La política electoral, si bien no debe desestimarse, no puede ubicarse en el centro de ninguna acción política radical seria, orientada a cambiar las instituciones que sustentan el sistema político, desmantelar las ideologías hegemónicas y fomentar el tipo de conciencia de masas en que habría de basarse un cambio social y político desesperadamente necesario.
Joaquim Sempere
El riesgo de no prepararse para un cambio
¿Qué puede pasar en España, a qué deberíamos estar preparados? Hay una visión ampliamente compartida de que el régimen sociopolítico de la Transición (que algunos llaman “segunda Restauración borbónica”) sufre una profunda crisis, y un coro creciente de voces reclama cambios. Pero a la vez el desconcierto es considerable y cuesta imaginar una salida democrática a la situación.
Un motivo de desconcierto es intuir que pese a la gravedad de lo que ocurre la reacción de la gente, aunque haya alcanzado una masividad y una articulación sin precedentes desde 1975, no basta para promover un cambio importante. Pero quienes no nos resignamos no deberíamos dejarnos paralizar por las incertidumbres de esta coyuntura, sobre todo porque, ante la magnitud del ataque a nuestros derechos, luchar es una obligación moral y política. La probabilidad de un cambio es baja, pero se pueden crear condiciones que lo propicien. Renunciar a ello puede convertirse en una profecía autocumplida.
El deterioro económico no parece haber tocado fondo. Pese a un modestísimo aumento de las exportaciones, el paro no remite y el mercado interior no se reactiva. Pese al rescate de la banca, hay dudas sobre su solvencia y el crédito no fluye. De todo esto puede derivar una decadencia política y moral, una desmovilización de una población muy castigada que hasta ahora ha resistido y protestado con un vigor y una tenacidad admirables. Pues es posible que estas luchas se agoten por cansancio y por falta de alternativa política viable.
No obstante, precisamente el vigor y la tenacidad de la lucha popular es también motivo de esperanza. Un desenlace democrático y progresista no es imposible, pero depende de condiciones políticas que hoy no se dan y que, si acaso, deberían crearse en los meses y años venideros. De tales condiciones depende que las fuerzas populares saquen la cabeza o, al contrario, sufran una derrota duradera.
Hagamos un ejercicio de imaginación. Echemos la vista atrás en la historia reciente de este país. El 14 de abril de 1931 puede servir de referencia. Como entonces, una contienda electoral puede acompañar o desencadenar cambios políticos más allá de las elecciones mismas. Imaginemos que en las próximas legislativas españolas, previstas para finales de 2015, el PP sufre un descalabro electoral. Una circunstancia así podría ser el inicio de cambios importantes.
El condicional es importante. Podría desencadenar cambios importantes si se dieran ciertas condiciones. Tratemos de imaginar cuáles. Antes, sin embargo, conviene señalar las diferencias entre 2015 y 1931. En la actualidad el papel del Estado es completamente distinto: es una estructura compleja que desempeña funciones esenciales para la reproducción del sistema económico, asegurando los ingresos (pensiones y subsidios) de millones de personas, apuntalando el sistema bancario, regulando muchas actividades industriales estratégicas, garantizando la provisión de energía, etc. Otra diferencia respecto a 1931 es que las interdependencias internacionales han crecido mucho. La pertenencia a la UE condiciona enormemente el destino de España. Por ambas razones el gobierno Rajoy parece hoy, pese a la crisis de régimen, a la corrupción, al desprestigio de instituciones clave como la realeza y la judicatura, a las tendencias centrífugas de algunos territorios y todo lo demás; pese a ello, el gobierno Rajoy parece menos vulnerable que el gobierno de la España de 1931, no sólo por su mayoría absoluta, sino también porque cuenta con el apoyo sólido de la UE neoliberal, que prefiere un gobierno de derechas con sobrada mayoría parlamentaria para someter sin contemplaciones a su gente a los dictados de la troika.
Esta solidez impide pensar en un derrumbe del gobierno como en el 1931. La UE tiene interés en un statu quo que garantice el orden neoliberal, el pago de la deuda externa y el desmantelamiento del Estado social de derecho. Se trata de una política reaccionaria internacional que avanza viento en popa y tratará de no ceder ni un milímetro del territorio conquistado.
Cuando se acerquen las elecciones legislativas, la UE y la troika tendrán un problema: el desprestigio del PP y el del PSOE. Pero pueden tratar de sortearlo (por ejemplo, con una “gran coalición” entre ambos) y lograrlo, si delante no encuentran una alternativa de la izquierda y un empuje suficiente para que triunfe. Ya se observan movimientos internos en los dos grandes partidos para afrontar esa situación. En el PP habrá que ver el papel del tándem Aguirre-Aznar; en el PSOE hay rivalidades personales, pero ni el menor atisbo de catarsis por su servilismo ante la oligarquía del dinero.
¿Y la izquierda-a-la-izquierda-del-PSOE? Está anclada en sus propias limitaciones y en su herencia. Izquierda Unida e Iniciativa per Catalunya están lastradas por el suicidio ideológico del PCE y el PSUC, cuyos equipos dirigentes se dedicaron tenazmente a destruir su identidad como partido transformador, como alternativa sociopolítica. Una cosa es aceptar que la revolución no está en el orden del día. Otra muy distinta liquidar la vocación transformadora de una organización, y así debilitar la idea de que el orden social existente es injusto e indeseable. Se renunció a mantener una cultura alternativa, llámese transformadora o revolucionaria; y a educar a la gente en unos valores alternativos que alimenten una voluntad de cambio radical, aunque haya que sacrificar apoyos electorales y esperar tiempos mejores. La peor herencia del PCE-PSUC fue esta liquidación.
La construcción de un régimen de libertades políticas —evitemos dar la dignidad de democracia a ese régimen— se hizo con políticas de consenso interclasista hasta cierto punto inevitables para salir de las instituciones de la dictadura y crear otras nuevas. Se hizo también en un contexto europeo y mundial de homologación con las “democracias” capitalistas, entonces aún marcadas por el pacto interclasista post-1945 que daba amplios derechos a la población trabajadora, en particular el Estado social de derecho (con la disposición de los ricos a pagar más impuestos para financiarlo), a cambio de una renuncia de las clases trabajadores a poner en jaque el sistema de la propiedad capitalista. Erigir en España un nuevo Estado del bienestar, aunque enclenque, implicaba entrar en las políticas de consenso interclasista dominantes en el resto de Europa. La suma de todo ello fue instalar al partido comunista y a sus sucesores en un clima de concertación que no tardó en generar en su seno una cultura de la colaboración de clases: en otras palabras, reforzar la tendencia a abandonar la perspectiva transformadora. Y esto traía consigo acentuar esclerosis y burocratización. El partido comunista se autodestruyó como herramienta de cambio, como si el sistema capitalista hubiera de durar eternamente. Su refundación como Izquierda Unida, al lado de otras organizaciones menores, no mejoró las cosas, pese a la resistencia de muchos militantes, algunos desde dentro y otros abandonando la militancia y pasando a trabajar en movimientos sociales. Algo parecido ha ocurrido con los dos grandes sindicatos de trabajadores, igualmente impregnados de una cultura del consenso y la colaboración entre clases.
Cuando en 2007 el gran capital rompió unilateralmente las reglas de juego desencadenando la ofensiva reaccionaria neoliberal de desmantelamiento del sector público, del Estado del bienestar y de los derechos sociales, esta ofensiva pilló por sorpresa a mucha gente. Pese a ello, los sectores afectados con mayor capacidad de movilización (trabajadores públicos de enseñanza, sanidad y otros y algunos colectivos de fábrica) reaccionaron defendiéndose, y a menudo desbordando las grandes organizaciones sindicales y políticas. Éstas, por su parte, están experimentando crisis internas de adaptación, se van dando cuenta de que estamos en un cambio de época y no se puede seguir haciendo política y sindicalismo como antes. ¿Lograrán adaptarse a las nuevas necesidades y aprender de las expresiones nuevas de sensibilidad política? Y si lo hacen, ¿lo harán a tiempo?
A la vez han surgido, al margen de esas grandes organizaciones, expresiones políticas nuevas, entre las que destaca el 15-M, que representa a multitud de personas que exigen una renovación completa de las maneras de hacer política. Además, nunca habían dejado de existir grupos de la izquierda radical y militantes autoexcluidos de las grandes organizaciones de la izquierda que inspiraban y animaban luchas en fábricas, en barrios, en movimientos de cooperación y solidaridad, etc. De este magma plural han brotado movimientos de resistencia a la ofensiva oligárquica, desde mareas hasta procesos constituyentes y parlamentos ciudadanos, y proliferan plataformas, observatorios y otros colectivos.
¿Qué puede salir de este conglomerado de fenómenos? El poder político establecido no está dispuesto a ceder: adopta la rigidez implacable de quien se sabe fuerte por la mayoría absoluta en el parlamento y por el apoyo de la UE. El clima político impide o dificulta salidas políticas que no salgan de las urnas, lo cual aconseja tener el ojo puesto en los momentos electorales. Pero no existe ninguna fuerza con suficiente peso y capacidad de atracción para gravitar a favor de un vuelco. La conclusión lógica es que urge construir una fuerza alternativa capaz de pesar sobre el panorama político y superar la crisis del régimen en vigor.
Desde muchos puntos surge el clamor para que IU, Equo, y formaciones de ámbito autonómico (ICV-EUiA, CUP, Compromís, Chunta Aragonesista, Alternativa Galega de Esquerda, etc.) decidan construir en España y en cada comunidad autónoma candidaturas unitarias que incorporen a figuras visibles y políticamente solventes procedentes de los movimientos, con mensajes de regeneración política y moral y de lucha contra el poder financiero. Sólo en una hipótesis así cabría la esperanza de que un descalabro electoral del PP en las generales impulsara una subida importante de una fuerza renovada y renovadora que pudiera tomar la iniciativa y dar un viraje sensible a la política del país. Las generales de 2015 podrían parecerse a las elecciones municipales de 1931 como expresión y revelación de la crisis del régimen.
Pero las incertidumbres son muchas. Sin un apoyo del PSOE no podría imponerse de inmediato una alternativa electoral al PP, y nada permite pensar que el PSOE se regenere y rompa sus compromisos con el gran capital. En una situación así, el factor decisivo puede ser que los movimientos populares y ciudadanos aprovechen la ocasión de una derrota electoral del PP para lanzar una ofensiva en la calle, acciones de resistencia y desobediencia civil, que adquirirían fuerza en la medida misma en que enarbolaran alternativas concretas y elaboradas de cambios radicales. Entre estas alternativas podrían figurar, por ejemplo, reforma electoral; sistema judicial independiente de los partidos; auditoría e impago de la deuda; banca pública; reversión de las privatizaciones de los servicios públicos esenciales; fiscalidad para los ricos; iniciativa estatal para crear empleo, etc.
Estos puntos son sólo el apunte apresurado de un programa mínimo que podría dar un vuelco significativo hacia un cambio de régimen, hacia una democracia más real, hacia un valladar frente a la ofensiva ultrarreaccionaria. Implicaría, por supuesto, una reforma de la Constitución de 1978, con la eliminación del artículo 135 y otras varias cosas. Y podría abrir la puerta a un cambio en la articulación territorial del Estado con el reconocimiento del derecho de autodeterminación de las comunidades nacionales que forman hoy el Estado español. (Estoy convencido de que las aspiraciones catalanas a un mayor autogobierno, léase independencia u otras fórmulas, hallarían una mejor interlocución con el resto de España en un contexto de cambio democrático-radical de régimen que en negociaciones entre elites neoliberales que agitan el fantasma de la independencia —unos a favor de ella y los otros en contra— como arma arrojadiza y demagógica.)
Condición necesaria sería una nueva formación electoral unitaria, frente popular, frente amplio o como se llamara, acorde con la sensibilidad difundida por el 15-M y dispuesta a superar la desconfianza en los partidos y en las maneras hoy vigentes de hacer política. Serían también necesarios gestos visibles y fiables de que se van a cambiar esas maneras, y de que se va a trabajar con honestidad y luchar a muerte contra la corrupción. Sólo así cabría esperar que millones de electores se decidieran a cambiar su voto a esa candidatura ciudadana, radicalmente democrática y orientada contra el poder financiero, contra la vieja casta política ligada a las “puertas giratorias”. Los partidos y fuerzas políticas a la izquierda del PSOE tienen todos una responsabilidad histórica para hacerlo posible.
Pero no creo que bastara un frente político-electoral amplio y radical. Si no hay a la vez una presión en la calle; si no hay elaboraciones programáticas alternativas de los movimientos, plataformas y observatorios —o de “procesos constituyentes” y “parlamentos ciudadanos” como los que están iniciando su carrera en Cataluña— de la sociedad civil; si no se consigue demostrar que el país dice “basta” y “esto es lo que queremos”, pienso que el poder emanado de las urnas difícilmente podría superar las enormes presiones internas y externas que intentarían hacer abortar el proceso. Los sindicatos, que pese a sus debilidades ideológicas y políticas son las organizaciones que representan a la masa más considerable de personas en el país, deberían colocar en su horizonte la perspectiva de una huelga general política: algo así podría ser un arma decisiva en una movilización ciudadana como la aquí propuesta. Los sindicatos necesitan también su catarsis y su adaptación al nuevo clima social. Por otra parte, sólo una fuerte presión de la calle podría lograr arrastrar al PSOE o a parte de sus militantes y votantes a dar su apoyo al proceso, contribuyendo, aunque a regañadientes, a su avance.
Cuidado con hacerse ilusiones excesivas. La oligarquía sigue siendo muy fuerte. En la población, junto a la indignación hay inercias mentales, desorientación y miedo. Pero desaprovechar la ocasión que supondría un retroceso importante electoral del PP —suponiendo, claro, que llegue a producirse, lo cual no puede darse tampoco por descontado— podría retrasar muchos años la perspectiva de un avance de la izquierda y la democracia. Hay que trabajar también con otra precaución en mente: no dar batallas que puedan redundar en derrotas duraderas de las fuerzas propias.
Los procesos sociales no se diseñan en laboratorios. Ni en artículos periodísticos como este. Surgen con grados elevados de espontaneidad e imprevisibilidad. ¿Quién habría podido prever la huelga de la enseñanza en las Baleares, con rotación de huelguistas, caja de resistencia y colaboración activa de padres y madres? ¿Y la riqueza creativa de las distintas mareas reivindicativas y la cadena humana en Cataluña? Pero la espontaneidad resulta de la acumulación de infinitos pequeños proyectos, ideas y sentimientos, no de una espera pasiva. Por eso empezar a ejercitar la imaginación para estar a la altura de las circunstancias me parece una obligación perentoria para evitar que, si las circunstancias se vuelven propicias, perdamos (por no haberlas previsto ni imaginado) oportunidades que podrían tardar en reproducirse. Por un lado renovación política; por otro, deseo, esperanza e imaginación creadora pueden ser los ingredientes del cambio.
30 /
10 /
2013