La política electoral, si bien no debe desestimarse, no puede ubicarse en el centro de ninguna acción política radical seria, orientada a cambiar las instituciones que sustentan el sistema político, desmantelar las ideologías hegemónicas y fomentar el tipo de conciencia de masas en que habría de basarse un cambio social y político desesperadamente necesario.
José Manuel Barreal San Martín
No seamos idiotas
Mi particular homenaje a Francisco Fernández Buey, en el aniversario de su fallecimiento
“No me hables de política” y “Yo paso de política” son frases que siempre se escucharon; pero ahora más. Es verdad que el noble desempeño de la política está lleno de mangantes y que, como buitres, algunas personas van a ella en busca de su propio interés; no obstante, convengamos que no todo es así y que hay personas buenas en el servicio de la política.
Para empezar, sería bueno que nos aclaremos, aunque solo sea esquemáticamente, sobre qué es y qué significa la denostada “política”. Empezaré diciendo qué no es política: no lo es (solo) votar cada cuatro años; tampoco lo es privatizar y servirse del puesto para el que se ha sido elegido o elegida. No es política, en fin, lo que está ocurriendo en este país, donde las actuaciones de algunas personas y organizaciones solo están para prostituir la deficiente y mínima democracia que nos queda. O mejor, es política basura, como la comida idem, que además no alimenta.
Político, en su raíz etimológica, significa ‘ciudadano/ciudadana’, entendiendo por tal a quien hace de lo público el centro de su interés, participando en la “política”, es decir en la vida ciudadana, máxime si son personas elegidas por la ciudadanía. Es política, aquello en torno a lo que todo gira: el derecho al trabajo, a la educación, a la sanidad, a la limpieza de las calles, el derecho a la vivienda, a las fiestas del pueblo, etcétera. Eso es, sencillamente, política.
Cuando se excluye al ciudadano de esa participación, cuando se monopoliza la misma por “los políticos” o por expertos ad hoc, no se está haciendo política. Es otra cosa: es privatización de lo público, de la “plaza pública”, del ágora. Así, en el presente político se mira por lo particular, para el propio ombligo; sin considerar como nuestro el contexto social y político en el que nos desenvolvemos e interactuamos con el otro.
En la antigua Grecia, antes de la era cristiana, y no por casualidad, donde Aristóteles acuñó el término zoon politikon, ‘animal social’, para referirse al ser humano como animal que posee la capacidad natural de relacionarse políticamente, o sea de crear sociedades y organizar la vida en ciudades, tenían otro término: idiotikós, que definía a quienes “pasaban” de política, incluso cuando gobernaban; son los que antes y ahora solo se preocupa(ba)n por lo suyo, mostrando un total desapego por los demás, por lo público. Son los idiotas; aquellas personas que dicen “esto no va conmigo”; sin embargo, si “esto” se soluciona o se consigue, reclaman su parte alícuota. Es decir, además de idiotas, son cínicos.
Porque pasar de política, ser idiota, implica que las pensiones, la protección social, la justicia, los derechos laborales, la sanidad, la educación, etcétera, queden en manos de algunos políticos, de esas personas que con razón despreciamos.
La política se hace interviniendo en la sociedad, en nuestro entorno. Se hace queriendo saber qué piensan los demás. Hay que ser educadamente impertinente. Se hace desde el debate, y contra los y las mangantes que, ocupando cargos electos o no, hacen de su actuación un particular cortijo.
Se trata de recuperar la ética para la política, de hacerla buena para el buen vivir de la ciudadanía. Se trata, como diría el fallecido profesor Francisco Fernández Buey, de “hacer de la política la ética de lo colectivo”. Por eso, no seamos idiotas.
9 /
2013