¿Cómo viven los vivos con los muertos? Hasta que el capitalismo deshumanizó a la sociedad, todos los vivos esperaban la experiencia de la muerte. Era su futuro final. Los vivos eran en sí mismo incompletos. De esa forma vivos y muertos eran interdependientes. Siempre. Sólo una forma de egotismo extraordinariamente moderna rompió esa interdependencia. Con consecuencias desastrosas para los vivos, ahora pensamos en los muertos en términos de los eliminados.
Andreu Espasa y Jordi S. Martínez
Lucha y ejemplo en Frederick Douglass
A propósito del libro de Frederick Douglass, "Vida de un esclavo americano, escrita por él mismo" (Capitán Swing, 2010; presentación de Angela Y. Davis)
Los dos iconos afroamericanos más importantes del siglo XX, Malcolm X y Martin Luther King Jr., son figuras bastante conocidas fuera de su país. El siglo XIX estadounidense, en cambio, tan rico en fascinantes ejemplos de esclavos fugitivos que acaban convirtiéndose en agitadores abolicionistas, aún no ha sido integrado en nuestra memoria popular. La aparición de una nueva traducción de Vida de un esclavo americano (1845) de Frederick Douglass, gracias a la encomiable apuesta de la editorial Capitán Swing y al excelente trabajo de los traductores Carlos García Simón e Íñigo Jáuregui Eguía, representa una meritoria contribución a la popularización del personaje más relevante de la historia afroamericana del siglo XIX. La obra abarca la vida de Douglass como esclavo en el estado meridional de Maryland, su fuga al Norte y los primeros tiempos como esclavo fugitivo en Massachusetts. También incluye uno de sus discursos más célebres, con motivo de la fiesta nacional del 4 de julio, donde reflexiona sobre las contradicciones de una nación fundada en los ideales emancipadores de la Ilustración y penosamente enriquecida por la negación radical y sistemática de estos mismos ideales a una parte considerable de su población.
En Vida de un esclavo americano queda fuera, pues, la mayor parte de la vida de Douglass, ya en libertad, cuando se convirtió en un famoso e influyente líder abolicionista, destacado militante del sufragio femenino —del que hizo una vehemente defensa en la histórica Convención de Seneca Falls de 1848—, fiel amigo de la libertad irlandesa, infatigable defensor de los derechos del mundo del trabajo y, durante un breve periodo de tiempo, máxima autoridad diplomática de Estados Unidos en la República de Haití.
La obra de Frederick Douglass es el ejemplo más destacado de la narrativa de la esclavitud afroamericana. A pesar de todo, el autor es relativamente poco conocido entre nosotros. Probablemente, buena parte de esta ignorancia se explica por el injusto olvido del que ha sido víctima en Hollywood. En efecto, salvo una brevísima aparición en Tiempos de gloria (1989) de Edward Zwick, Douglass es el gran ausente en los dramas históricos del cine norteamericano. La ausencia de Douglass tiene sentido. Hollywood tiene un largo historial, culminado con la vergonzante chapuza del Lincoln de Spielberg, de invisibilizar a los afroamericanos de su propia historia, al retratar la Guerra de Secesión y el consiguiente fin de la esclavitud como episodios históricos protagonizados casi exclusivamente por blancos.
Otro factor que juega en contra del conocimiento de Douglass es la incomprensión general sobre el lugar que ocupa la esclavitud en la historia del capitalismo. Hay que reconocer que los apologetas del capitalismo, ayudados paradójicamente por los tóxicos restos de las versiones más vulgarizadas y deterministas del marxismo, han logrado imponer la percepción ahistórica según la cual el capitalismo y la esclavitud son realidades institucionalmente incompatibles. Según este relato, el principal responsable del fin de la esclavitud en los Estados Unidos fue el empuje incontenible del desarrollo del capitalismo industrial en el norte del país. Se trata de una visión tan conveniente para la actual clase dominante como alejada del más mínimo respeto a la verdad.
Lo cierto es que el final de la esclavitud tal como existía en el Sur de los Estados Unidos representa uno de los golpes más duros de la historia del capitalismo. Con la liberación de los esclavos, se esfumaron millones de dólares en propiedad privada, se atenuó la hiperexplotación de millones de trabajadores negros y se cuestionó la lógica capitalista de expropiación y mercantilización de las relaciones humanas. Evidentemente, esta medida no fue impulsada de manera suicida por los grandes capitalistas del momento ni tampoco vino determinada por ninguna exigencia interna en su sistema económico. El destino final de la esclavitud en los Estados Unidos no estaba escrito en ningún manual de economía o historia. La abolición fue el resultado victorioso de un amplio movimiento democrático e internacional que incluía radicales de clase media, obreros británicos que preferían sufrir el paro a tener que colaborar económicamente con el gobierno rebelde de la Confederación y, obviamente, los mismos afroamericanos, que tuvieron un papel muy relevante en la muerte de la esclavitud, ya fuera participando en las revueltas de esclavos, huyendo hacia las posiciones del ejército federal durante la Guerra, combatiendo en las filas del mismo ejército en peores condiciones que sus compañeros blancos o, como el mismo Douglass, escapando de la esclavitud para luego llevar una vida de agitación y organización en pro de la abolición en todo el país.
En toda esta historia es francamente difícil exagerar la importancia de Vida de un esclavo americano. La obra de Douglass representa un saludable y emotivo recordatorio sobre el papel de los esclavos en su liberación y, al mismo tiempo, una fuente inagotable de lecciones y enseñanzas para los que hacen de la lucha cotidiana contra la injusticia la brújula moral de su propia existencia. Se trata, sin duda, de uno de los grandes clásicos de la tradición del pensamiento emancipador universal, una lectura obligada para cualquier persona interesada en la historia estadounidense y en el potencial liberador del activismo político-cultural.
El libro está lleno de descripciones y reflexiones memorables sobre la vida cotidiana bajo la esclavitud. En uno de los fragmentos más famosos, el niño Douglass cata, casi por accidente, los rudimentos del lenguaje escrito. La escena tiene lugar en Baltimore. Sophia Auld, la señora de la casa donde Douglass sirve, no está acostumbrada a tratar con negros y, desconocedora de las leyes que penalizaban la alfabetización de los esclavos, cae en la temeridad de enseñarle las primeras letras. Cuando el señor Auld lo descubre, le prohíbe que continúe, alegando el carácter ilegal del gesto y explicándole las devastadoras consecuencias que podría tener en el correcto funcionamiento de la relación entre amo y esclavo: «[…] Un negro no tiene que saber nada más que obedecer a su amo, que para eso está. […] Si enseñas a leer a este negro […] no podrás después conservarlo. Quedará para siempre incapacitado como esclavo. Se volverá incontrolable al momento y dejará de tener ningún valor para su amo. En cuanto a él mismo, no le hará ningún bien, sino muchísimo daño. Le convertirá en alguien descontento e infeliz» (p. 80).
La actitud del amo hace comprender a Douglass la necesidad de completar su aprendizaje por su cuenta. Y es que, en efecto, el pronóstico del señor Auld se acaba cumpliendo en gran parte. Douglass aprende el significado de la palabra abolición y, desde entonces, se obsesiona con la idea de huir hacia el Norte. Mientras, sin embargo, su destino todavía cambiará de manos en diversas ocasiones. La variedad de amos le hará sufrir múltiples grados de explotación. No sólo por las diferencias de personalidad en crueldad y avaricia, sino también por las condiciones específicas de la esclavitud en el campo y en la ciudad. En este sentido, son de gran interés las reflexiones de Douglass sobre los momentos en los que deseaba la libertad con más vehemencia: «Mi experiencia como esclavo me ha llevado a darme cuenta de lo siguiente: siempre que mis condiciones mejoraban, en vez de aumentar mi satisfacción, aumentaba mi deseo de ser libre y me ponía a idear planes para conseguir la libertad. Me he dado cuenta de que para tener un esclavo contento es necesario impedir que piense» (p. 152).
El hilo que recorre la obra es la creciente consciencia de un esclavo sobre la propia humanidad y sobre la adquisición de los instrumentos necesarios para alcanzar la libertad. El tortuoso proceso de alfabetización tiene un papel fundamental en la ampliación de sus horizontes y en la consolidación del sentimiento de injusticia (significativamente, esta edición se cierra con un recuerdo sobre la sorprendente tenacidad con la que, ya como trabajador libre en una fundición, Douglass conseguía arañar momentos para la lectura, a pesar de la inercia alienante en la que vivían sus nuevos compañeros). La disposición a luchar por todos los medios —violencia incluida— contra amos y capataces es la otra gran herramienta que irá afilando hasta que asume el valor de arriesgar la vida en la peligrosísima aventura de romper sus cadenas de manera definitiva.
Uno de los grandes valores de Frederick Douglass es justamente su capacidad para razonar políticamente a partir de sus experiencias vitales, prepolíticas, consciente del poder del ejemplo para motivar la elevación moral y activista de la mayoría. En un discurso pronunciado el 3 de agosto de 1857, Douglass resumía así una de las grandes lecciones de su obra: «Si no hay lucha, no hay progreso. Aquellos que dicen estar a favor de la libertad pero desprecian la agitación política, son hombres que quieren cosechar sin haber sembrado; quieren la lluvia sin el rayo y el trueno; el océano sin el horrible estruendo de sus caudalosas aguas. La lucha puede ser moral, física, o de ambos tipos, pero debe ser lucha. El poder no concede nada si no se le exige. Nunca lo ha hecho y nunca lo hará. Averiguad lo que un pueblo acatará sin protestar y habréis descubierto la medida exacta de la injusticia y el oprobio que caerá sobre él. Y esa situación continuará hasta que el pueblo se resista con el puño o con la palabra, o con ambos. Los límites de los poderosos los marca la resistencia de aquellos a quienes oprimen» (pp. 16-17).
[Andreu Espasa es historiador; Jordi S. Martínez es filólogo]
28 /
8 /
2013