La política electoral, si bien no debe desestimarse, no puede ubicarse en el centro de ninguna acción política radical seria, orientada a cambiar las instituciones que sustentan el sistema político, desmantelar las ideologías hegemónicas y fomentar el tipo de conciencia de masas en que habría de basarse un cambio social y político desesperadamente necesario.
Jordi Torrent Bestit
Clío en horas patrias
Revisitando una polémica historiográfica catalana
Ya sabe usted lo que es tener encanto: una manera de oír que le responden sí sin haber formulado ninguna pregunta clara.
Albert Camus, La Caída
Salvo para quienes participaron directamente en la confrontación, escasa noticia o recuerdo ha de quedar del ya lejano debate en torno a la importancia sustantiva que la problemática nacional catalana ha venido teniendo de antiguo en el desarrollo de la historiografía autóctona, así como sobre las consecuencias negativas que pudieran haberse derivado de una politización identitaria demasiado proclive a acomodar esa problemática en marcos interpretativos abiertos a múltiple cuestionamiento.
Iniciado en la década de los años ochenta entre historiadores de distinta orientación (nacionalistas unos; otros, al decir de sus adversarios, “cosmopolitas desarraigados”), el debate —no exento de implicaciones de índole profesional-corporativa— derivó en la década siguiente en una crispada polémica (libelo anónimo incluido) a lo largo de cuyo despliegue afloraron una serie de interrogantes sobre la pretendida capacidad explicativa de categorías fenomenológicas insatisfactoriamente constituidas (las de nación y nacionalismo en subrayable lugar); pero también, nada accesoriamente, surgieron dudas muy serias respecto a la discutible utilización por parte del grueso de los historiadores nacionalistas de herramientas hermenéuticas y metodológicas asentadas, según los “cosmopolitas”, en presupuestos a menudo deudores de un teleologismo que, lejos de iluminar los avatares sucesivos de la historia contemporánea de Catalunya, contribuía a oscurecerlos de forma tan arbitraria como interesada.
Acaso no sea del todo impertinente (en el más amplio sentido de la palabra) focalizar ahora la atención en una de las cuestiones —hubo varias— que quedaron entonces irresueltas. Invernada dentro y fuera de la academia durante más de veinte años, era de esperar que rebrotara al calor de la “coyuntura mental” (Pierre Vilar) de exacerbado nacionalismo sobrevenida desde hace algunos meses en Catalunya de forma sorpresiva. Enric Ucelay-Da Cal, uno de los historiadores “cosmopolitas” de mayor protagonismo en la polémica, replanteó hace pocos años dicha cuestión mediante una “brutalidad” (el término es del propio Ucelay) de intención claramente provocadora: “¿Cómo se ha de estudiar la vida nacional de la nación que nunca ha existido como nación?”.
No cabe duda de que cualquier historiador identificado con el nacionalismo catalán habrá de juzgar poco menos que como disparate de mal gusto semejante pregunta. No obstante, bien pudiera afirmarse que a pesar de los intentos efectuados para confinarla en el estante destinado a las ocurrencias extravagantes, la boutade ha proseguido interpelando a cuantos mantienen una cierta cautela crítica ante los múltiples postulados —implícitos o explícitos— de orientación finalista advertibles en una narración identitaria que prosigue encontrando serias dificultades para explicar de manera convincente el proceso mediante el cual el legado de “las diferencias heredadas del pasado” fue utilizado en el transcurso de una secuencia social-histórica determinada “de una nueva manera, en principio en términos de un potente regionalismo y acto seguido (en términos) de un nacionalismo no separatista o, más bien, de un nacionalismo en cuyo seno los separatistas siempre fueron minoritarios” (Josep Maria Fradera).
Apelar, como con harta frecuencia se viene haciendo desde hace algún tiempo, a la continuidad de la voluntad de “ser” manifestada por la sociedad catalana con el fin, más o menos consciente, de preservar su propio carácter nacional, conlleva hacer uso de una argumentación circular poco aceptable desde parámetros historiográficos mínimamente rigurosos (aunque haya podido serlo en los ámbitos dominados por valets de plume dispuestos a hacer del conocido “som i serem” un recurso retórico distinguible en el proceso ahormativo de la hegemonía pujolista).
El cínico realismo condujo a Ernest Renan a insistir repetidamente en el hecho de que interpretar mal la propia historia forma parte del ser de una nación. Tal vez quepa admitirlo sin reservas a la vista de la creciente irrupción de licencias simplificadoras (a años luz del pensar complejo inherente al trabajo historiográfico) a la que estamos asistiendo, y que acaso fuera precipitado dejar de relacionar con la simultánea reducción de espacios morales implicada en la reactivación de todo discurso nacionalista, trátese del catalán, del español o del andorrano. Claro es que colocar una barretina sobre la cabeza de Salvador Seguí o de Buenaventura Durruti, como recientemente ha hecho un historiador que se autoproclama libertario y que, pese a ello, no duda en sacrificar uno de los contenidos esenciales del anarcosindicalismo en aras de las exigencias independentistas alumbradas por el Zeitgeist, constituye algo más que una licencia simplificadora; como lo es, por poner otro ejemplo significativo a ese mismo respecto, hacer de los hermanos Badia (o de Josep Dencàs, tanto da) irreprochables héroes de la tradición emancipatoria. Lo esencial es preservar el hilo teleológico del que cuelga un modelo interpretativo poco dado a reconocer realidades susceptibles de adelgazarlo o incluso romperlo, y merced al cual quedan anudados abusivamente en una exclusiva narración “nacional” hechos y vivencias históricos cuya significación y alcance, en la medida que la contradicen, terminan por restarle credibilidad.
Puede conjeturarse que han de ser escasas las posibilidades existentes en la actualidad para que algunas de las preguntas irrespondidas en aquella ya remota polémica muevan a renovada atención. El tantas veces mencionado hilo teleológico se encuentra ahora ocupando con creciente aceleración casi todo el escenario (libros, revistas, congresos…), diríase que culminando, siquiera de manera necesariamente provisional, una dilatada y laboriosa trayectoria. Con el advenimiento de una etapa que muchos no dudarán en percibir como un irrepetible kairós, no es de extrañar que el orden natural de las cosas haya dispuesto que en las presentes horas patrias la voz más audible sea la de aquellos estudiosos del pasado que llevan décadas empeñados en hacernos creer de forma duradera que las cosas son como las dicen simplemente diciéndolas (J. Bouveresse a propósito de Heidegger): magia pura y dura.
Sería deseable que tratar de poner de manifiesto la dudosa claridad y radical insostenibilidad de una actitud semejante en nada disminuyera el encanto que a veces se suele atribuir a quienes están acostumbrados a obtener respuestas afirmativas de preguntas ininteligibles. No obstante, no estará de más recordar que en el ámbito historiográfico existen medios menos cuestionables para llegar a poseerlo.
[Jordi Torrent Bestit es miembro de Espai Marx]
24 /
9 /
2013