
Las fuentes que se suelen manejar sobre accidentes laborales suelen proceder del registro estadístico que lleva a cabo el Ministerio de Trabajo y Asuntos Sociales de los denominados “daños súbitos a la salud”. Sin embargo, este registro no contempla, entre otras cosas, los daños que se ocasionan con el paso del tiempo como consecuencia de factores como, por ejemplo, el estrés, pero que tampoco tienen en cuenta el envejecimiento prematuro de las personas por el desgaste de su salud, los trastornos psicológicos, por la misma carga de trabajo mental, etc., además de que se desestima la inclusión de todos los accidentes que sufren los trabajadores autónomos o los inmigrantes “sin papeles” (Castillo, 2007: 4-5), (Castillo, 2005: 9), a pesar de que trabajen, por no hablar de los millones que trabajan en la economía sumergida todavía en peores condiciones, hoy tan extendida.
Los análisis de la siniestralidad laboral habida en España durante los últimos años indican la existencia de una clara concentración de los accidentes en función de tres grandes factores: los relacionados con el mercado de trabajo, los derivados de la descentralización de la estructura productiva y los procedentes del tipo de ubicación de las ocupaciones dentro de la división del trabajo actual (Castillo, 2002: 147-150).
• Desde el punto de vista del mercado de trabajo, la edad y la categoría del puesto de trabajo ocupado demostraba, a finales de los noventa, un potencial explicativo elevado: mientras los jóvenes de 16 a 19 años sufrían una tasa de incidencia general de accidentes del 133,5% y los de 20 a 24 una de 110,9%, en cambio, para los que tenían entre 55 y más años que aún trabajan, esa tasa era del 55,4%. Situación ésta claramente ligada con las tasas de precariedad contractual: mientras en 1999 los jóvenes de 16 a 19 años tenían una tasa de contratos temporales del 86,4%, esa tasa se situaba entre los de 20 a 24 en el 69,6%. Y es que, desde la reforma laboral de 1994, el crecimiento de la siniestralidad ha sido continuo (al menos hasta 2002), concentrándose en los trabajadores temporales, cuya tasa triplicaba la de los trabajadores indefinidos.
Esas altas cifras de temporalidad se asociaban a una elevadísima rotación de puestos de trabajo distintos que impiden la acumulación de experiencia y saber hacer. En otras palabras, la ausencia de experiencia es otro factor de accidentalidad que explicaba el 45% del total de accidentes habidos en España durante la década de los noventa.
En definitiva, el perfil del accidentado era el de un joven, sin contrato fijo ni expectativas de hacer carrera, con alta rotación en puestos distintos y, por tanto, sin experiencia en un oficio (Castillo, 2002, 148).
• Desde el punto de vista de la descentralización productiva, la constante disminución de la dimensión empresarial ha deparado que el máximo riesgo se concentrara en los centros de trabajo que poseen entre 26 y 50 trabajadores y los que tienen entre 100 y 500.
Ahora bien, hay que subrayar que, en ese marco dimensional, muchos de los accidentes provienen de la actual organización del trabajo marcada por las dificultades de coordinar y ajustar la elevada fragmentación y subcontratación del trabajo —y del tipo de puestos de trabajo que se crean en ese contexto— que hoy sucede entre empresas y que tiende a transferir las malas condiciones del trabajo (incluyendo la siniestralidad asociada a estas), desde la empresa “cabecera” hacia otras empresas con menos capacidad de negociación de mercado en la cadena productiva. Todo ello, presidido por los intensos ritmos de trabajo que impone el sistema de producción just in time (Castillo, 2002: 149), que no permiten ni el raciocinio ni el necesario descanso par eludir mejor los riesgos que constantemente aparecen.
Es de ese modo, que muchas grandes empresas tienen tasas de accidentes menores porque, cuando exportan fragmentos de su producción a terceras empresas, generalmente pymes, exportan también las correspondientes “tasas de accidentabilidad”, ya que pueden imponer condiciones de trabajo perores que conllevan a un mayor riesgo para los trabajadores subcontratados [1].
En definitiva, todo apunta a que la intensificación del trabajo, la baja cualificación, los bajos salarios y la precariedad sean las características que presiden la organización y gestión del trabajo en el sistema productivo español. Ese es el caldo de cultivo del desgaste prematuro de la fuerza de trabajo, de los accidentes, de los daños a la salud (Castillo, 2002: 153).
• Desde el punto de vista de la ubicación de las ocupaciones, cabe añadir también que las ocupaciones de los accidentados son, mayoritariamente, las peor colocadas en la división del trabajo dentro de las empresas o de los sistemas productivos, es decir, dentro de los puestos de trabajo que componen el denominado por algunos marxistas “trabajador colectivo”. Entre estas ocupaciones se concentra el 75% del total de accidentes leves.
Son puestos de trabajo ocupados, como ya se ha dicho, por jóvenes sin experiencia, “débiles” ante el marcado de trabajo y moldeados en sus expectativas por ese marcado y, por el contrario, “fuertes” para desempeñar los puestos de trabajo que exigen una carga de trabajo intensiva. Un modelo de “obrero”, por otro lado, adaptable al nuevo inmigrante descualificado, con menos capacidad de negociación, si cabe, que los autóctonos, a los que se fuerza a jugarse la vida para ganársela (Castillo, 2002: 150).
Estos trabajadores se ubican, sobre todo, en la construcción y en el metal, ambos sectores que explican el 28% de los accidentes habidos durante los últimos años, donde la temporalidad (construcción), y la intensidad del trabajo y la subcontratación en cascada (industria) se han convertido en “norma”. Pero, más allá de esas ramas tradicionalmente propicias a la accidentabilidad, otras menos mencionadas, como el comercio al por mayor y menor, la hostelería, incluso las Administraciones Públicas, por no hablar del transporte, concentran otra parte importante de los accidentes, cuestionando las supuestas “buenas condiciones de trabajo” del sector servicios.
Esto podría explicar que, por ejemplo, la tasa de accidentalidad de las Islas Baleares fuera en 1998 de 102 por cada mil habitantes, mientras la media española se situaba entonces en 67. En un sector, como el turístico-hotelero, se concentran también los rasgos antes avanzados para la construcción y, en menor medida, para la industria del metal: máxima precariedad contractual (sólo un 6,5% eran contratos indefinidos), baja o nula cualificación previa y ritmos de trabajo intensivos, etc.
Nota
[1] El 75% de las empresas españolas tienen cinco o menos trabajadores, lo cual supone que el 10% de los trabajadores (los que trabajan en esas empresas) trabajen en centros donde no existe delegado sindical ni prevención propiamente dicho, y otro 30% más lo haga en centros de trabajo de 5 a 49 trabajadores en los que, no sólo no existe Comité de Seguridad y Salud, sino que en más del 40% de estas empresas tampoco existe delegado sindical .a pesar de poderlo tener- ni de prevención (Castillo & López Calle, 2007: 168).
Bibliografía
Caprile, Maria et al. (2008), «La qualitat de l’ocupació a Catalunya», en Montagut, Teresa (coord.), Societat catalana, Barcelona: Associació Catalana de Sociologia, Institut d’Estudis Catalans.
Castillo, Juan José (2002), «Accidentes de trabajo en España: la construcción social de la normalidad», Sociología del Trabajo, nº 44, pp. 145-155.
Castillo, Juan José (2005), «Contra los estragos de la subcontratación: trabajo decente», Sociología del Trabajo, nº 54, pp. 3-38.
Castillo, Juan José y López Calle, Pablo (2007), «La salud laboral en España hoy: analizar las causas complejas para proponer políticas adecuadas», en Castillo, Juan José y Castillo, Santiago, Estado, política y salud de los trabajadores. España 1883-2007, Sociología del Trabajo, nº 60, pp. 149-171.
Castillo, Santiago (2007), «El Estado ante el accidente, la seguridad e higiene en el trabajo, 1883-1936», en Castillo, Juan José y Castillo, Santiago, Estado, política y salud de los trabajadores. España 1883-2007, Sociología del Trabajo, nº 60, pp. 13-76.
Juan Albalate, Joaquín (2011), Sociología del trabajo y de las relaciones laborales, Barcelona: Publicacions Universitat de Barcelona.
[Joaquín Juan Albalate y Jesús Matamala son profesores de Sociología de la Universidad de Barcelona]
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