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Antonio Giménez Merino

Algo se mueve en Brasil

El pasado junio, tras casi una década de actividad, el Movimento Passe Livre consiguió promover una de las movilizaciones sociales más importantes de la historia de Brasil (que recuerda a las producidas para poner fin a la dictadura militar en 1985 o para el impeachment de Collor de Mello en 1992), centrada inicialmente en el problema de la movilidad urbana.

Passe Livre arrancó a finales de los años noventa en Florianópolis (Santa Catarina), aunque su oficialización a nivel nacional tuvo lugar en 2005, en el Foro Social Mundial de Portoalegre. De ahí surgió el Proyecto Tarifa Cero de subsidiar íntegramente los billetes de los transportes públicos con un incremento impositivo sobre la propiedad inmobiliaria, en el entendido de que los transportes colectivos urbanos y metropolitanos deberían estar contemplados como un derecho social. En este sentido, las movilizaciones de junio han conseguido la aprobación por la Comisión de Constitución y Justicia del Parlamento brasileño de una enmienda constitucional para incluir el transporte público como un derecho social con idéntico rango que la educación, la salud, la alimentación, el trabajo, o la vivienda.

La gran superficie de las conurbaciones urbanas brasileñas exige habitualmente tomar varios transportes para ir del domicilio a los centros de trabajo. De ahí que el pésimo y caro servicio del transporte público (no licitado en la mitad de las capitales del país y a cargo de empresas que por lo general revierten el coste íntegro del viaje en el usuario) constituya un verdadero quebradero de cabeza para aquellos trabajadores que no disponen de automóvil (y también para quienes sí lo tienen, envueltos en constantes embotellamientos por causa justamente del deficitario sistema público de transporte). Esto explica que el anuncio de un aumento del billete de autobús de 20 céntimos de real (unos 8 céntimos de euro) hiciera explotar un conflicto ya latente.

El detonante de la extensión del conflicto a todo Brasil, así como de la ampliación de los temas objeto de reivindicación, fue la represión policial que tuvo lugar el 28 de mayo en Goiânia (Goiás) y el 13 de junio en São Paulo, donde se registraron 150 heridos (15 de ellos periodistas) y 214 detenidos. En Brasil, diversas organizaciones policiales componen un verdadero paraestado cuyas puntas más violentas son la Policía Militar y los llamados “escuadrones de la muerte”, tristemente famosos por sus tropelías dentro de los “aglomerados” o barrios de favelas que forman parte del paisaje urbano de las grandes ciudades del país.

Lo interesante ha sido, por un lado, la dimensión del conflicto y su extensión a reclamaciones de mayor envergadura (reconocimiento de formas de democracia participativa, mayor inversión en educación y sanidad, responsabilidad efectiva para los políticos y empresarios corruptos, una reforma substancial del proceso electoral, etc.). Y, por otro lado, la celeridad con que el gobierno Rousseff ha respondido a esta presión popular (primero mediante el anuncio —pronto frustrado por el clamor de la oposición política, incluyendo la interna al propio PT— de creación de una constituyente para la reforma política; más tarde, con la aprobación de una propuesta de enmienda constitucional para incluir el transporte público como uno de los derechos sociales reconocidos en la constitución; en tercer lugar, con el compromiso de destinar los beneficios de las empresas públicas de hidrocarburos a educación y sanidad; por fin, con la cancelación de la licitación para la contratación de las empresas de autobús que prestarán el servicio en los próximos 15 años).

Es probable que estas reformas lleguen algo tarde, pues el malestar de la sociedad brasileña con el modelo reformista del PT en el gobierno (desarrollo acelerado que beneficia sobre todo a las grandes empresas, con algunas dosis de redistribución social) es palpable desde hace bastante tiempo. Un año antes, el país ya registró un conjunto de huelgas ampliamente secundadas por empleados públicos (350.000 según la estimación de los sindicatos, con la adhesión del 70% de la policía federal), especialmente del sector de la educación (muy mal retribuido). Con la particularidad de que aquella medida de fuerza fue promovida principalmente por la Central Única de los Trabajadores (CUT), sindicato vinculado históricamente al PT.

El nuevo despertar de la sociedad brasileña —crecientemente adormecida por años de crecimiento económico, creación de una amplia clase media, extensión del crédito privado y generalización del consumismo— presenta rasgos comunes con el movimiento de indignación que le precede en otros lugares del mundo. Por todas partes se ha observado un fuerte rechazo hacia quienes pretendían unirse a las manifestaciones desde formaciones políticas y sindicales clásicas, tildadas de oportunistas. Esto denota un hartazgo en relación al corrupto sistema representativo (nunca en Brasil un político corrupto ha acabado con sus huesos en la cárcel), fortísimamente vinculado con los grandes empresarios y latifundistas del país. Pero también ha estado muy presente la consciencia sobre los efectos nefastos de sistemas fiscales regresivos, sobre el despilfarro en obras innecesarias (las relativas a las próximas Copa del Mundo de Fútbol y Olimpiadas, o el faraónico proyecto de enlazar las grandes ciudades mediante “trenes-bala”) que están desplazando violentamente a numerosas familias del entorno de las nuevas construcciones, y sobre el carácter clasista de los intereses defendidos por la omnipresente violencia policial.

La violencia policial-militar tiene en Brasil un carácter estructural, que se ha intensificado en los últimos años de crecimiento económico del país con la presión urbanística en las grandes ciudades promovida por el sector de la construcción. Los “aglomerados”, inmensos barrios de favelas, son objeto de un acecho constante por parte del Batallón de Operaciones Policiales Especiales, la Tropa de Choque y la Fuerza Nacional, sin que esta aplicación constante y sangrienta de la fuerza tenga una gran repercusión mediática, al ser percibida por la opinión pública como un mal endémico del país.

Sin embargo, la amplia difusión periodística del impacto de una bala de goma en el ojo de una periodista de Folha de São Paulo en los disturbios de São Paulo se convirtió en uno de los símbolos de la violencia policial que sirvieron de amalgamador de la protesta global. El espectador brasileño está acostumbrado a presenciar la violencia contra el pobre, pero no manifestaciones masivas de fuerza aplicada contra la clase media.

Este hecho está relacionado con un dato sociológico importante: la población que se ha rebelado en Brasil, a pesar de tener un carácter heterogéneo (destacan las movilizaciones de las periferias pobres de la mayoría de las capitales brasileñas, sobre todo São Paulo, Belo Horizonte y Rio de Janeiro, que han desplazado la protesta de los tradicionales centros urbanos hacia la periferia y que han provocado el miedo y consiguiente reacción racista de los sectores conservadores de Brasil), tiene también un numeroso componente joven, despolitizado y familiarizado con las nuevas tecnologías. El Movimento Passe Livre, con menos de veinte mil seguidores al inicio de las protestas callejeras, pasó a tener doscientos ochenta y cinco mil al final de las mismas. Esto explica que se hayan registrado intentos oportunistas de intervención en las redes sociales por parte de la derecha, que está pugnando fuertemente por la crisis de un gobierno petista crecientemente deslegitimado.

De todo esto se pueden extraer dos conclusiones:

La primera, que detrás de este ciclo de protestas no hay todavía (como en otras partes del mundo) un proyecto político susceptible de ser visto por una mayoría de la población como alternativo al dominante. Muchos de los participantes de las protestas, como los jóvenes que organizaron las marchas de Passe Livre, gustan de definirse como “anticapitalistas”, pero no como “socialistas”. La sociedad brasileña presenta un fuerte dinamismo y es potencialmente impulsora de un gran cambio social, pero está aún atrapada en el espejismo del desarrollismo y en la lógica del estado benefactor cuya imagen más visible es el PT gobernante durante la última década.

La segunda conclusión es que, sin proyecto, las protestas espontáneas de este estilo suponen un importante impulso democratizador y comportan la policitación de la población joven, pero también un beneficio gratuito para la derecha que trata de derribar las tímidas políticas redistributivas y conservacionistas llevadas a cabo con grandes dificultades por el PT. La derecha social brasileña, fuerte, organizada y con presencia en el propio gobierno (donde destacan miembros de las sectas evangélicas claves para la estabilidad del gobierno), está rentabilizando las protestas para aumentar el creciente descrédito del gobierno Rousseff, en clara caída de popularidad por los graves casos de corrupción que han afectado al partido y, relacionado con esto, por los dispendios enormes en obras que nada tienen que ver con los déficits estructurales del país. Pragmáticamente hablando, un cambio de gobierno que dejara a éste en manos de la derecha (con un programa económico basado en un sistema impositivo regresivo y en favorecer la entrada de más capital extranjero, y con postulados sociales igualmente regresivos) sería en estos momentos demoledor para Brasil y para el cono sur de América. Importantes iniciativas sociales en curso, como el programa Minha casa, minha vida, que ha sido capaz de dar vivienda a una gran cantidad de familias de renta baja, serían con toda seguridad canceladas. Y las políticas de resistencia al neoliberalismo más feroz en esa región del planeta se verían seriamente debilitadas.

En tanto no emerja una alternativa política sólida a las políticas neoliberales o reformistas, el robustecimiento del nuevo impulso democratizador en Brasil, como en España, pasa por capitalizarlo en torno a las luchas sociales preexistentes por las cuestiones más acuciantes para las vidas cotidianas de la mayoría: la vivienda, la sanidad, la salud, los transportes, el medio ambiente, la distribución de la riqueza, etc. Sólo así será posible presionar al actual gobierno reformista, crecientemente derechizado y dividido por dentro, a dar un giro a la izquierda en políticas sociales y medioambientales urgentes. De la necesidad de esto último parece ser consciente Dilma Rousseff.

14 /

8 /

2013

La política electoral, si bien no debe desestimarse, no puede ubicarse en el centro de ninguna acción política radical seria, orientada a cambiar las instituciones que sustentan el sistema político, desmantelar las ideologías hegemónicas y fomentar el tipo de conciencia de masas en que habría de basarse un cambio social y político desesperadamente necesario.

Noam Chomsky
The Precipice (2021)

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