La política electoral, si bien no debe desestimarse, no puede ubicarse en el centro de ninguna acción política radical seria, orientada a cambiar las instituciones que sustentan el sistema político, desmantelar las ideologías hegemónicas y fomentar el tipo de conciencia de masas en que habría de basarse un cambio social y político desesperadamente necesario.
Juan-Ramón Capella
La fase actual
La larga fase de expansión capitalista que terminó en 2008 consistió esencialmente en la formación de un gran ejército industrial multinacional de mano de obra barata.
El capital se deslocalizó hacia lugares donde podía encontrarla. La oleada transformadora de la tercera revolución industrial, la de la informática, además, coadyuvó en su éxito. De este modo se restablecía la tasa de ganancia del capital, venida abajo en los años setenta.
La financiación de aquel movimiento de transformación y reubicación del capital, de creación de un nuevo ejército industrial fuera de las metrópolis centrales del capitalismo, se hizo a base del crédito, del endeudamiento. De los estados y de las empresas. Nunca hubo tanto crédito. El período se cerró en 2008 cuando el sistema financiero se desmoronó por causa de una de las crisis cíclicas del capitalismo, de sobreproducción. Nadie tenía con qué pagar el exceso de producción. Ni para pagar, claro es, los créditos.
Ante la crisis, el gran capital impuso a los gobiernos, ante todo, socializar la deuda de un sistema financiero en quiebra. Tanto en Europa como en Norteamérica, que con Japón fueron los principales centros amenazados, las arcas públicas fueron vaciadas para el salvamento del sistema financiero privado, aprovechándose también para malbaratar en el mercado bienes públicos. Todo ello no para que volviera a crearse el crédito —la confianza se había desvanecido— sino para que fueran los ciudadanos quienes pagaran la deuda financiera a los acreedores.
Eso indujo un endurecimiento de la parálisis económica. La crisis económica se convirtió en una crisis social de gran calado. Como siempre ocurre en las grandes crisis, el mundo cambió.
Finalmente se llegó a la fase actual: con el paro generalizado, amplísimo, se dispone ya de un amplísimo ejército industrial de reserva en los países centrales del capitalismo.
El hecho del paro y la amenaza de caer en él, a su vez, disciplina a la fuerza de trabajo, debilitada por los acontecimientos, en el momento en que se dirige contra ella, en los países centrales, la peor ofensiva que ha tenido que soportar desde la época del fascismo, el nazismo y los regímenes autoritarios.
Toda una panoplia de normas destructoras del derecho del trabajo anterior: de la estabilidad en el empleo, el abaratamiento del despido, la imposición de normas negociadoras trucadas, la reducción de los salarios, del sistema de pensiones, del salario indirecto en forma de educación y sanidad. Se ha echado abajo una gran parte de lo que los trabajadores habían conquistado dentro del sistema en una lucha más que secular; y se sigue echando abajo lo que queda de esas conquistas, jaleados los gobiernos por las patronales, a ritmos que tratan de evitar levantamientos sociales de calado: a velocidad de apisonadora, por decirlo así.
Pues en la fase actual la política económica neoliberal va encaminada a crear, dentro de las metrópolis del sistema, no sólo un ejército de reserva sino, además, un ejército industrial de mano de obra barata, esto es, lo mismo que antes de 2008 había buscado en el exterior.
Ése es el objetivo. Unas clases altas instaladas en el lujo, que podrán pagar la educación de sus hijos y parte de la sanidad privada, para ellas, financiada por la multitud. Y una multitud en precario, en algunas de cuyas zonas aparece ya el hambre, magmática, peleando por conseguir a cualquier precio un puesto de trabajo de miseria, con una cultura social deliberadamente degradada por los modelos de vida propuestos por la publicidad televisiva. El capital restablece su tasa de ganancia generando un mundo de barbarie, de democraticidad ilusoria, con regímenes políticos prostituidos al instrumentar esta abyección.
Estamos pues en la fase de la construcción en las metrópolis de un ejército industrial de mano de obra barata.
Y de afianzamiento de regímenes políticos pseudodemocráticos, neoautoritarios, para apoyar esta transformación.
La contraposición a esta lógica ha de ser esencialmente política, política de nuevo tipo, masiva, para crear instituciones controlables por los ciudadanos y manejadas por personas responsables ante ellos. La participación política de la multitud ha de desbordar los sistemas electorales formales. Los actuales regímenes, unos de una manera y otros de otra, preseleccionan a las personas compatibles con las políticas ultraliberales, y sólo esas personas, esos equipos de políticos —o esas empresas políticas— son las susceptibles de ser votadas por la ciudadanía. Los partidos políticos hasta hoy mayoritarios son los que materializan para las poblaciones las exigencias actuales del capital.
Si se lograra democratizar de verdad algún sistema político —esto es, si se consiguiera un auténtico cambio de régimen— quedaría sin embargo un gran problema por resolver: una eficaz contraposición del régimen democrático al soberano difuso, policéntrico, que planea por encima de los estados para imponer la política económica preferida por el poder del capital.
23 /
8 /
2013