¿Cómo viven los vivos con los muertos? Hasta que el capitalismo deshumanizó a la sociedad, todos los vivos esperaban la experiencia de la muerte. Era su futuro final. Los vivos eran en sí mismo incompletos. De esa forma vivos y muertos eran interdependientes. Siempre. Sólo una forma de egotismo extraordinariamente moderna rompió esa interdependencia. Con consecuencias desastrosas para los vivos, ahora pensamos en los muertos en términos de los eliminados.
Juan-Ramón Capella
Cataluña: en la hipótesis independentista
Por muy partidario que uno sea del reconocimiento del derecho de autodeterminación, también lo es de la sensatez política. Aun así, vale la pena poner la hipótesis —contrafáctica, o irreal por un doble motivo— de que una gran mayoría de los ciudadanos de Cataluña optara por la independencia, y preguntarse cómo se concretaría ésta. Pero no ya especulando acerca de la viabilidad de una sociedad catalana independiente de España, sino, sencillamente, planteándose preguntas.
La hipótesis me parece irreal, en primer lugar, porque tengo el convencimiento de que ningún régimen político español, de la naturaleza que fuese, podría soportar sin estallar en pedazos la amputación de una parte de su territorio peninsular y de su ciudadanía. La historia de España es la que es, y no es precisamente remota, en la hipótesis, la amenaza de balcanización, que daría lugar a un indeseable régimen brutalmente autoritario en la península.
Pero que ésta sea la situación previsible se debe ante todo a la derecha, al nacionalismo español de derechas, incapaz de aceptar un modelo de Estado más integrador que el existente, sin eludir sus costes, y evitando, por otra parte, el privilegiado tratamiento fiscal de Euskadi y Navarra, comunidades ricas que consiguen un insolidario flujo fiscal neto favorable a ellas. Un régimen federal sin privilegios es justamente lo que niega el nacionalismo españolista, el nacionalismo ideológico de la derecha española con el que se consuela o se ciega de ceder soberanía paso a paso y día a día no ya solo a la Unión Europea, sino al capital financiero, a las multinacionales, a los designios del imperio norteamericano.
El segundo motivo de la apariencia de irrealidad de la hipótesis secesionista está, justamente, en las preguntas que los ciudadanos acabarían haciéndose tarde o temprano en una perspectiva independentista. Ahí van unas pocas de éstas:
¿Asumiría una Cataluña independiente su parte alícuota de la deuda española o trataría de socializarla entre los ciudadanos de lo que quedara de España? ¿Quién pagaría las pensiones públicas, que sostiene el Estado español? ¿Pretenderían las instituciones catalanas —espejo de honradez y transparencia— que se les traspasara la gestión de esos dineros? ¿Y las demás pensiones? ¿Habría que romper la caja única de la Seguridad Social? ¿Estaría a favor de eso el sindicalismo catalán? ¿Sobreviviría un sistema público de salud, al paso que van las privatizaciones sanitarias en Cataluña? ¿Y el sistema fiscal? ¿Habría que incrementar los impuestos para financiar las decenas de miles de policías adicionales previsibles en la nueva situación, o se crearían somatenes patrióticos? El gasto de crear cincuenta o cien embajadas y de pagar la deuda pública, al menos la propia y exclusiva, ¿cómo se asumiría? ¿Sería Cataluña un Estado sin fuerzas armadas? Ante el previsible éxodo de funcionarios, por ejemplo de la administración de justicia, ¿saldrían los nuevos magistrados de los actuales bufetes de abogados? ¿Quién los investiría?
¿Habría suficiente solidaridad interterritorial en el interior del país, con la experiencia de una sequía en Girona y la protesta allí porque a Barcelona llega agua del Ter? ¿Qué política para aminorar el paro tiene el independentismo? ¿La misma que el actual gobierno español? ¿Es previsible que el intercambio comercial con España se mantenga sin merma significativa? ¿Cuánto valdría el euro para los catalanes? ¿Cuántas horas tendrían que trabajar para conseguir uno?
Los ciudadanos catalanes que pretendieran conservar la nacionalidad y la ciudadanía españolas, ¿podrían hacerlo? ¿O se verían arrojados a la situación de extracomunitarios? ¿Qué efectos civiles en las propiedades, los contratos, las hipotecas tendría la independencia? ¿Pasarían a ser en muchos casos relaciones de derecho privado internacional? Seguramente los ciudadanos conservarían los derechos y libertades fundamentales previos a la secesión, pero ¿qué derechos tendrían los no ciudadanos, los actuales extracomunitarios?
¿Se reconocería el derecho a objetar en conciencia?
El derecho de autodeterminación ¿se agotaría con su ejercicio en Cataluña? En la eventualidad de que una parte de la ciudadanía, pongamos la del Val d’Aran, quisiera autodeterminarse, ¿las instituciones catalanas le reconocerían el derecho a la secesión?
¿De qué sería independiente Cataluña? ¿De los fondos buitre, del capital financiero y de sus políticas neoliberales? ¿De la desregulación y la deslocalización? ¿Qué soberanía real les quedaría a unos pocos millones de ciudadanos? ¿Quiénes serían sus aliados para recuperar la soberanía que se ha cedido a las multinacionales, a sus lobbys y al capital transnacional?
La sensatez política debe priorizar una mutación constitucional de calado, de la que la estructura federal fuera solamente una parte, y resolver la crisis del sistema político en su conjunto; debería liquidar la última reforma constitucional —esa acordada de espaldas al pueblo por los partidos mayoritarios— para poder renegociar la deuda externa y recuperar la capacidad de financiar los derechos sociales en vez de privatizarlo todo. Vencer la resistencia de la derecha social y política a los cambios sólo será posible con una gran alianza ciudadana no circunscrita a una o dos comunidades.
En cuanto al independentismo, hasta ahora agazapado tras el derecho a decidir, tendría que dar respuestas creíbles a las cuestiones antes planteadas. Si intenta escamotearlas, como viene haciendo, va listo.
20 /
10 /
2013